sábado, 29 de junio de 2013

La presión del aire

Matilda tomó el cuchillo, se armó de valor, ignoró el sudor de su mano izquierda y comenzó a cortarse. No pretendía quitarse la vida pues no tenía el valor de sacrificar tanto, simplemente quería sufrir un ratito, de manera suave y manejable, ideal para hacer nacer el amor o la lástima. Primero hizo un corte sencillo, superficial, luego aumentó la presión, dejando que las marcas del cuchillo se impregnaran en su piel; finalmente, abrió bastante la piel, rozando, a su parecer, la vena.

Se recostó con el brazo dañado estirado, permitiendo que el dolor fluyera y que la sangre se derramara por las sábanas blancas de la cama. Sentía claramente la incomodidad del grosor del arma en la muñeca e imaginaba ver puntitos azules en el aire, reflejándose en la lámpara de noche con la ayuda de la cual elaboró el trabajo. Sólo esperaba que no le quedaran cicatrices mal hechas debidas a la poca iluminación.

En el instante en el que casi cerraba los ojos, una figura alta y blanca entró por la puerta de la habitación. No tuvo las fuerzas necesarias para moverse, ni siquiera sonrió.

-- Estúpida Matilda --dijo la figura que cada vez se volvía más borrosa.

Matilda, en medio del idilio de la falta de sangre, notó que era su ex novia Perla. Después se dejó llevar, cediendo a la presión del aire y al zumbido en la cabeza. No murió en ese instante, pero sí lo hizo años después, cuando Perla se fue.

jueves, 27 de junio de 2013

La lápida

Las cicatrices en efecto nunca se borraron. Permanecieron ahí para recordarle que la habían dejado libre y ella se había ido, más por su propio dolor que por las ganas. En retrospectiva, era obvio que debía separarse de la mujer que amó por años, o que quiso, o algo así, pero en el momento la decisión la lastimó casi demasiado.

Cuando se desnudaba, tocaba las cicatrices que la hoja de papel, los años de golpes, los días de heridas y los rayos del sol habían dejado grabadas en su piel. Conforme el tiempo pasaba, su tamaño disminuía mas no ardían en deseos de irse. Lo supo y lo seguiría sabiendo hasta que la eternidad se hiciese cargo de llevársela a donde el cielo era amarillo y el sol verde.

Frente a la tumba de su antigua esposa sonrió. Se acercó al piso y besó la lápida, el pedazo de piedra, sabiendo que no sentiría nada más que el frío y la tierra en sus labios.

-- Tú lo quisiste así --murmuró llorando por el recuerdo de lo perdido.

Se alejó del lugar y decidió que en muchos años no volvería a aparecerse por ahí, ni siquiera para reprocharle lo que ya no podía escuchar. Tal vez en un siglo se despediría, tal vez ya estaría muerta, tal vez la volvería a ver, porque las cenizas se van con el viento pero el alma se queda cautiva. No lo sabía, pero tenía muchas ganas de vivir aunque en realidad estuviese muerta.

martes, 25 de junio de 2013

Hoja de papel

Se le estaba rompiendo la última parte que quedaba en pie de su corazón. Sentía cómo algo cortaba en su interior, dañando, como una hoja de papel de proporciones monumentales. No estaba segura de si sería la última vez que hablaría con la mujer con la que estuvo por años, pero a todas luces parecía una despedida sin demasiada nostalgia. El papel seguía abriéndose paso por su piel...

Se enteró que la otra lloraba y las cortadas se volvieron profundas, sangrantes. La sangre la inundó por dentro, la llenó, la hizo suya. El dolor se hacía más fuerte por momentos pero debía estar consciente de que era lo mejor... para las dos. La separación era inminente. Dolía, lastimaba y, sobre todo, cortaba. Los nuevos cortes profanaban sus antiguas heridas. Le dio las gracias, la abrazó, se besaron en los labios despacio.

-- ¿Ya se te quitaron las ganas?

-- La verdad es que no.

-- Entonces nos volveremos a encontrar --murmuró.

