jueves, 24 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: V



Pero nadie le salvó la vida. Hizo acopio de las fuerzas restantes en su exiguo cuerpo y mordió el pedazo de tela viejo que la secuestradora le ofrecía. Apenas podía mantener la espalda erguida, incluso con la pared como apoyo principal. El suelo, frío y sucio, parecía clavársele en el lugar donde antes había tenido un trasero redondo y firme. Estaba segura de que su posición era de lo más incorrecta, desgarbada y débil, pero la fiebre ya no le daba descansos y tenía miedo de que hasta el aire le rozara la muñeca infectada.

Apretó los ojos para intentar contener las lágrimas pero de todas formas resbalaron por sus mejillas. Le dolía, le dolía lo suficiente para que perdiera el conocimiento por minutos. Trató de identificar de dónde provenía tanto dolor y sólo tuvo que oler un poco: podrido. Abrió un ojo con dificultad y encontró frente a ella al hombre, al que parecía médico, al que había acudido allí con la promesa de salvarle la vida. En ese preciso momento terminaba de sacar sus instrumentos médicos y colocarlos en una bandeja limpia. Entre sus cosas había un desinfectante y varios objetos punzocortantes.

Comenzó a temblar. El miedo se apoderó de su mente, incapaz de hacer nada para controlarlo. La mujer que la había capturado estaba sentada a su lado y le quitaba el cabello sucio y grasiento de la frente cada vez que este caía. Ya sabía qué le pasaría, así como sabía que toda la piedad de su amor impuesto se limitaba al pedazo de tela que tenía en la boca e instrumentos limpios para no arriesgarse a otra infección. “Debe gustarle mucho jugar conmigo”, reflexionó, con el suficiente sentido común para cerrar la boca. Gimió cuando el hombre empezó a inspeccionar sus heridas. No pudo gritar, de su boca sólo salieron gemidos ahogados, pero el corazón le latía tan deprisa que parecía a punto de estallar y le costaba respirar.

El hombre empezó su trabajosa labor, no sin antes ponerse unos guantes esterilizados. Había colocado un taburete para apoyar la parte del brazo que pensaba masacrar. Tomó un bisturí e hizo varias incisiones en la muñeca. Ella se horrorizó aún más al ver que la sangre salía mezclada con pus, un pus amarillento, espeso y con un olor a rancio y a muerto que pronto llenó todo el lugar. Percibió que la mujer sonreía, con morbo. Ella lloró más, con más fuerza, rezando por asfixiarse y morir de dolor. El supuesto médico anunció que no habría otra opción, la herida estaba demasiado corrompida.

La joven secuestrada abrió los ojos y se debatió como si aún tuviera fuerzas para ello, como si pudiera salvarse. El hombre tomó otro objeto pero ella no lo vio, sólo sintió cómo le carcomía la piel muerta, la carne muerta, la carne que aún estaba viva, el hueso… Ni siquiera pudo desmayarse, contempló con claridad la escena de horror: una parte de su brazo, que incluía toda la mano, se estaba desprendiendo de su cuerpo. Ocurrió con una lentitud tortuosa, más angustiante por sí misma que por el hecho que tenía lugar. Entonces se vio desde arriba, como si la mujer a la que le estaba pasando esa atrocidad fuera otra persona.

Cuando volvió en sí, la luz estaba encendida y ella se encontró acostada sobre una colchoneta fría. Una venda le cubría el recién adquirido muñón del antebrazo derecho. Alzó la vista hacia la luz pero no alcanzó a llegar a ella, la mujer que se había vuelto su novia estaba sentada en la silla que le correspondía, con la mano amputada entre sus manos sanas y grandes. La había limpiado y le había pintado las uñas de un rojo deslavado. Con la luz, alcanzó a ver que los dedos aún no se echaban a perder… Notó también otro detalle, la mujer tenía el torso desnudo y mostraba unos pechos grandes de pezones rosas, erectos. Con la mano recién cortada recorría uno de los pechos. Una sonrisa demasiado placentera se le dibujaba en el rostro.

Retuvo el grito de horror. “Esto no puede estar pasando”, pensó desesperadamente. Pero sí estaba pasando, tal como lo veía. Se sobresaltó al ver que empezaba a desabrocharse el pantalón y bajaba los dedos muertos hasta el ombligo.

— Mejor ayúdame con la mano que aún tienes ahí —no le pasó desapercibido el “aún”… y no tuvo otro remedio que someterse.


miércoles, 23 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: IV



Sintió un dolor agudo y profundo, demasiado intenso para si quiera intentar controlarlo. Era el dolor de lo podrido, de la inminente muerte. Se observó el brazo derecho para notar que en realidad estaba pasando: gran parte de la muñeca era ya oscura y las heridas rezumaban pus. Reprimió un grito de terror y lo reemplazó por uno de dolor. Habría dado lo que fuese por arrancarse la mano pero no tenía la voluntad suficiente para hacerlo con los dientes… aún no. Tampoco tenía nada que cortase y, aunque lo tuviera, le faltaban fuerzas. Su secuestradora se había ocupado de que le faltaran en todo momento, haciéndola sangrar y dándole de comer míseras raciones de pan y agua, lo necesario para no morir de hambre.



En esos momentos ya no estaba atada, ni siquiera ocupaba la silla en la que hacía eones la había amarrado una mujer de sonrisa casi agradable. Estaba quebrada, rota, sin capacidad alguna para resistirse a amar a la otra porque, al parecer, eso era lo que quería. Al principio sus besos eran fingidos, sus ofrecimientos falsos y sus palabras de amor imposibles de creer. Pero eso fue cuando aún no tenía hambre ni sed, eso había sido hacía… ¿cuántos días? No estaba segura. Allí, en ese lugar húmedo que olía a desechos humanos, el tiempo pasaba sin que se notara su presencia. Ignoraba si era de día o de noche y de todas formas daba igual porque siempre estaba oscuro.



Trató de incorporarse. Fue un esfuerzo doloroso, para nada gratificante, y no valió la pena porque a medio camino se estrelló contra el suelo, sin ganas de ponerse en una posición más cómoda. Sus ojos estaban acostumbrados a la oscuridad e incluso el único foco amarillo de la habitación irradiaba para ella algo parecido a la luz del sol. Dobló los dedos de los pies y recordó que ya no tenía tres. Los había perdido por no murmurar a tiempo un fingido "te quiero". Su captora, en un arranque de ira, había salido corriendo del lugar y regresado con unas pinzas quirúrgicas y un bisturí. Por ese entonces aún estaba amarrada, así que además de retorcerse y gritar incontrolablemente, no puso ninguna otra resistencia.



Aún podía sentir el dolor en la base de los dedos de cuando se los quitó limpiamente con el bisturí, uno por uno. Luego los había agarrado con las pinzas y se los había mostrado con tal regocijo que se puso a llorar. Las lágrimas también tuvieron su precio, porque no era posible sufrir tanto por algo tan mundano y terrenal como tres extremidades inútiles. Ese mismo día, el dolor de los dedos amputados se sumó al de una muela menos. La mujer realizó el procedimiento con instrumentos de dentista rudimentarios, lo suficientemente útiles para mantenerle la boca abierta y arrancarle la muela de raíz. Tuvo el sabor de la sangre en la boca durante mucho tiempo, a pesar de los lavados que había recibido.



Pensó en intentar levantarse de nuevo pero descartó la idea rápidamente al pensar en lo que podría ocurrir si la mujer la encontraba de pie. Tal vez sólo le diera una patada y la volviera a tirar o podría hacerle más cortadas pequeñas e incómodamente dolorosas en los pezones, haciéndola sangrar lo suficiente para provocar que se desmayara. En lugar de eso, juntó los restos de su magullada voluntad y se colocó de lado, con mucho cuidado de no tocar la carne a medio podrir de su muñeca derecha con nada. El movimiento hizo que tuviera náuseas, pero no tenía nada que vomitar y la sensación desapareció con rapidez.



Quiso llorar y no pudo. Parecía que las lágrimas aparecían sólo en los momentos más inoportunos. Tampoco gritó por las punzadas de dolor que seguían aumentando de intensidad en la carne ennegrecida. Tenía la garganta seca y el corazón hecho un amasijo de confusiones que había decidido amar a quien la había hecho prisionera, aunque no estuvo segura de cuándo la decisión había comenzado a ser tan real. Quería ver entrar a la mujer que amaba por la puerta, sentir sus labios, sus caricias… Sacudió la cabeza con debilidad. No era eso lo que en realidad quería, ¿o sí? ¿Tanto la había roto? Recordó una oración que había estado olvidada todo ese tiempo y rezó, rezó para que esa pesadilla acabara pronto, para morir y olvidarse de todo.



La puerta se abrió de golpe y vio entrar a su novia captora con un hombre que tenía facha de médico. Entonces comenzó a llorar y sus sollozos fueron tan fuertes que no le permitieron escuchar cómo ese hombre le salvaría la vida.

domingo, 20 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: III



Entró al sótano. Estaba oscuro a pesar de que afuera el sol de las dos de la tarde iluminaba terriblemente. Sintió el olor a orina y a materia fecal que llenaba la pequeña habitación, como si llevaran ahí semanas y no los doce días de su conquista amorosa. También percibió un olor dulzón que rápidamente identificó como una infección. “La voy a matar”, se dijo con pesar mientras se convencía de que no sería su culpa, sino del ambiente poco propicio para mantener cautiva a una persona.



Se detuvo unos segundos para permitir que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Encontró un interruptor de luz, el único del lugar, y lo activó. La bombilla dejó caer su enfermiza luz amarillenta sobre la mujer que tenía secuestrada. Se encontraba en la misma silla, en la misma posición y con los mismos amarres que le había colocado desde el primer día, y dormitaba, inquieta. El pantalón que llevaba estaba sucio, aunque ya no se distinguía si era de sangre, orina u ambas, y la blusa era un jirón de tela manchado de diversos fluidos corporales.



Contrario a sus costumbres, ese día no llevaba pinzas, cuchillas para bisturí ni tijeras para tejido adiposo. Sus únicos instrumentos eran sus manos, demasiado grandes para una mujer de su estatura, y su sonrisa, divertida y extravagante pero para nada cálida. Se acercó y percibió con más claridad el olor característico de las infecciones. La fiebre hacía que la frente de su cautiva estuviera llena de sudor y que temblara de vez en cuando.



En ese momento la mujer abrió los ojos y le sonrió. El corazón se le llenó de gozo y sintió que había valido la pena haberle quitado cuatro uñas de una mano, amputado dos dedos de la otra y tres dedos de un pie, sacado una muela y un colmillo, provocado cortadas profundas en las muñecas y heridas en los pezones y genitales. Incluso le pareció que estuvo bien haberle negado cualquier bebida durante dos días y alimentos durante tres.



Se aproximó más para examinarle las heridas. La mayoría de las que tenía en las muñecas parecían infectadas; la mano derecha ya mostraba un tono ligeramente morado que no le gustó nada. Suspiró con tristeza. Había tenido la intención de divertirse por más tiempo pero las infecciones iban ganándole el juego. Le pasó la mano por el rostro febril y sudoroso y le dio un beso pequeño en los labios, apenas un roce.



La mujer no reaccionó, tenía los ojos cerrados. Eso la hizo enojar, así que le dio una bofetada fuerte, lo suficiente para hacerla escupir sangre. Entonces sí que reaccionó, abrió los ojos, murmuró una plegaria rápida, le ofreció los labios y sonrió, mostrando las encías llenas de sangre. Se dispuso a salir y no fue hasta ese momento que comprendió que la plegaria no había sido más que un desesperado “te amo”.

sábado, 19 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: II



Esa noche tampoco murió. La mujer que la había secuestrado se limitó a sentarse en la silla de siempre y a mostrar esa sonrisa amplia a la que ya se había acostumbrado. Le dio miedo pero no trató de ocultarlo porque estuvo segura de que era lo que la mujer pretendía. La última vez que quiso hacerse la valiente había perdido dos uñas de la mano derecha y el meñique de la mano izquierda. Era algo bastante enfermizo, pero casi sintió que su secuestradora había tenido razón.

Una lágrima le bajó por la mejilla. Los dientes de la otra mujer se hicieron aún más visibles; estaban torcidos y uno de los incisivos mostraba una mancha de sarro que en otra ocasión le habría incomodado, pero de todas formas fue una sonrisa amable, amable y escalofriante. Sintió un cosquilleo en los dedos que no tenían uñas y bajó la vista lentamente para apreciar la curación, una gasa sencilla que debajo escondía una crema para evitar infecciones. En ese momento la crema le causó escozor y comezón, así que cerró los ojos e intentó desviar sus pensamientos.

Llegó a la noche en que la mujer sonriente la tomó como rehén. Iba saliendo de un bar, sola por primera vez en meses. Había ido después del trabajo a ver si encontraba alguna mujer con quien pasar la noche, pero sus intentos resultaron infructíferos. El destino la encontró ebria y le asestó un buen golpe en la cabeza, desde arriba, como si le hubiese caído un rayo. Lo último que vio fue una sonrisa flotando, vacía y oscura. Cuando despertó estaba aturdida, sangrante y con un dolor de cabeza del tamaño de Júpiter. No le resultó nada divertido haber encontrado una mujer.

Abrió los ojos. La mujer se había ido. Sabía que regresaría. Esa vez llevaría unas pinzas y le quitaría más uñas, o un dedo del pie, o un pezón. Estaba loca y no le cabía la menor duda de que si no la mataba de hambre, la mataría haciéndola sangrar.

jueves, 17 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: I



Se sentó el la silla sin respaldo para observar a la mujer que estaba frente a ella. Tenía los ojos cerrados, los labios ligeramente abiertos, las mejillas sonrojadas y un hilo de sangre brillante que bajaba desde la frente y le recorría una buena parte de la nariz y del mentón. No pudo evitar sonreír al visualizar lo que le pasaría a ese cuerpo, cómo le daría placer...

Se pasó la lengua por los labios. Ya no podía contenerse. Sentía unos deseos irrefrenables de poseerla, de hacerla suya, de golpearla, hacerla sangrar. La parte más fácil había sido dejarla inconsciente; sólo había necesitado un buen golpe con una varilla que había escogido con total premeditación. Llevarla hasta el sótano de su casa, en cambio, ya no fue tan sencillo. Tuvo que esconderse hasta de las sombras mismas.

Pero el pasado no importaba. Lo importante era que estaba allí, con las manos amarradas hacia atrás, con fuerza. Los pies también estaban amarrados y había perdido un zapato de camino a ese lugar. ¡Qué más daba! Cuando la noche llegara a su fin, perdería más que un miserable zapato. Volvió a sonreír. Le pareció que su sonrisa tenía un deje de maldad y se sintió complacida.

Entonces la otra abrió los ojos. El miedo se reflejaba claramente en ellos. Y gritó, gritó como si en ello se le fuera la vida sin saber que, pronto, de verdad se le iría.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Gran amor



Y le sonrío porque soy una hipócrita, porque al parecer cualquiera puede comprarme con un chocolate. Le digo que sí, que estoy dispuesta a verla a pesar del odio que aún siento hacia su persona. Luego cierro la puerta, entre risitas estúpidas, bromas melosas y cortesías forzadas. Pero, cuando me encuentro a solas de nuevo, grito en silencio, lloro porque no sé de qué otra manera expresar la ira que llevo dentro.

Sin embargo, sigo sin el valor de rechazarla. Después de todo, fue mi gran amor y creo que aún queda un poquito de sentimiento entre nosotras.

lunes, 14 de octubre de 2013

La novia estúpida



Le creyó hasta que su cuerpo aguantó, hasta que se apagó lentamente. Le creyó durante siete años que parecieron siglos y se volvieron milenios conforme su cuerpo se iba marchitando. Al principio sólo fue dolor y asco, después dolor, resignación, hastío y denigración, y finalmente las enfermedades la consumieron, así que lo demás pasó a segundo plano.

