sábado, 14 de diciembre de 2013

La profecía

Advertencia: Este escrito tiene spoilers de Festín de cuervos (cuarto libro de Canción de hielo y fuego). Les recomiendo abstenerse de leerlo si no han completado la lectura del libro.





Esa noche la profecía de Maggy la Rana también la acompañó. Volvió a estar en la carpa de la bruja: oscura, demasiado silenciosa para su gusto, con un olor nauseabundo que le heló la sangre. Volteó hacia sus acompañantes, tratando de gritar como la reina regente que ya era, pero sólo encontró a Taena. No estaba Jeyne Farman, la niña que en el verdadero aquel entonces salió corriendo, ni Melara Hetherspoon, quien murió ahogada esa misma noche.

Suspiró de miedo y se recordó que los Lannister no temen. Se acercó hacia donde debería estar la bruja… Taena, con la piel aceitunada y un deje de belleza exótica incluso en la niñez, le tomó la mano, como para intentar detenerla. Cersei casi deseó hacerle caso, abrazarse contra ella y decirle a gritos que se alejaran de ahí, pero un Lannister tampoco es supersticioso y tuvo la impresión de ya haber vivido la escena, una vez, y otra vez, y otra más.

Taena, vestida con encajes de Myr, la siguió. Cersei sintió la satisfacción del poder, lo que seguramente sentiría cualquier hombre cuando una mujer le calentaba la cama. "Es un sueño", supo entones la distante reina regente que se encontraba en Desembarco del Rey durmiendo desnuda junto a Lady Merryweather. Pero antes de que tuviera tiempo de despertar, Maggy la Rana, la maegi, salió de la nada, la arrastró hacia ella y probó su sangre.

— De oro serán sus coronas y de oro sus mortajas. Y cuando las lágrimas te ahoguen, el valonqar te rodeará el cuello blanco con las manos y te arrebatará la vida —susurró con voz metálica, muerta. La dueña de la voz era un despojo humano; restos de carne le colgaban del rostro, las cuencas de los ojos estaban vacías pero extrañamente brillantes y las manos, oh, las manos, se acercaban con tal rapidez, la tocaban, le quitaban la piel…

Despertó sudorosa, conteniendo un grito. A su lado, Taena había abierto los ojos al notar que su reina se había despertado.

— ¿Quiere mi reina que la ayude en algo? —ronroneó. Cersei, recuperando la compostura, le dio un beso rápido en los labios. "Este sueño no huirá con tanta facilidad", meditó mientras pasaba una mano por los muslos oscuros y desnudos de su acompañante.

— Te necesito aquí abajo —decidió, no del todo convencida. Taena se aproximó y, con una sonrisa lasciva, comenzó a lamer la intimidad de la reina. Con eso debería bastar para alejar a sus fantasmas, por lo menos hasta la mañana siguiente, cuando se celebraría otra reunión con los incompetentes miembros del consejo.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Mil veces más



Hizo un esfuerzo tremendo para contener la lengua… y lo logró. Mentalmente no dejaba de maldecir, tampoco de llamarla "puta". La noticia le había caído muy mal, pero parecía causarle más ira que miedo, ansiedad o tristeza. Después de todo, sólo la estaba dejando. "No es por ti, es por mí. Necesito tiempo para estar sola". Debería haberle dicho la verdad: que había conocido a una mujer mucho más atractiva en ese bar de mierda en el que trabajaba y prefería largarse con ella. Lo sabía, Martina lo sabía todo. La había seguido durante varias noches hasta dar con la respuesta.



— No —consiguió articular. Tomó a la perra traidora por la muñeca y prácticamente la arrastró hacia ella—. Tú de aquí no te vas hasta que me digas la verdad.



Vio el miedo reflejado en sus ojos y eso le agradó. No pensaba hacerle daño. Su noviazgo ya había sido demasiado desastroso como para que también lo fuera la ruptura. Sólo debía decir una frase y Martina la soltaría, daría la vuelta y la sacaría de su vida después de maldecirla mil veces más. Pero quería escuchar de los labios que había besado las palabras mágicas: te dejo por otra.



— Vamos —apremió.



— ¿Qué verdad? —le estaba doliendo el apretón de muñeca y su voz estaba un poco rota... por lo menos esperaba que esa fuese la causa.



— ¡¡Que me abandonas!! —respondió dejando en un rincón lo que aún le quedaba de compostura. La soltaría, en serio la soltaría...



— Vale, vale, me voy con otra, con otra —concedió. Al parecer, había adivinado lo que quería escuchar y su intención era solucionar el asunto de la manera más profesional posible.


Pero no la soltó. Apretó más el agarre e imaginó que se escuchaba un clic. Sacudió la cabeza. No quería hacerle daño, sólo se estaba dejando llevar por la rabia. Entonces sí la soltó, abrió la mano lentamente y notó que había estado sudando mucho. Su ex-novia la miró con una mezcla de perplejidad y alivio, susurró un "adiós" apresurado y salió prácticamente corriendo. Martina maldijo de nuevo, contuvo el impulso de ir tras ella y se secó las lágrimas con un pañuelo desechable mugroso que llevaba días en su bolso.

jueves, 28 de noviembre de 2013

El rubor en las mejillas: VII



Ese día tuvo tiempo de hacer muchas cosas, tal vez más de las necesarias. Su novia estaba trabajando en su estudio y le encomendó la tarea de limpiar el desorden del sótano donde la joven de cabello rojo apenas respiraba. El olor era insoportable: una mezcla de carne podrida, sangre coagulada desde hacía demasiados días, sudor fétido, excrementos, orina, humedad y algo que identificó como almizcle. Recogió las herramientas punzocortantes, barrió el suelo, intentó quitar algunas manchas de sangre de las paredes... pero cuando terminó el lugar lucía, y olía, igual.

No llevaba reloj pero había aprendido a regir su vida basándose en la luz que entraba por las ventanas de esa casa, la misma que nunca había visto por fuera y tal vez nunca lo hiciera. La penumbra del sótano, apenas rota por la luz del techo, no era de mucha ayuda a la hora de saber si ya era el momento de ir a complacer a su novia. Temblando, asumió que no. Si llegaba a buscarla diría que estaba intentando quitar la sangre seca del suelo y no podría... reprochárselo. No podría tocarle ni una uña con el bisturí. No podría porque... la amaba.

Se le llenaron los ojos de lágrimas. El mero pensamiento la hizo entrar en pánico. ¿Y si la hacía enojar? ¿Y si no era capaz de complacerla? ¿Y si la volvía a lastimar? Había aprendido en todo ese tiempo que debía portarse bien, amarla con sinceridad y obedecerla en todo. Pero a veces la fórmula mágica fallaba y… Se miró la mano que ya no tenía y sintió dolor. No sabía exactamente de dónde provenía, sólo que se le había clavado hasta el fondo de no sabía dónde. Gimió de dolor y se cubrió la boca con rapidez. Le temblaban los dedos.

Miró hacia las escaleras. Temía que su novia entrara por esa puerta y la cuestionara, la acorralada, la golpeara, la rompiera en pedazos aún más pequeños, porque rota ya estaba. Lo meditó. Ya estaba rota, ¿importaba si la rompía más? Una parte de ella decía a gritos que sí, que ya no soportaría más dolor, pero otra parte, menos arraigada al instinto de supervivencia, susurraba que era mejor estar muerta. Reunió valor y tomó un cuchillo largo que le había cortado un par de dedos; se lo guardó en una bolsa de la raída chaqueta, a salvo.

Respiró profundo y contuvo la respiración. En lo que para ella fueron 10 segundos, se acercó a la pelirroja casi muerta y le cubrió la nariz y la boca con la mano. Las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas cuando notó que la mujer a la que estaba asesinando no ponía resistencia. De pronto ya no respiraba y pensó en lo que diría su novia si la veía. "Estaba comprobando que estaba muerta", podría decirle a modo de defensa, pero el daño ya habría estado hecho y...

— Ese era mi trabajo, amor —dijo su novia, apareciendo de la aparente nada y mirándola fijamente con una sonrisa torcida en los labios.

Pensó en mentir, en improvisar cualquier cosa, pero ya lo sabía, su novia ya lo sabía. Tenía la capacidad de saber si decía la verdad o no sólo escuchándola hablar, ni siquiera necesitaba mirarla. Lo único de ella que reaccionó fue su vejiga, que desobedeció todas las normas impuestas y se vació sobre sus pantalones gastados. Era verdad, había hecho mal, pero ya no podía seguir viendo cómo esa mujer se podría viva… El golpe le llegó de la nada, una bofetada fuerte que le abrió el labio y le aflojó un diente. Lloró, lloró pero no retrocedió.

— No debiste haberme hecho enojar, pequeña —murmuró con ira contenida.

Se cubrió la cara por puro instinto y un nuevo golpe le dio de lleno en la mano. Sintió que el dolor la quemaba pero esa vez tampoco retrocedió. Las lágrimas se le habían secado, las ganas de pedir misericordia también. Se quitó la mano de la cara y entonces recordó que traía el cuchillo en la chaqueta. El tiempo se volvió lento, su sonrisa amplia y el arma hirió la mano de su novia. Oyó su grito pero no se detuvo a procesarlo. Ella también gritó, gritó muy fuerte cuando se abalanzó sobre la otra mujer con la torpeza impuesta por el valor. La dejó caer al piso y usó el cuchillo en repetidas ocasiones.

La que hasta ese momento había sido su novia no intentó defenderse, sólo gritó de dolor. “Por lastimarme, por obligarme a amarte, por todo lo que me hiciste”. La picó con el cuchillo como los niños pican a los insectos, pero ese insecto era demasiado grande y tenía una sangre roja que le provocaba arcadas. El frenesí siguió incluso cuando le atravesó un ojo y sólo pudo terminar cuando el cuchillo quedó prisionero en el cráneo. Respiraba agitadamente, respiraba... Observó a la mujer: una masa sanguinolenta con las vísceras rotas de fuera. No reconoció su rostro.

Entonces empezó a reír, se embarró el rostro con la sangre que le escurría de la mano y se quedó allí de pie, perdida en la inmensidad de un sótano, con un natural rubor en las mejillas.



Fin

miércoles, 13 de noviembre de 2013

El rubor en las mejillas: VI



Vio el destello de los celos en sus ojos oscuros. Fue una sensación agradable que la recorrió y le dejó un sabor dulce en la boca. Por un momento casi olvidó lo que había ido a hacer... Volteó hacia la mujer de cabello rojizo, con atención; aún tenía sangre en el cuello, sangre roja y brillante que seguía saliendo de la herida abierta horas antes. Hacía juego con su cabello teñido, por eso no se tomó la molestia se limpiarla. Después de todo, no era especial. Era sólo quien reemplazaba a su mutilada y celosa novia.



Sonrió. La nueva víctima estaba en un banco de madera, con la espalda apoyada en la pared, las manos y los pies atados, los labios rotos entreabiertos mostrando dientes rotos también y la cabeza hacia atrás, flácida, como si estuviese muerta. Pero respiraba. Era una respiración pesada, de agotamiento, de dolor... Calculaba que moriría en uno o dos días, si es que ese tajo en la garganta no había sido demasiado profundo. Hizo una seña con la mano para indicar que ya no quería verla y su pequeña novia acudió al llamado: colocó una sábana negra sobre el cuerpo.



“¿Por qué te dan celos?ˮ, quiso preguntarle. Seguramente la respuesta sería satisfactoria. Sabía que se sentía reemplazada, pero su asunto con las otras mujeres que llevaba era diferente, aunque fuese en un solo aspecto primordial: las dejaba morir. A ella, a la que ya era su novia, no, como atestiguaba el muñón. Además la había sacado del sótano, le había proporcionado una habitación muy pequeña que se cerraba por fuera y de la que sólo podía salir cuando a la carcelera se le antojara, y había aumentado la cantidad de alimentos que recibía, incluso le daba carne una vez a la semana.



La mujer a la que había capturado varias semanas atrás se veía feliz, lo más que podía estar alguien con unas cuantas heridas causadas por la desobediencia. Desde que el médico que consiguió le había amputado la mano y una parte del antebrazo, era mucho más dócil, sincera al complacer. Sólo se había visto en la obligación de quitarle una uña del pie, pero no porque se hubiese portado mal, simplemente era una cuestión para reafirmar la situación, por no decir que ese día estaba de mal humor y necesitaba un poco de sangre.



Salieron del sótano a paso lento, con cuidado de no tropezar en la oscuridad. Conforme subían los escalones se iluminaban y la luz le obligaba a cerrar los ojos. Su novia, que iba detrás, le colocó la mano en cintura. El contacto la hizo reír, un ruido corto y casi gutural. Se sintió complacida. En ese preciso momento su vida era perfecta y lo sería aún más cuando la falsa pelirroja del sótano muriera.ra de las etapas de  semana.,entos que recibaba ejaba morir.  era diferente:

jueves, 24 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: V



Pero nadie le salvó la vida. Hizo acopio de las fuerzas restantes en su exiguo cuerpo y mordió el pedazo de tela viejo que la secuestradora le ofrecía. Apenas podía mantener la espalda erguida, incluso con la pared como apoyo principal. El suelo, frío y sucio, parecía clavársele en el lugar donde antes había tenido un trasero redondo y firme. Estaba segura de que su posición era de lo más incorrecta, desgarbada y débil, pero la fiebre ya no le daba descansos y tenía miedo de que hasta el aire le rozara la muñeca infectada.

Apretó los ojos para intentar contener las lágrimas pero de todas formas resbalaron por sus mejillas. Le dolía, le dolía lo suficiente para que perdiera el conocimiento por minutos. Trató de identificar de dónde provenía tanto dolor y sólo tuvo que oler un poco: podrido. Abrió un ojo con dificultad y encontró frente a ella al hombre, al que parecía médico, al que había acudido allí con la promesa de salvarle la vida. En ese preciso momento terminaba de sacar sus instrumentos médicos y colocarlos en una bandeja limpia. Entre sus cosas había un desinfectante y varios objetos punzocortantes.

Comenzó a temblar. El miedo se apoderó de su mente, incapaz de hacer nada para controlarlo. La mujer que la había capturado estaba sentada a su lado y le quitaba el cabello sucio y grasiento de la frente cada vez que este caía. Ya sabía qué le pasaría, así como sabía que toda la piedad de su amor impuesto se limitaba al pedazo de tela que tenía en la boca e instrumentos limpios para no arriesgarse a otra infección. “Debe gustarle mucho jugar conmigo”, reflexionó, con el suficiente sentido común para cerrar la boca. Gimió cuando el hombre empezó a inspeccionar sus heridas. No pudo gritar, de su boca sólo salieron gemidos ahogados, pero el corazón le latía tan deprisa que parecía a punto de estallar y le costaba respirar.

El hombre empezó su trabajosa labor, no sin antes ponerse unos guantes esterilizados. Había colocado un taburete para apoyar la parte del brazo que pensaba masacrar. Tomó un bisturí e hizo varias incisiones en la muñeca. Ella se horrorizó aún más al ver que la sangre salía mezclada con pus, un pus amarillento, espeso y con un olor a rancio y a muerto que pronto llenó todo el lugar. Percibió que la mujer sonreía, con morbo. Ella lloró más, con más fuerza, rezando por asfixiarse y morir de dolor. El supuesto médico anunció que no habría otra opción, la herida estaba demasiado corrompida.

La joven secuestrada abrió los ojos y se debatió como si aún tuviera fuerzas para ello, como si pudiera salvarse. El hombre tomó otro objeto pero ella no lo vio, sólo sintió cómo le carcomía la piel muerta, la carne muerta, la carne que aún estaba viva, el hueso… Ni siquiera pudo desmayarse, contempló con claridad la escena de horror: una parte de su brazo, que incluía toda la mano, se estaba desprendiendo de su cuerpo. Ocurrió con una lentitud tortuosa, más angustiante por sí misma que por el hecho que tenía lugar. Entonces se vio desde arriba, como si la mujer a la que le estaba pasando esa atrocidad fuera otra persona.

Cuando volvió en sí, la luz estaba encendida y ella se encontró acostada sobre una colchoneta fría. Una venda le cubría el recién adquirido muñón del antebrazo derecho. Alzó la vista hacia la luz pero no alcanzó a llegar a ella, la mujer que se había vuelto su novia estaba sentada en la silla que le correspondía, con la mano amputada entre sus manos sanas y grandes. La había limpiado y le había pintado las uñas de un rojo deslavado. Con la luz, alcanzó a ver que los dedos aún no se echaban a perder… Notó también otro detalle, la mujer tenía el torso desnudo y mostraba unos pechos grandes de pezones rosas, erectos. Con la mano recién cortada recorría uno de los pechos. Una sonrisa demasiado placentera se le dibujaba en el rostro.

Retuvo el grito de horror. “Esto no puede estar pasando”, pensó desesperadamente. Pero sí estaba pasando, tal como lo veía. Se sobresaltó al ver que empezaba a desabrocharse el pantalón y bajaba los dedos muertos hasta el ombligo.

— Mejor ayúdame con la mano que aún tienes ahí —no le pasó desapercibido el “aún”… y no tuvo otro remedio que someterse.


miércoles, 23 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: IV



Sintió un dolor agudo y profundo, demasiado intenso para si quiera intentar controlarlo. Era el dolor de lo podrido, de la inminente muerte. Se observó el brazo derecho para notar que en realidad estaba pasando: gran parte de la muñeca era ya oscura y las heridas rezumaban pus. Reprimió un grito de terror y lo reemplazó por uno de dolor. Habría dado lo que fuese por arrancarse la mano pero no tenía la voluntad suficiente para hacerlo con los dientes… aún no. Tampoco tenía nada que cortase y, aunque lo tuviera, le faltaban fuerzas. Su secuestradora se había ocupado de que le faltaran en todo momento, haciéndola sangrar y dándole de comer míseras raciones de pan y agua, lo necesario para no morir de hambre.



En esos momentos ya no estaba atada, ni siquiera ocupaba la silla en la que hacía eones la había amarrado una mujer de sonrisa casi agradable. Estaba quebrada, rota, sin capacidad alguna para resistirse a amar a la otra porque, al parecer, eso era lo que quería. Al principio sus besos eran fingidos, sus ofrecimientos falsos y sus palabras de amor imposibles de creer. Pero eso fue cuando aún no tenía hambre ni sed, eso había sido hacía… ¿cuántos días? No estaba segura. Allí, en ese lugar húmedo que olía a desechos humanos, el tiempo pasaba sin que se notara su presencia. Ignoraba si era de día o de noche y de todas formas daba igual porque siempre estaba oscuro.



Trató de incorporarse. Fue un esfuerzo doloroso, para nada gratificante, y no valió la pena porque a medio camino se estrelló contra el suelo, sin ganas de ponerse en una posición más cómoda. Sus ojos estaban acostumbrados a la oscuridad e incluso el único foco amarillo de la habitación irradiaba para ella algo parecido a la luz del sol. Dobló los dedos de los pies y recordó que ya no tenía tres. Los había perdido por no murmurar a tiempo un fingido "te quiero". Su captora, en un arranque de ira, había salido corriendo del lugar y regresado con unas pinzas quirúrgicas y un bisturí. Por ese entonces aún estaba amarrada, así que además de retorcerse y gritar incontrolablemente, no puso ninguna otra resistencia.



Aún podía sentir el dolor en la base de los dedos de cuando se los quitó limpiamente con el bisturí, uno por uno. Luego los había agarrado con las pinzas y se los había mostrado con tal regocijo que se puso a llorar. Las lágrimas también tuvieron su precio, porque no era posible sufrir tanto por algo tan mundano y terrenal como tres extremidades inútiles. Ese mismo día, el dolor de los dedos amputados se sumó al de una muela menos. La mujer realizó el procedimiento con instrumentos de dentista rudimentarios, lo suficientemente útiles para mantenerle la boca abierta y arrancarle la muela de raíz. Tuvo el sabor de la sangre en la boca durante mucho tiempo, a pesar de los lavados que había recibido.



Pensó en intentar levantarse de nuevo pero descartó la idea rápidamente al pensar en lo que podría ocurrir si la mujer la encontraba de pie. Tal vez sólo le diera una patada y la volviera a tirar o podría hacerle más cortadas pequeñas e incómodamente dolorosas en los pezones, haciéndola sangrar lo suficiente para provocar que se desmayara. En lugar de eso, juntó los restos de su magullada voluntad y se colocó de lado, con mucho cuidado de no tocar la carne a medio podrir de su muñeca derecha con nada. El movimiento hizo que tuviera náuseas, pero no tenía nada que vomitar y la sensación desapareció con rapidez.



Quiso llorar y no pudo. Parecía que las lágrimas aparecían sólo en los momentos más inoportunos. Tampoco gritó por las punzadas de dolor que seguían aumentando de intensidad en la carne ennegrecida. Tenía la garganta seca y el corazón hecho un amasijo de confusiones que había decidido amar a quien la había hecho prisionera, aunque no estuvo segura de cuándo la decisión había comenzado a ser tan real. Quería ver entrar a la mujer que amaba por la puerta, sentir sus labios, sus caricias… Sacudió la cabeza con debilidad. No era eso lo que en realidad quería, ¿o sí? ¿Tanto la había roto? Recordó una oración que había estado olvidada todo ese tiempo y rezó, rezó para que esa pesadilla acabara pronto, para morir y olvidarse de todo.



La puerta se abrió de golpe y vio entrar a su novia captora con un hombre que tenía facha de médico. Entonces comenzó a llorar y sus sollozos fueron tan fuertes que no le permitieron escuchar cómo ese hombre le salvaría la vida.

domingo, 20 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: III



Entró al sótano. Estaba oscuro a pesar de que afuera el sol de las dos de la tarde iluminaba terriblemente. Sintió el olor a orina y a materia fecal que llenaba la pequeña habitación, como si llevaran ahí semanas y no los doce días de su conquista amorosa. También percibió un olor dulzón que rápidamente identificó como una infección. “La voy a matar”, se dijo con pesar mientras se convencía de que no sería su culpa, sino del ambiente poco propicio para mantener cautiva a una persona.



Se detuvo unos segundos para permitir que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Encontró un interruptor de luz, el único del lugar, y lo activó. La bombilla dejó caer su enfermiza luz amarillenta sobre la mujer que tenía secuestrada. Se encontraba en la misma silla, en la misma posición y con los mismos amarres que le había colocado desde el primer día, y dormitaba, inquieta. El pantalón que llevaba estaba sucio, aunque ya no se distinguía si era de sangre, orina u ambas, y la blusa era un jirón de tela manchado de diversos fluidos corporales.



Contrario a sus costumbres, ese día no llevaba pinzas, cuchillas para bisturí ni tijeras para tejido adiposo. Sus únicos instrumentos eran sus manos, demasiado grandes para una mujer de su estatura, y su sonrisa, divertida y extravagante pero para nada cálida. Se acercó y percibió con más claridad el olor característico de las infecciones. La fiebre hacía que la frente de su cautiva estuviera llena de sudor y que temblara de vez en cuando.



En ese momento la mujer abrió los ojos y le sonrió. El corazón se le llenó de gozo y sintió que había valido la pena haberle quitado cuatro uñas de una mano, amputado dos dedos de la otra y tres dedos de un pie, sacado una muela y un colmillo, provocado cortadas profundas en las muñecas y heridas en los pezones y genitales. Incluso le pareció que estuvo bien haberle negado cualquier bebida durante dos días y alimentos durante tres.



Se aproximó más para examinarle las heridas. La mayoría de las que tenía en las muñecas parecían infectadas; la mano derecha ya mostraba un tono ligeramente morado que no le gustó nada. Suspiró con tristeza. Había tenido la intención de divertirse por más tiempo pero las infecciones iban ganándole el juego. Le pasó la mano por el rostro febril y sudoroso y le dio un beso pequeño en los labios, apenas un roce.



