Le creyó hasta que su cuerpo aguantó, hasta que
se apagó lentamente. Le creyó durante siete años que parecieron siglos y se
volvieron milenios conforme su cuerpo se iba marchitando. Al principio sólo fue
dolor y asco, después dolor, resignación, hastío y denigración, y finalmente
las enfermedades la consumieron, así que lo demás pasó a segundo plano.
Entonces dejó de creer en sus promesas y se negó
a volver a abrir las piernas para cualquier hombre lo suficientemente estúpido
o pobre como para pagar por estar con una mujer llena de enfermedades de
transmisión sexual. Trató de huir de la mujer que le juró que la amaría a
cambio de venderse, a cambio del sucio dinero que resultaba de ese “trabajo”. Y
no pudo.
Se encontró cayendo en un precipicio cada vez más
negro, incapaz de ver nada más que oscuridad. Después, mucho tiempo después, se
dio cuenta de que le había sacado los ojos, cortado la lengua y amarrado. La
seguía vendiendo. La inyectaba cada determinado tiempo para que fuese una masa
de carne con un hoyo entre las piernas, llena de llagas y protuberancias pero
siempre lista para dejarse penetrar.
Se sintió asqueada, peor que esos siete años en
los que creyó que Amaranta podría corresponder su amor, que no se estaba
aprovechando de ella de ninguna forma porque era incapaz. No reconoció el
momento exacto en que murió. Lo que sí reconoció fue el rostro de la mujer que
había amado sobre el suyo y las palabras que harían eco en su interior el resto
de su muerte:
— Eres la novia más estúpida que he tenido.
Sonrió. Claro, tenía que haberse
dado cuenta antes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario