Pero nadie le salvó la vida. Hizo acopio de las
fuerzas restantes en su exiguo cuerpo y mordió el pedazo de tela viejo que la
secuestradora le ofrecía. Apenas podía mantener la espalda erguida, incluso con
la pared como apoyo principal. El suelo, frío y sucio, parecía clavársele en el
lugar donde antes había tenido un trasero redondo y firme. Estaba segura de que
su posición era de lo más incorrecta, desgarbada y débil, pero la fiebre ya no
le daba descansos y tenía miedo de que hasta el aire le rozara la muñeca
infectada.
Apretó los ojos para intentar contener las lágrimas
pero de todas formas resbalaron por sus mejillas. Le dolía, le dolía lo
suficiente para que perdiera el conocimiento por minutos. Trató de identificar
de dónde provenía tanto dolor y sólo tuvo que oler un poco: podrido. Abrió un
ojo con dificultad y encontró frente a ella al hombre, al que parecía médico,
al que había acudido allí con la promesa de salvarle la vida. En ese preciso momento
terminaba de sacar sus instrumentos médicos y colocarlos en una bandeja limpia.
Entre sus cosas había un desinfectante y varios objetos punzocortantes.
Comenzó a temblar. El miedo se apoderó de su
mente, incapaz de hacer nada para controlarlo. La mujer que la había capturado
estaba sentada a su lado y le quitaba el cabello sucio y grasiento de la frente
cada vez que este caía. Ya sabía qué le pasaría, así como sabía que toda la
piedad de su amor impuesto se limitaba al pedazo de tela que tenía en la boca e
instrumentos limpios para no arriesgarse a otra infección. “Debe gustarle mucho
jugar conmigo”, reflexionó, con el suficiente sentido común para cerrar la
boca. Gimió cuando el hombre empezó a inspeccionar sus heridas. No pudo gritar,
de su boca sólo salieron gemidos ahogados, pero el corazón le latía tan deprisa
que parecía a punto de estallar y le costaba respirar.
El hombre empezó su trabajosa labor, no sin
antes ponerse unos guantes esterilizados. Había colocado un taburete para
apoyar la parte del brazo que pensaba masacrar. Tomó un bisturí e hizo varias
incisiones en la muñeca. Ella se horrorizó aún más al ver que la sangre salía
mezclada con pus, un pus amarillento, espeso y con un olor a rancio y a muerto
que pronto llenó todo el lugar. Percibió que la mujer sonreía, con morbo. Ella
lloró más, con más fuerza, rezando por asfixiarse y morir de dolor. El supuesto
médico anunció que no habría otra opción, la herida estaba demasiado
corrompida.
La joven secuestrada abrió los ojos y se debatió
como si aún tuviera fuerzas para ello, como si pudiera salvarse. El hombre tomó
otro objeto pero ella no lo vio, sólo sintió cómo le carcomía la piel muerta,
la carne muerta, la carne que aún estaba viva, el hueso… Ni siquiera pudo
desmayarse, contempló con claridad la escena de horror: una parte de su brazo,
que incluía toda la mano, se estaba desprendiendo de su cuerpo. Ocurrió con una
lentitud tortuosa, más angustiante por sí misma que por el hecho que tenía
lugar. Entonces se vio desde arriba, como si la mujer a la que le estaba pasando
esa atrocidad fuera otra persona.
Cuando volvió en sí, la luz estaba encendida y
ella se encontró acostada sobre una colchoneta fría. Una venda le cubría el
recién adquirido muñón del antebrazo derecho. Alzó la vista hacia la luz pero
no alcanzó a llegar a ella, la mujer que se había vuelto su novia estaba
sentada en la silla que le correspondía, con la mano amputada entre sus manos
sanas y grandes. La había limpiado y le había pintado las uñas de un rojo
deslavado. Con la luz, alcanzó a ver que los dedos aún no se echaban a perder…
Notó también otro detalle, la mujer tenía el torso desnudo y mostraba unos pechos
grandes de pezones rosas, erectos. Con la mano recién cortada recorría uno de
los pechos. Una sonrisa demasiado placentera se le dibujaba en el rostro.
Retuvo el grito de horror. “Esto no puede estar
pasando”, pensó desesperadamente. Pero sí estaba pasando, tal como lo veía. Se
sobresaltó al ver que empezaba a desabrocharse el pantalón y bajaba los dedos
muertos hasta el ombligo.
— Mejor ayúdame con la mano que aún tienes ahí —no
le pasó desapercibido el “aún”… y no tuvo otro remedio que someterse.