La mujer no reaccionó, tenía los ojos cerrados. Eso la hizo enojar, así que le dio una bofetada fuerte, lo suficiente para hacerla escupir sangre. Entonces sí que reaccionó, abrió los ojos, murmuró una plegaria rápida, le ofreció los labios y sonrió, mostrando las encías llenas de sangre. Se dispuso a salir y no fue hasta ese momento que comprendió que la plegaria no había sido más que un desesperado “te amo”.

sábado, 19 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: II



Esa noche tampoco murió. La mujer que la había secuestrado se limitó a sentarse en la silla de siempre y a mostrar esa sonrisa amplia a la que ya se había acostumbrado. Le dio miedo pero no trató de ocultarlo porque estuvo segura de que era lo que la mujer pretendía. La última vez que quiso hacerse la valiente había perdido dos uñas de la mano derecha y el meñique de la mano izquierda. Era algo bastante enfermizo, pero casi sintió que su secuestradora había tenido razón.

Una lágrima le bajó por la mejilla. Los dientes de la otra mujer se hicieron aún más visibles; estaban torcidos y uno de los incisivos mostraba una mancha de sarro que en otra ocasión le habría incomodado, pero de todas formas fue una sonrisa amable, amable y escalofriante. Sintió un cosquilleo en los dedos que no tenían uñas y bajó la vista lentamente para apreciar la curación, una gasa sencilla que debajo escondía una crema para evitar infecciones. En ese momento la crema le causó escozor y comezón, así que cerró los ojos e intentó desviar sus pensamientos.

Llegó a la noche en que la mujer sonriente la tomó como rehén. Iba saliendo de un bar, sola por primera vez en meses. Había ido después del trabajo a ver si encontraba alguna mujer con quien pasar la noche, pero sus intentos resultaron infructíferos. El destino la encontró ebria y le asestó un buen golpe en la cabeza, desde arriba, como si le hubiese caído un rayo. Lo último que vio fue una sonrisa flotando, vacía y oscura. Cuando despertó estaba aturdida, sangrante y con un dolor de cabeza del tamaño de Júpiter. No le resultó nada divertido haber encontrado una mujer.

Abrió los ojos. La mujer se había ido. Sabía que regresaría. Esa vez llevaría unas pinzas y le quitaría más uñas, o un dedo del pie, o un pezón. Estaba loca y no le cabía la menor duda de que si no la mataba de hambre, la mataría haciéndola sangrar.

jueves, 17 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: I



Se sentó el la silla sin respaldo para observar a la mujer que estaba frente a ella. Tenía los ojos cerrados, los labios ligeramente abiertos, las mejillas sonrojadas y un hilo de sangre brillante que bajaba desde la frente y le recorría una buena parte de la nariz y del mentón. No pudo evitar sonreír al visualizar lo que le pasaría a ese cuerpo, cómo le daría placer...

Se pasó la lengua por los labios. Ya no podía contenerse. Sentía unos deseos irrefrenables de poseerla, de hacerla suya, de golpearla, hacerla sangrar. La parte más fácil había sido dejarla inconsciente; sólo había necesitado un buen golpe con una varilla que había escogido con total premeditación. Llevarla hasta el sótano de su casa, en cambio, ya no fue tan sencillo. Tuvo que esconderse hasta de las sombras mismas.

Pero el pasado no importaba. Lo importante era que estaba allí, con las manos amarradas hacia atrás, con fuerza. Los pies también estaban amarrados y había perdido un zapato de camino a ese lugar. ¡Qué más daba! Cuando la noche llegara a su fin, perdería más que un miserable zapato. Volvió a sonreír. Le pareció que su sonrisa tenía un deje de maldad y se sintió complacida.

Entonces la otra abrió los ojos. El miedo se reflejaba claramente en ellos. Y gritó, gritó como si en ello se le fuera la vida sin saber que, pronto, de verdad se le iría.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Gran amor



Y le sonrío porque soy una hipócrita, porque al parecer cualquiera puede comprarme con un chocolate. Le digo que sí, que estoy dispuesta a verla a pesar del odio que aún siento hacia su persona. Luego cierro la puerta, entre risitas estúpidas, bromas melosas y cortesías forzadas. Pero, cuando me encuentro a solas de nuevo, grito en silencio, lloro porque no sé de qué otra manera expresar la ira que llevo dentro.

Sin embargo, sigo sin el valor de rechazarla. Después de todo, fue mi gran amor y creo que aún queda un poquito de sentimiento entre nosotras.

lunes, 14 de octubre de 2013

La novia estúpida



Le creyó hasta que su cuerpo aguantó, hasta que se apagó lentamente. Le creyó durante siete años que parecieron siglos y se volvieron milenios conforme su cuerpo se iba marchitando. Al principio sólo fue dolor y asco, después dolor, resignación, hastío y denigración, y finalmente las enfermedades la consumieron, así que lo demás pasó a segundo plano.

Entonces dejó de creer en sus promesas y se negó a volver a abrir las piernas para cualquier hombre lo suficientemente estúpido o pobre como para pagar por estar con una mujer llena de enfermedades de transmisión sexual. Trató de huir de la mujer que le juró que la amaría a cambio de venderse, a cambio del sucio dinero que resultaba de ese “trabajo”. Y no pudo.

Se encontró cayendo en un precipicio cada vez más negro, incapaz de ver nada más que oscuridad. Después, mucho tiempo después, se dio cuenta de que le había sacado los ojos, cortado la lengua y amarrado. La seguía vendiendo. La inyectaba cada determinado tiempo para que fuese una masa de carne con un hoyo entre las piernas, llena de llagas y protuberancias pero siempre lista para dejarse penetrar.

Se sintió asqueada, peor que esos siete años en los que creyó que Amaranta podría corresponder su amor, que no se estaba aprovechando de ella de ninguna forma porque era incapaz. No reconoció el momento exacto en que murió. Lo que sí reconoció fue el rostro de la mujer que había amado sobre el suyo y las palabras que harían eco en su interior el resto de su muerte:

— Eres la novia más estúpida que he tenido.

Sonrió. Claro, tenía que haberse dado cuenta antes.

jueves, 10 de octubre de 2013

Beso en juego



No pensaba volver a hacerlo pero las ganas pudieron más que ella. La traicionó, por segunda o tercera vez en el último mes. Pensándolo objetivamente, no era tanto, especialmente si consideraba que esas dos o tres veces eran las únicas que lo había hecho. Al parecer, la otra no pensaba lo mismo, pues le estampó una bofetada que hizo demasiado ruido.

— Te dije que no estaba lista, que no lo volvieras a hacer —le echó en cara con un leve deje de culpa en la voz, como si el golpe hubiese sido un reflejo y nada más.

No tuvo el valor de responder. Ella, que se creía una mujer de palabra, había prácticamente prometido que no volvería a pasar, no a menos que la otra quisiera. Pero creía que un beso no podía hacer mucho daño. Un beso era casi nada. Además, era un beso sin lengua, sin abrir la boca porque la otra no le correspondía, un simple roce de labios.

Bajó la mirada y siguió caminando a su lado. En ese sentido, la otra siempre era más fuerte, le resultaba todo más fácil. Sabía que sólo había aceptado ser su "novia" para no romperle el corazón, porque no había resistido el tono de dolor en la confesión de amor. Sin embargo, no lo deseaba. Ella no le parecía atractiva, no le gustaba más que como compañera de aventuras.

El tiempo lo haría más difícil, tenía la certeza. No obstante, ese día no le importaba. Si podía sostener su mano aunque fuese durantre un segundo antes de cruzar una calle… lo demás era lo de menos. Tal vez algún día la otra le diera un beso, un beso en juego, debido a un estado de ebriedad, pero uno más real que sus tres intentos fallidos. Sintió las lágrimas en las mejillas pero las limpió con rapidez. Y forzó una sonrisa.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Rechazo



Entonces sintió esa punzada de sentimiento casi desconocido que no le llegaba desde… desde que la vio con su último novio, y eso ya tenía por lo menos diez años. No tuvo más remedio que sonreír, asentir y guardarse las lágrimas para un momento más propicio, uno en el que pudiera maldecir en paz los malos ratos de la mujer que le gustaba. El tipo tuvo el descaro de hacerle la plática, contarle cómo había conocido a Anastasia y reír con esa facilidad que sólo le salía a una persona feliz.

Ella se excusó lo más pronto que pudo, encontró a Anastasia y se despidió con un sonoro beso en la mejilla. Luego salió huyendo hacia la oscuridad de la calle, donde empezó a llorar. El tipo era feo y de estatura baja pero la amiga que sentía casi perdida lo prefería. ¿Por qué? Lloró amargamente hasta que ya no supo en qué lugar se encontraba. Casi tuvo miedo. Se subió al primer transporté que encontró, se sentó y se quedó dormida.

Cuando despertó, tuvo la certeza de que Anastasia ya no estaba. Parpadeó, perpleja, muy desconcertada. Al parecer, no había dormido mucho. Se bajó del transporte público, corrió a una tienda, entró y marcó el número de su amiga. Contestó el tipo feo y su voz le hizo recordar todo el dolor que aún llevaba guardado. Pero Anastasia ya no estaba. Se había marchado para no volver jamás porque de los caminos de la muerte nadie regresa, ni siquiera la mujer más bella del mundo.

Apretó los dientes y se mordió un labio hasta que sintió el sabor de la sangre en la boca. Lo único que pudo pensar en ese instante fue que Anastasia, su amor durante la mayor parte de su vida, se lo merecía. Nadie debería tener el poder de rechazarla.

martes, 8 de octubre de 2013

El dolor del amor



Le besó las mejillas, lenta y abundantemente. Los besos se resbalaron como lágrimas de una cascada, inundando su cuello y bajando entre los senos para terminar en algún rincón cálido cercano a la entrepierna. La besó más, sin intención de detenerse, sin elevar el precio de los besos a cifras exorbitantes más allá de la capacidad de la otra. Más, cada vez más deprisa, más. Se fue abriendo paso con las manos, a grandes abrazos cariñosos, rebosantes de inocencia.

Repitió que la amaba, que nunca podría dejar de hacerlo porque así había sido siempre y así le gustaba que se quedara. Le acarició los senos sin dejar rastro, ni marcas, ni siquiera una huella en el consciente de su pareja. Los besos eran más marcados, menos certeros, dolorosos para quien los recibía pero dulces para quien los daba. Empezó a gritar, pero no supo distinguir si era su propia boca la que lo hacía a la par que besaba o la boca de la otra a la par que sollozaba.

Entonces todo acabó. Sacó el cuchillo de una bolsa y lo introdujo en el estómago de la otra. Los besos se volvieron aún más agresivos mientras la vida se apagaba de los ojos que alguna vez amó pero que ya no le hacían falta. Sonrió al sentirla muerta, al verla con la ropa desarreglada. Sonrió porque por fin, por una vez en muchos años, había dejado de sentir el dolor del amor.

jueves, 3 de octubre de 2013

Violencia



Cuando la luz del sol entró por la ventana, Mirella notó que los ojos le ardían prácticamente demasiado. Se cubrió el rostro con el grueso cobertor de lana que utilizaba para dormir pero no fue capaz de volver a conciliar el sueño. Suspiró. La pelea de la noche anterior había sido todo un éxito, por lo menos si el éxito se trataba de muchas horas de llantos, gritos y maldiciones. Y, tras todo eso, el hecho saltaba a la vista: ya no se querían.

Se levantó tan rápido como le fue posible. Después de tanto llanto, le dolía la cabeza como si una batalla con bombas atómicas hubiera tenido lugar allí dentro. Corrió hacia el baño, con la urgencia de tomarse una pastilla y esperar a que el dolor se desvaneciera en una nube incongruente de alivio. Cuando regresó a la habitación envuelta en una toalla, después de haberse bañado con agua fría, le pareció que el mundo ya no daba tantas vueltas y que casi, casi, podría sonreír y encarar la vida.

Pero no pudo. De frente se encontró a Mercedes, su orgullosa novia, la de la pelea, la del dolor de cabeza. No dijo nada, pero su mirada impregnaba la atmósfera de una horrible sensación, como de vacío, o de sentirse encerrada, o de ambas. Rogó por que hablara, aunque fuesen palabras hirientes llenas de premeditación. De pronto se encontró llorando, como la noche anterior, pero no para que se quedara.