Ambas se dieron la vuelta y dejaron que sus vidas se separaran. La hoja de papel llegó más hondo y en ese momento supo que las cicatrices nunca se borrarían.

domingo, 23 de junio de 2013

Pensar en dormir

Me encontré entregándome a ella y la vi entregarse a mí, primero con desconfianza, con reticencia, y luego con cierta complacencia. Le quité la ropa, desesperada, ya no por verla, porque estaba oscuro, sino por sentir su piel junto a la mía. Y ya no lo pensé más, sólo la toqué como pude, la lamí donde encontré, la chupé, la mordí y los deseos de besar sus labios me conquistaron.

Era de noche, sí, pero mis ojos se habían acostumbrado y yo podía verla. Y aunque no hubiese podido, la sentía, sabía dónde estaba cada parte de su cuerpo, la conocía íntimamente, sin hablar demasiado, sin que el momento se nos fuese de las manos. Sentí humedad, escuché con atención su voz intensa, prestando atención a los menores detalles. Entré, extraño al principio, convencional después. Me moví sin encontrar la dirección de las embestidas, observé su rostro...

Y amé su hablar, diferente al de siempre, al que tanto me gustaba, cuando me dijo que siguiera. Era la primera vez que estaba con una mujer, con otra mujer. Cerré los ojos cuando todo terminó, cuando ella tembló, cuando dejó se suspirar en mi oído con el timbre que siempre le oía cuando nos hablábamos por teléfono. La luz inexistente se apagó y nos recostamos desnudas sobre las sábanas del piso para pensar en dormir.

viernes, 21 de junio de 2013

La mujer de negro

Se le acercó a la mujer de negro, muy cerca de sus labios, muy cerca de sus manos. Se dejó llevar por el impulso doloroso del placer físico. Se le acercó y la lamió, la mordió y finalmente la besó. Sus lenguas se juntaron lujuriosamente, justificando los años de espera contenida. La lluvia iluminaba el consultorio vacío y el piso estaba frío pero a su espalda desprotegida en realidad no le importó. A lo lejos, en alguna habitación cercana, sonaba un instrumento musical, una guzla tal vez.

Dejó de tener el control sobre sí misma antes de verse completamente desnuda sobre el piso lleno de polvo, antes de ensuciarse, antes de tener a la mujer de negro encima besando su cuello y deslizando sus manos por su cuerpo húmedo. Fue antes de sentir las ropas ajenas mojadas, antes de murmurar, susurrar o gemir que se las quitase porque podía enfermarse, porque estaban solas y nadie la iba a ver. Ocurrió mucho antes de recibir la negativa, de sentir la embestida y de ver miles de luces reflejadas en los árboles de la calle.

Comenzaba a oscurecer cuando la mujer de negro se alejó y se sentó en un sillón dedicado a terapia. Ella se quedó acostada, como dormida. Después de un rato se levantó.

-- Eres un demonio --le dijo antes de comenzar a vestirse. Sin realmente notarlo, su corazón latió de nuevo.

miércoles, 19 de junio de 2013

La gatita

La gatita se dejó tocar, primero desde las orejas, afablemente, y luego desde la cola, casi con nostalgia. Se llamaba Artia o así le había puesto cuando la vio tan pequeñita e indefensa parada en la puerta de su casa, con la lluvia amenazándolas desde las alturas. Desde ese instante sintió la extraña conexión que ella sólo creía capaz de tener con algunas personas y la enorme parte vacía de su corazón emitió un sonido extraño, como el que hace un órgano cuando le sale sangre.

Entraron juntas a la casa para que después el cielo se desplomara, que el volcán hiciera erupción y las cenizas llenaran todo el paisaje. Rebeca se acostó en el sillón junto con Artia, viéndolo todo palidecer, abrazando a la gatita que pasaba a ser ya parte de su existencia. Sin querer, volteó hacia la foto que había mandado a ampliar y que en ese instante colgaba sobre la televisión; sorprendió la mirada alegre de su antigua esposa, la que había muerto hacía unos meses.

Comenzó a llorar, sin clemencia, lastimándose, atormentándose. La gatita le lamió la cara con un cariño sin precedentes para Rebeca. Luego, con lentitud, le pareció ver que en la fotografía la mujer que había sido su amor la miraba con lágrimas en los ojos pero feliz...

— Así que reencarnar tarda seis meses —murmuró Rebeca.

Abrazó a la gatita y ya no la soltó.

lunes, 17 de junio de 2013

El dolor de la decepción

Lo que no sabía era que así se sentía el dolor de la decepción, un retortijón en el estómago, una bala de cañón atada a los pies y un golpe contra un árbol en la frente. Tampoco se dio mucho tiempo para pensarlo, Melisa salió corriendo sin oír más explicaciones que sus lágrimas ni más impulso que su maltrecho pundonor. Se golpeó contra un poste en el brazo, se cayó y se raspó las manos, se rasgó la cara con una rama...

No llevaba abiertos los ojos porque el dolor de ver a la mujer que amaba besándose con un hombre que alguna vez fue su amigo había destrozado hasta su visión. Corría o caminaba o las dos cosas a la vez sin saber a dónde iba. No oía, no hablaba, casi no respiraba, sólo pensaba que si en ese momento un carro la mataba, todo sería mejor y más fácil, más llevadero por lo menos o más olvidable.

Contrario a todo, sólo cayó aturdida por el certero golpe de otro cuerpo como el suyo, sólo que más grande. Vio que por un instante todo se volvía negro y al siguiente sintió que unos brazos la rodeaban mientras la dueña de ellos decía casi llorando que la perdonara por no fijarse. Melisa casi vio estrellas, azules, amarillas y verdes, y de colores que no conocía. Quiso haber perdido la memoria pero el recuerdo del amor de su vida volvió sin cesar.

— Está bien —logró decir abrumada por un dolor más grande que el del golpe en la cabeza. Se levantó y, sin querer, se llevó las manos al estómago y se dobló en dos.

— Es la decepción —dijo la otra—. Créeme, sé lo que se siente.

Melisa casi pudo sonreír y a partir de ese instante la existencia fue un poco más llevadera.

sábado, 15 de junio de 2013

El año siguiente

Era frustrante estar con ella a solas, tratar de encontrar algo que decir o algo que le pareciera para hacer. Causaba enfado y desesperación, pero Carolina concluyó que todo se debía a un comportamiento masoquista clínicamente diagnosticado de ambas partes que las unía sin cesar. Después de todo, siempre había sido así, desde que tenían 19 años. Se dejaban de ver por un año, dos como máximo y luego volvían a contrarse, salían un par de veces y se alejaban nuevamente.

Era el ciclo de sus vidas. Pero Carolina ya se había aburrido y estaba casi a punto de echar todo a perder, de deshacer la continuidad eterna. Liliana le había llamado ese mismo día para invitarla al cine y como Carolina ya se sabía de memoria la hazaña, aceptó. No podía negar que no se hubiera divertido, que no hubiese sido un buen rato, mas un comentario de Liliana la hizo entrar en razón y preguntarse si en realidad necesitaba la amistad de esa mujer.

Se cubrió el rostro con el velo que solía llevar cada vez que salía, se volteó hacia la ventana del autobús y decidió conciliar el sueño. Después empezó a sentir culpa, que era ella la amargada, que Liliana era de cierta forma y no estaba interesada en ella, que buscaba en vano coquetear con la apatía en persona. Sin pensarlo demasiado, le hizo una seña a Liliana para que se bajara del autobús, la guió a otro y volvieron a sentar en silencio.

¿Por qué tenía que importarle? No era su novia, ni su amante, ni siquiera su amiga. La única vez que intentaron tener sexo, a pesar de haber estado borrachas, desistieron. Se veían de vez en cuando y no podían pasar de la tercera cita. Liliana no estaba interesada en ella... Vio el lugar donde debía bajarse. ¿Debía disculparse? Increíblemente, sentía el irresistible deseo de que su acompañante la jalara del brazo cuando se fuera a bajar y la besara como aquella noche en el hotel.

Movió la cabeza para negar todo. No había marcha atrás. Tal vez ésa sí sería la última vez y ya no habría año siguiente. Se levantó.

— Este autobús te llevará al metro —vaciló—. Y lo siento, es que la vida me ha hecho amargada.

— No hay problema —respondió Liliana de esa forma indiferente que tanto la hacía enojar.

Se dirigió a la puerta sin agregar ni quitar, con el "nos vemos" en la punta de la lengua. Tocó el timbre y bajó mucho antes de que el autobús se detuviera por completo. Sin querer mirar el camino que la otra había emprendido sin, seguramente, voltear hacia atrás, cruzó la calle corriendo.

jueves, 13 de junio de 2013

Señorita Raratemiku

Señorita Raratemiku, de negros cabellos enredados, talle distinto al de la modelo más elegante, sonrisa siempre inconforme y poco amigable. Señorita de los designios, que con el poder de su mano blanca sacude a la más terrible montaña, que ha podido traspasar mi coraza, que ha derrumbado mi pared. Señorita soberbia pero serena, irascible pero tranquila, amable pero mordaz, así la conocí y espero no volver a toparme con usted, ni hoy ni mañana ni nunca, ni en esta ni en mil vidas más, ni siendo una chinche, porque usted me aplastaría, ni siendo un hombre, porque me rompería el corazón.

Señorita Raratemiku, de vestidos siempre elegantes, me declaro su humilde servidora, porque mi instinto masoquista me obliga a ello, porque si he de sufrir prefiero que sea con usted, pero que sea un dolor lento, profundo, que no se prolongue demasiado, que no me lleve a la agonía y, como ya le dije, que no me haga volver a encontrarla. Soy su servidora por los dos segundos que el enorme espacio nos regale o, más, bien, con los cuales me martirice. Y me pongo a su entera disposición para recogerla en su mansión, para llevarla de paseo por los Campos Elíseos y para observarla mientras se hace la toilette.

Señorita Raratemiku, la amo profundamente, con sinceridad. Sé que usted nunca podrá corresponder al amor que esta dama de sociedad le otorga, pero permítame estar a su lado, ya no como su más querida amiga, sino como su sirvienta si así le parece lo mejor, o como la simple Condesa que soy, cumpliendo las exigencias de nuestra sociedad. La amo tanto que me dejaría matar si no tuviese un honor que proteger, una hija por la cual velar y el apellido de mi difunto esposo para honrar.

Señorita Raratemiku, déjeme envolverme en el suave aroma de su perfume matinal y permítame besar su mano al saludarla cuando nadie nos voltee a ver. Sólo le pido que me conceda la libertad de tener en el corazón este amor tan grande. Eso es todo.

martes, 11 de junio de 2013

Papel

"...No, no nos encontramos, yo te busqué. Y ten la conciencia limpia porque tampoco nos enamoramos, yo te embrujé. Me empeñé tanto que tuviste que ceder, y fue tan grande mi obsesión que no tuviste la oportunidad de elegir, fue más bien una obligación. No te preocupes ya por nada, ni por mí, ni por mi poca cordura, ni por los intentos vanos que hago para tratar de no volver a ganar este amor, ni siquiera por las veces que he intentado arrebatarme algo que no me pertenece.

Te lo digo de verdad, no guardes rencores ni amores, ni cariños superficiales, ni ilusiones efímeras. No pienses en relacionar nunca más tu vida con la mía porque ni tengo ganas ni disposición. Tranquilízate si leer el último vestigio de respeto que me queda mueve tu dolor, no lo dejes salir, hazlo prisionero. ¿Recuerdas cuando te dije que quería ser como tú? ¿Recuerdas que me gustaba tu poca expresión? Por eso confío en ti, en que nadie se enterará y en que podré irme a algún lugar lejano sin llorar.

Olvídate de mí, yo ya te he olvidado..."

Ana arrugó el papel, comprimiéndolo en una esfera, arrugándolo, y luego lo tiró al piso. Acto seguido, se encerró a llorar.

domingo, 9 de junio de 2013

Muerte repentina

La amaba con esa fuerza soberana y regia con la que sólo una mujer puede amar a otra. La amaba y la seguía amando a través de las cortinas de seda y las telas ámbar de tul. Incluso la siguió amando cuando ella se fue por ocho años y regresó convertida en princesa del reino de Axbar. En las raras ocasiones en las que tenía el honor de verla, su velo transparente no le dejaba contemplar los labios perfectos que en otro tiempo quiso besar y que en sus más atrevidas fantasias rozó con pasión.

La actual princesa se había casado con un príncipe moreno y maculino que era la mejor propuesta para una mujer tan magnífica. A Ashina no le complacía en demasía pero estaba consciente de que era la voluntad de Allah, del destino o de algún poder misterioso que se negaba a hacer acto de presencia. Por eso lloraba de vez en cuando con moderación, culpando a todo el mundo conocido y por conocer por arrebatarle a la princesa. Sus lágrimas se vertían en un cántaro de metal que luego vaciaba en las orillas del mar.

Así la siguió amando, hasta que la princesa volvió a irse al lejano reino en el cual gobernaría con su cetro de oro y sus aretes de diamantes finos. Ashina no quiso casarse, así que se dedicó a hacer vestidos en los que proyectaba sus fantasías. Por ejemplo, si llegaba una señorita próxima a casarse, Ashina imaginaba que ella se casaría con la princesa y ponía todo su empeño en hacer un vestido hermoso y deslumbrante. La costurera tuvo pretendientes pero a todos rechazó sin la menor compasión.

Y como el tiempo pasa aunque uno desee lo contrario, los meses se volvieron años y los años eternidades. Tres eternidades después, Ashina ya no era la mujer joven de piel oscura, ojos verdes, cabellos largos y castaños y sonrisa perfecta. Si bien su belleza de antaño seguía presente, algo en su fisonomía había dejado de aparecer cada vez que hablaba, caminaba o reía. Le faltaba un algo o tal vez estaba escondido debajo de su piel quemada por los destellos del sol.

El secreto estaba en que Ashina seguía amando a su princesa. Había oído que pronto, tal vez en una eternidad más, se acercaría de nuevo a la aldea. Ella era ya reina de Axbar y futura regidora del universo de Nim. Es decir, estaba lejos del alcance de la pobre Ashina, quien seguía haciendo vestidos y paseando bajo el sol quemante del medio día. Ningún hombre se le acercaba ya puesto que en su mirada existía cierto desdén moratorio que desanimaba al mundo.

De esa forma pasó otra eternidad y la princesa se volvió regidora del universo de Nim. Por fin, hizo la visita a la aldea. Desde muy temprano, Ashina se fue a formar a la plaza principal ya que se decía que la regidora escucharía a algunas personas y les ayudaría a solucionar sus problemas, proporcionándoles presupuesto, consejo o cariño, según fuese el caso. Ashina se había puesto un vestido de novia que guardaba desde hacía dos eternidades y era la décima persona en la fila.

La princesa apareció vistiendo un magnífico atuendo de telas transparentes. Esa vez, no llevaba velo que le cubriera el rostro pero sí uno para sus largos cabellos, mismos que sobresalían sin dificultad. La regidora seguía siendo hermosa y en realidad parecía escuchar, con serena preocupación, los problemas del pueblo. Después de tres horas, que en comparación con todas las eternidades que había esperado no eran nada, el turno de Ashina llegó.

Sin poder evitarlo, sus ojos se llenaron de lágrimas y tuvo tiempo de sacar el cántaro.

— Ashina, no llores —susurró la princesa. La aludida ya casi no recordaba esa voz, por más que se esforzaba en hacerlo cada noche, privándose a veces del sueño.

— Te sigo amando —respondió controlando el llanto—. Hace ya cinco eternidades que nos conocemos, con sus respectivos días, horas y segundos, y en ningún momento he podido dejar de amarte.

La princesa se levantó del trono improvisado, se acercó a Ashina y la abrazó.

— Vengo a que cumplas tu promesa —declaró la joven aferrándose a la princesa, tratándole de mostrar sin palabras y sin gestos el vestido del cual hacía gala.

— De acuerdo —fue la contestación.

La princesa regidora se arrodilló, tomó la mano de Ashina y pronunció unas sílabas en un idioma desconocido.

— Sí —fue la respuesta de Ashina.

Se tomaron de la mano, se besaron en los labios, lenta y levemente, y se desvanecieron en medio de una nube de estrellas. Ashina la siguió amando a través de todo el brillo y la voluptuosidad de la muerte repentina y, esa vez, su amor fue correspondido.

viernes, 7 de junio de 2013

Te tocó

Te tocó con sus manos suaves y humectadas, libres de imperfecciones. Lentamente recorrió tus piernas estrechas, despertando en ti sensaciones olvidadas. Se hizo cargo de acariciar tu cuello, sentir tus mejillas y besar tus labios con una yerma pasión sin límites. Sus dedos bajaron hacia tus pechos, sintiendo tus pezones erectos, concentrándose en ellos, tratando de controlarse para no desnudarte de una vez y para siempre.

Su paciencia se hizo cargo de tu ansiedad. Tú sabías que todo iba más allá de lo físico, víctima de un amor sin límites, extinto y sin razón pero intenso. Y no te importaba el ruido de los transeúntes a las dos de la tarde, sus pies asomándose por el minúsculo ventanal del sótano que con poca convicción reemplazó al hotel. Tampoco te importó el vacío que ella sentía y tu sentimiento de ser sólo el reemplazo.

Sumergió sus labios sedosos en tus pechos amables y receptores. Lentamente, con la parsimonia que nunca antes habías tenido, te quitó la blusa y te desabrochó el sostén. Tu corazón se hinchó porque en ese momento sentiste todo el amor, todo el placer y toda la entrega de la cual eras capaz que antes se habían desperdiciado. No pudiste hablar porque quisiste llorar, pero no de tristeza sino de la felicidad más grande de tu existencia.

Tus manos se aferraron a sus cabellos largos, lacios y teñidos, hermosos en toda la extensión de la palabra y perfectos como cada membrana de su ser. La acariciaste, saboreando la fragancia infinita del amor no correspondido. Ella te quitó también el pantalón y se deshizo sin problemas de tu ropa interior. Gemiste, gemiste muchas veces, sin culpa, sin vergüenza, sin humillación, gemiste encontrando la verdadera esencia del placer físico.

Ella tocó tu vientre, lo olió y probó, deleitándose. Tus ojos se enredaron en sus expresiones y tu corazón se perdió en su verdad absoluta. Todo se quedó allí, congelándose en el momento en el cual su humanidad penetró en la tuya, abstrayéndose del cuerpo, elevándose, moviéndose, dejándose llevar. En medio de la confusión del momento, de lo indescriptible del placer, te dijiste que nunca la dejarías ir y que con nadie habías logrado tal conexión.

Hicieron el amor por mucho tiempo. Eso era hacer el amor, el verdadero. Tú antes sólo habías tenido sexo, experimentado un gusto casual. Esa vez, te quedarías para siempre plantada en los designios de tu ser superior.

miércoles, 5 de junio de 2013

Juntas para siempre

Te volví a ver y no sentí nada. No sentí el torrente de emociones que creí se apoderarían de mí con sólo presentir un encuentro. No, nada. Ni siquiera el rencor que por más de ocho años te guardé, ni dolor por tus mentiras pasadas que hasta hacía poco me afectaban, ni la ternura que me daba verte sonreír. Esto debe ser una señal, es como decir que ya lo he superado.


Pasé tanto tiempo amándote que no me amé. Fue tanto el tiempo que me preocupé por lo que sería de mí si te ibas de mi lado que no noté que, además de un par de accidentes estúpidos, nada ocurrió. Lo que tenía era miedo de manejar esa dependencia, de deshacerme de ella, porque nosotros nos aferramos a las personas, las incorporamos a nuestro ser como si fuesen objetos, sin dejarlas irse con una parte de nosotros.


Y es cierto, todos se llevan una parte nuestra, buena o mala, pero también nosotros tomamos algo de ellos. Ahora mismo veo esta foto y ya no recuerdo cómo era tu cuerpo en aquella época, ni cómo nos tratábamos, ni siquiera si de verdad fue amor eso que vivimos o sólo un recurso para sacudirnos de encima la soledad y el rechazo, para sanar el vacío que ambas traíamos en el corazón.


No puedo decir que me gustaría nunca haberte conocido porque sería mentir. Aún repaso los muchos momentos buenos que vivimos, pero las sensaciones se han ido. He aprendido a bloquear el dolor o el dolor se ha deshecho de mí, en cualquier caso ya no siento nada. No me da remordimiento el haberte dejado sola cuando me necesitabas ni me da culpa el no haber podido brindarte la atención suficiente.


Sólo soy feliz. Cuando me miro al espejo me gusta lo que veo. Y aunque no he estado con nadie, sé que no es necesario. A ti te quise mucho, te amé tanto, pero ya pude deshacerme de ese peso. Me costó más de esos ocho años que llevaba sin verte, tuve que pasar por periodos en los cuales no podía vivir sin añorarte, pero lo logré.


¿Y sabes qué es lo peor? Que lo extraño. Es algo lejano pero sé que era interesante sentir las cosas. Sé que llorar era justo, porque no se puede conocer la felicidad sin la tristeza, así que no me explico cómo he llegado hasta aquí. Tal vez en realidad esto no se llamar ser feliz, pero algo será, ¿no?