Entonces dejó de creer en sus promesas y se negó a volver a abrir las piernas para cualquier hombre lo suficientemente estúpido o pobre como para pagar por estar con una mujer llena de enfermedades de transmisión sexual. Trató de huir de la mujer que le juró que la amaría a cambio de venderse, a cambio del sucio dinero que resultaba de ese “trabajo”. Y no pudo.

Se encontró cayendo en un precipicio cada vez más negro, incapaz de ver nada más que oscuridad. Después, mucho tiempo después, se dio cuenta de que le había sacado los ojos, cortado la lengua y amarrado. La seguía vendiendo. La inyectaba cada determinado tiempo para que fuese una masa de carne con un hoyo entre las piernas, llena de llagas y protuberancias pero siempre lista para dejarse penetrar.

Se sintió asqueada, peor que esos siete años en los que creyó que Amaranta podría corresponder su amor, que no se estaba aprovechando de ella de ninguna forma porque era incapaz. No reconoció el momento exacto en que murió. Lo que sí reconoció fue el rostro de la mujer que había amado sobre el suyo y las palabras que harían eco en su interior el resto de su muerte:

— Eres la novia más estúpida que he tenido.

Sonrió. Claro, tenía que haberse dado cuenta antes.

jueves, 10 de octubre de 2013

Beso en juego



No pensaba volver a hacerlo pero las ganas pudieron más que ella. La traicionó, por segunda o tercera vez en el último mes. Pensándolo objetivamente, no era tanto, especialmente si consideraba que esas dos o tres veces eran las únicas que lo había hecho. Al parecer, la otra no pensaba lo mismo, pues le estampó una bofetada que hizo demasiado ruido.

— Te dije que no estaba lista, que no lo volvieras a hacer —le echó en cara con un leve deje de culpa en la voz, como si el golpe hubiese sido un reflejo y nada más.

No tuvo el valor de responder. Ella, que se creía una mujer de palabra, había prácticamente prometido que no volvería a pasar, no a menos que la otra quisiera. Pero creía que un beso no podía hacer mucho daño. Un beso era casi nada. Además, era un beso sin lengua, sin abrir la boca porque la otra no le correspondía, un simple roce de labios.

Bajó la mirada y siguió caminando a su lado. En ese sentido, la otra siempre era más fuerte, le resultaba todo más fácil. Sabía que sólo había aceptado ser su "novia" para no romperle el corazón, porque no había resistido el tono de dolor en la confesión de amor. Sin embargo, no lo deseaba. Ella no le parecía atractiva, no le gustaba más que como compañera de aventuras.

El tiempo lo haría más difícil, tenía la certeza. No obstante, ese día no le importaba. Si podía sostener su mano aunque fuese durantre un segundo antes de cruzar una calle… lo demás era lo de menos. Tal vez algún día la otra le diera un beso, un beso en juego, debido a un estado de ebriedad, pero uno más real que sus tres intentos fallidos. Sintió las lágrimas en las mejillas pero las limpió con rapidez. Y forzó una sonrisa.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Rechazo



Entonces sintió esa punzada de sentimiento casi desconocido que no le llegaba desde… desde que la vio con su último novio, y eso ya tenía por lo menos diez años. No tuvo más remedio que sonreír, asentir y guardarse las lágrimas para un momento más propicio, uno en el que pudiera maldecir en paz los malos ratos de la mujer que le gustaba. El tipo tuvo el descaro de hacerle la plática, contarle cómo había conocido a Anastasia y reír con esa facilidad que sólo le salía a una persona feliz.

Ella se excusó lo más pronto que pudo, encontró a Anastasia y se despidió con un sonoro beso en la mejilla. Luego salió huyendo hacia la oscuridad de la calle, donde empezó a llorar. El tipo era feo y de estatura baja pero la amiga que sentía casi perdida lo prefería. ¿Por qué? Lloró amargamente hasta que ya no supo en qué lugar se encontraba. Casi tuvo miedo. Se subió al primer transporté que encontró, se sentó y se quedó dormida.