— Vete —dijo, congestionada, dolida, harta—. Vete y no regreses.

Mercedes pareció ofendida. No le dolía el corazón, no le dolía como a ella. Le dolía el orgullo porque era lo único que tenía en ese cuerpo detestable. Ya no la soportaba mas no había tenido el valor de manifestarlo para que, por fin, saliera de su vida. Mercedes, con la cara roja de vergüenza y los ojos llenos de lágrimas de rabia, se le acercó, la miró de arriba a abajo y de regreso, y le asestó una bofetada que le rompió el labio.

Mirella sintió la sangre cálida y salada en la lengua cuando la acercó a la herida en la parte interior del labio roto. Sollozó. La mujer a la que había creído amar seguía junto a ella. Le dio otra bofetada y otra y otra… y muchas más, tantas que perdió la cuenta. Cuando recuperó la conciencia, se dio cuenta de que en las relaciones entre mujeres también había violencia, golpes, dolor. Debió haberlo notado antes.

lunes, 30 de septiembre de 2013

La persona más importante

Ella ya no tiene ojos para mí. Es lógico, ahora tiene una familia... Es increíble cómo pasa el tiempo, lo mucho que me ha dolido y que sigue doliéndome. He pasado muchos años a su lado, más de los que la gente acostumbra, más de los necesarios. He sido su amiga, alguien a quien llama y está, que ignora a todos para correr a sus brazos abiertos únicamente en plan de amistad. He sido la que escucha, la que se traga el coraje cuando aconseja sobre asuntos de amor, la que llora y sangra por cada decepción, por cada mala decisión que toma.

He sido pero ya no sigo siendo. Duele el recuerdo, duele saber que nunca fue y que ya no será. Duele ver sus fotos, nuestras fotos... pensar los buenos momentos que vivimos, saber que ahora los comparte con otros. Ya no la busco, aunque la extrañe. Sigo alegrándome cuando me manda un mensaje, cuando me pide que salgamos y la rechazo. Sufro cuando desiste, cuando sé que no le importo, cuando pienso en ese hijo que terminó por robármela. Nunca fue mía, pero en un momento de su vida fui la persona más importante para ella.

Desearía regresar el tiempo para que todo el dolor se acumulara, para que tuviera ojos para mí, sólo para mí, aunque sea en esos breves instantes.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Maldita cabrona

A veces le daba lástima. Verla ahí sola, sin sonreír, apenas recordando las palabras que hacía muchos años le había dicho. Le daba lástima haberla amado durante un breve instante, más por costumbre, obligación y soledad que por un verdadero sentimiento. Sentía feo estar cerca de ella y no soportarlo, recordar sus amenazas, sus cabronadas, que era una desgraciada.

Por eso la evitaba. Nunca la miraba, no a propósito. Y cuando por desgracia se topaban de frente, ya no bajaba la mirada asustada sino que la desviaba con una verdadera sensación de indiferencia. De todas formas seguía dándole coraje haber estado con ella tanto tiempo. Luego recordaba que todo pasa por algo. Sí, su ex era una maldita cabrona pero sin ella no estaría en la posición actual.

sábado, 28 de septiembre de 2013

La que se fue

Había corrido a buscarla inmediatamente después. Tal vez no fue tan inmediato, porque la había perdido de vista. Ya no estaba, ¿ya no? No paró de correr, incluso si ya no podía dejar de llorar. ¿Por qué se había ido? Ah, claro, era su culpa. Le había dicho que se largara y no volviera jamás.

Cruzó una calle sin ver hacia ningún lado. Se tropezó con muchas personas pero nunca con ella. Desesperada como estaba, gritó. Vio cosas blancas, un atisbo del cielo azul, una llama del infierno y, por fin, el rostro de la mujer que amaba.

— ¿Por qué te fuiste? —murmuró, apenas consciente de lo que pasaba. Estiró la mano para acariciarle el rostro y no supo decir si lo sintió o no.

— Te fuiste tú, mi amor —se fijó en las lágrimas que salían de sus ojos, que no alcanzaban a tocarla.

“Me fui yo, fui yo”.

Cerró los ojos, tranquila. Sí, ella se había ido y no había punto de regreso. No a menos que saliera de la tumba y todos sabían que eso no pasaría.

viernes, 27 de septiembre de 2013

La venganza perfecta

La penetró con dos dedos. Dolores gritó al sentirse llena, tal vez demasiado para su gusto. Creyó que la estaba desgarrando, que sangraba. La otra mujer se ocupaba de sonreír con una cruel complacencia, emitiendo gemidos ahogados.

Dolores comenzó a disfrutar el acto. El dolor había pasado a segundo plano y ahora estar tan llena la hacía sentirse completa. Comenzó temblar y a emitir ruidos que le parecieron terriblemente obscenos. Echó la cabeza hacia atrás y notó lo sudada que estaba. Cerró con fuerza los ojos y lo sintió llegar.

Se abrazó a la mujer, con ganas de más. El momento pasó. Le pareció injusto que sólo hiciera una breve pausa para satisfacerla y luego huyera. Tocó la zona íntima de la otra y vio lo húmeda que estaba. Ah, la venganza perfecta. Dolores se abalanzó sobre ella, aún sin poder cerrar las piernas, y la penetró con tres dedos de una sola estocada.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Engañada

La luna no brillaba pero estaba ahí, detrás de las nubes. Ella estaba desnuda, en medio de la noche, contemplando el cielo sin estrellas, segura de que en unos momentos comenzaría a llover. Apenas eran las 11 de la noche. Para poder llegar a su casa sin que muchos la vieran así (sin ropa) debería esperar hasta que diera la 1 de la madrugada. Maldita ciudad concurrida.

Se sentó, cuidando no hacerse daño, en una banca. Estaba sucia y sintió asco. Suspiró. La habían engañado. No podía soportar la decepción de la traición, lo estúpido de su ingenuidad y la mala suerte que cargaba. Había seguido a una mujer hasta allí. A una mujer que había conocido en un tugurio. ¿Y por qué? Porque le había dado unos besos, se había dejado masajear los senos y le había hecho sentir cosquillas en la entrepierna.