Ya es hora de que me marche. Llevo esta foto conmigo a todos lados para recordarme que te amé, que quisiera seguir amándote y que alguna vez, cuando dentro de otros ochos años nos volvamos a ver, querré llorar, abrazarte, besarte y preguntar: ¿Verdad que estaremos juntas para siempre?

lunes, 3 de junio de 2013

Cristal

Laura vio en Cristal a una mujer sensual, de curvas bien formadas, rostro sin maquillaje y ganas de entablar conversación. Contrario a todas las ideas que había acumulado a lo largo de más de treinta años de vida, le gustó. No era como si no le hubiese ocurrido antes, fue simplemente que en ella vio a la mujer capaz de borrarle del corazón la leyenda luminosa y grabada con letras gordas que su pareja anterior había dejado.

Desde que su relación pasada había fracasado, Laura esperó pacientemente cada día y cada noche, cuando no soñaba y cuando ya se había cansado de trabajar. Esperó tanto que le salieron callos en esa glándula que casi nadie conoce y cuya ubicación casi nadie sabe pero que está destinada a producir secreciones hormonales ideales para no ver pasar el tiempo aunque se estrelle contra el retrovisor.

Y llevaba exactamente ochocientos y dos días más tres horas en esa espera continua cuando vio a Cristal en esa cafetería a la que le había agarrado manía. Incluso le pareció una de esas increíbles casualidades de la vida que tienen lugar cuando algo debe pasar y los recursos ya se han acabado, porque Laura no tenía razón de estar allí precisamente ese día y Cristal estaba que se caía de borracha.

― Me gustas ―le dijo Cristal cuando se acercó a la misma mesa del fondo que siempre utilizaba Laura, con la mirada triste y las manos cruzadas.

Laura no respondió. Quiso ignorarla pero no pudo evitar notar lo bien que le venía ese contacto humano. La mujer presa del alcohol empezó a reír casi histéricamente, tanto que varios pares de lagrimones resbalaron por la comisura de sus ojos. Sin esperar siquiera una invitación, se sentó frente a Laura, en el lugar que siempre había estado vacío. Y habló, habló por horas, entreteniendo a la solitaria.

Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, se encontró no sólo disfrutando la compañía de la casi desconocida, sino también bailando en el centro de la cafetería al son de la música clásica. Sin realmente desearlo, rió. Olvidó todos los días que había esperado y la leyenda de las letras gordas pasó a ser un punto gordo. Se tocó el pecho y notó que aún dolía pero también que la sensación había disminuido.

Laura se acercó a Cristal para besarla pero antes de lograrlo ésta murmuró:

― En realidad no estoy borracha, sólo quería verte feliz.

Laura asintió, admitiendo que por primera vez en más de dos años, se le hacía justo estar acompañada.

sábado, 1 de junio de 2013

Esa bella mujer

Notó que la mirada sin realmente ver, la tocaba con sus manos sedosas sin realmente sentir y le hablaba con su aliento perfumado a menta sin realmente prestar atención. No le gustó. Era una mujer bella, sí, pero a ella le gustaba que le pusieran atención. Se tardó demasiado en procesar la información pues cuando se decidió a decirle que mejor se fuera, la mujer bella ya casi se había ido.

— Oye, espera, aunque sea desquita lo que me cobraste.

La mujer bella, cuyo nombre no le interesaba en lo más mínimo conocer, se volteó con una sonrisa burlona, la mejor sonrisa de ese tipo que había visto en sus 32 años de existencia. Sacó de su bolso pequeño un labial rojo brillante y se lo puso sobre los labios, retocando lo ya extinto por un conjunto de besos inoportunos. Luego lo guardó y volvió a mostrar esa sonrisa, ahora con más burla.

— Es tu culpa, te dije que yo sólo cogía con hombres.

Ella, aún en la cama, sin ropa y con el pudor olvidado en algún rincón de su casa de la Roma, cerró los ojos y asintió. Intentó recordar lo que había hecho con esa mujer pero nada llegó a su memoria. Cuando se había resignado, sintió que un lado de la cama vieja con sábanas de dudosa procedencia se sumía. Abrió los ojos sólo para descubrir que la mujer se estaba desvistiendo de nuevo.

— Está bien, pero sólo porque me caíste bien.

Esa vez sí pudo entregarse al amor.