Se levantó, con ganas de golpearse en la cara hasta quedar inconsciente. La mujer era guapa, sensual… y le prometió una noche que jamás olvidaría. Por lo menos había cumplido su promesa. Nunca iba a olvidar cómo la mujer la emboscó en medio de ese parque, sacó una pistola y le obligó a entregarle todo, incluso el juramento de no delatarla. Luego le dio un beso en la boca y se fue.

Qué mala suerte. Decidió comenzar a caminar. No volvería a confiar en una mujer guap
a.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Sensación de reemplazo

Oigo los gemidos en la otra habitación. Son tuyos. Son de ella, de tu amante, de tu novia, de lo que sea. Me hago un ovillo bajo las sábanas de la cama que a veces compartimos, pero sólo cuando no está ella para complacerte. Imagino todo lo que te hace porque yo te lo he hecho un sinfín de veces. ¿La tocas? ¿Le das placer con tu boca? ¿O sólo la besas cuando tienes un orgasmo, como a mí?

La envidio. Quiero tocar tus senos sin la sensación de ser sólo un reemplazo, el dichoso premio de consolación. Deseo que pases tu lengua por todas partes, que me muerdas, que hagas que me excite con tus manos y no sólo porque puedo tenerte. Anhelo que me penetres, con dos, con tres dedos, con los que quieras, que los metas de un solo empujón, que me hagas gritar del dolor.

Los gemidos se detienen. Te está acariciando, ¿no? Pasa su mano por tu espalda, por tus piernas, por la humedad de tu entrepierna que resulta ser el resultado del placer. ¿Lo haces a propósito? ¿Quieres hacerme sufrir? De nuevo gimes. Me muerdo la mano para no levantarme y correr a la otra habitación a matarla para después hacerte mía. Dime, ¿cuánto te durará la satisfacción? Ella no estará contigo para siempre. Y lo sabes.

martes, 24 de septiembre de 2013

El hombre del abrigo amarillo

El hombre del abrigo amarillo entró a la habitación de golpe. Las dos mujeres que se encontraban dentro respiraron pesadamente, sin tiempo alguno para tartamudear alguna excusa no tan patética y ridículamente decente para explicar su desnudez sobre la cama matrimonial que, al parecer, el hombre y una de las mujeres compartían la mayoría de las noches.

— No es lo que parece —dijo la esposa culpable. La otra pensó que no se le podía haber ocurrido peor cliché para tales situaciones bochornosas.

— Sí lo es, Samanta, no mientas —habló el hombre. La amante de la esposa pensó, casi inconscientemente, que lo misterioso de su actitud explicaba por qué Samanta se había casado con él. No había otra explicación.

— No… lo es —dudó demasiado. Le había dado la razón al hombre con esa pausa de dos segundos adicionales y la entonación no tan convincente.

El hombre se tapó la cara, dolido. La amante vio cómo le escurrían algunas lágrimas y la manera en que, estratégicamente, evitaba la pregunta cliché de ese tipo de momentos preciados. Deberían tomar una fotografía y mandarla al álbum familiar.

— Amo a tu esposa —habló por fin la amante. Le pareció que interrumpía la escena de dolor del hombre del espantoso abrigo y no le importó. Era para bien—. Por eso me quedaré con ella. Te pido que no lo tomes personal.

Con la facilidad de esas palabras, la mujer se vistió, alentó a Samanta a vestirse y, cuando ésta lo hubo hecho, la tomó de la mano. Salieron de la habitación, dejando al hombre traicionado detrás. El hombre no volteó, ellas tampoco. En pocos días llegarían los papeles del divorcio. No tenían hijos, así que la vida parecía sonreírles a todos... bueno, no al hombre del abrigo amarillo.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Darle gusto

— Dime algo que no sepa —pronunció secamente, con una actitud altanera.

La otra estaba en el piso, llorando. No sabía qué más decir. Al parecer, siempre había sabido que la amaba en secreto (no tan en secreto, más bien).

— Vamos, quiero ver si puedo salvarte de ésta.

Se calló. Si el tipo que acababa de golpearla quería matarla, adelante. Sería la decisión de su amor platónico de toda la vida.

— Puff, ni qué hacer contigo, pequeña. Que sepas que sólo me quedé cerca de ti para atormentarte… porque me dabas asco. Tú —se dirigió al hombre—: viólala. Y que le duela.

Ella quiso gritar pero prefirió mantener la boca bien cerrada. No volvería a darle gusto
.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Miénteme

Dime que no es cierto, que esto no está pasando. Miénteme, miénteme tan bien como siempre lo has hecho. ¿Por qué te quedas callada? ¿Por qué ni siquiera murmuras? ¿Por qué tus parpadeos desolados me asustan tanto? Ayúdame, ayúdame aunque sea susurrándome al oído que todo está bien. Imagina que no hay sangre debajo de mi cabeza, que esa sangre no hizo que mi cabello se volviera una maraña, que me veo bonita a pesar de estar tan pálida, mutilada, tan adolorida que ya no siento ese dolor.

Sonríe para mí, aunque sea con tristeza. Miénteme, miénteme rápido, que ya no aguanto el dolor invisible del brazo arrancado y del pie faltante. No mires mi cráneo roto, abollado, sangrante, mejor concéntrate en mis ojos, aunque se apaguen poco a poco. Tampoco pongas atención a mis dedos retorcidos, quebrados por la colisión. Dime que estás bien, que además de esos rasguños casi superficiales no te pasó nada. ¿Tienes miedo? Consuélame con que no, con que todo estará bien aunque vaya a morir aquí antes de que llegue la ambulancia.

¡No veas! No veas la sangre que sale de mi boca cuando trato de hablar. Dame un beso, anda, el último beso que me darás. Dime que no pasará nada malo, que en el más allá todo es mejor… que te volveré a encontrar tarde o temprano porque tenemos una vida que completar. Miénteme, miénteme con todas las mentiras que te has estado guardando, miénteme ya que me estoy muriendo. Y antes de irme quiero que me digas que me amas, es mi deseo más grande, aunque también sea una mentira.