Cuando despertó, tuvo la certeza de que Anastasia ya no estaba. Parpadeó, perpleja, muy desconcertada. Al parecer, no había dormido mucho. Se bajó del transporte público, corrió a una tienda, entró y marcó el número de su amiga. Contestó el tipo feo y su voz le hizo recordar todo el dolor que aún llevaba guardado. Pero Anastasia ya no estaba. Se había marchado para no volver jamás porque de los caminos de la muerte nadie regresa, ni siquiera la mujer más bella del mundo.

Apretó los dientes y se mordió un labio hasta que sintió el sabor de la sangre en la boca. Lo único que pudo pensar en ese instante fue que Anastasia, su amor durante la mayor parte de su vida, se lo merecía. Nadie debería tener el poder de rechazarla.

martes, 8 de octubre de 2013

El dolor del amor



Le besó las mejillas, lenta y abundantemente. Los besos se resbalaron como lágrimas de una cascada, inundando su cuello y bajando entre los senos para terminar en algún rincón cálido cercano a la entrepierna. La besó más, sin intención de detenerse, sin elevar el precio de los besos a cifras exorbitantes más allá de la capacidad de la otra. Más, cada vez más deprisa, más. Se fue abriendo paso con las manos, a grandes abrazos cariñosos, rebosantes de inocencia.

Repitió que la amaba, que nunca podría dejar de hacerlo porque así había sido siempre y así le gustaba que se quedara. Le acarició los senos sin dejar rastro, ni marcas, ni siquiera una huella en el consciente de su pareja. Los besos eran más marcados, menos certeros, dolorosos para quien los recibía pero dulces para quien los daba. Empezó a gritar, pero no supo distinguir si era su propia boca la que lo hacía a la par que besaba o la boca de la otra a la par que sollozaba.

Entonces todo acabó. Sacó el cuchillo de una bolsa y lo introdujo en el estómago de la otra. Los besos se volvieron aún más agresivos mientras la vida se apagaba de los ojos que alguna vez amó pero que ya no le hacían falta. Sonrió al sentirla muerta, al verla con la ropa desarreglada. Sonrió porque por fin, por una vez en muchos años, había dejado de sentir el dolor del amor.

jueves, 3 de octubre de 2013

Violencia



Cuando la luz del sol entró por la ventana, Mirella notó que los ojos le ardían prácticamente demasiado. Se cubrió el rostro con el grueso cobertor de lana que utilizaba para dormir pero no fue capaz de volver a conciliar el sueño. Suspiró. La pelea de la noche anterior había sido todo un éxito, por lo menos si el éxito se trataba de muchas horas de llantos, gritos y maldiciones. Y, tras todo eso, el hecho saltaba a la vista: ya no se querían.

Se levantó tan rápido como le fue posible. Después de tanto llanto, le dolía la cabeza como si una batalla con bombas atómicas hubiera tenido lugar allí dentro. Corrió hacia el baño, con la urgencia de tomarse una pastilla y esperar a que el dolor se desvaneciera en una nube incongruente de alivio. Cuando regresó a la habitación envuelta en una toalla, después de haberse bañado con agua fría, le pareció que el mundo ya no daba tantas vueltas y que casi, casi, podría sonreír y encarar la vida.

Pero no pudo. De frente se encontró a Mercedes, su orgullosa novia, la de la pelea, la del dolor de cabeza. No dijo nada, pero su mirada impregnaba la atmósfera de una horrible sensación, como de vacío, o de sentirse encerrada, o de ambas. Rogó por que hablara, aunque fuesen palabras hirientes llenas de premeditación. De pronto se encontró llorando, como la noche anterior, pero no para que se quedara.

— Vete —dijo, congestionada, dolida, harta—. Vete y no regreses.

Mercedes pareció ofendida. No le dolía el corazón, no le dolía como a ella. Le dolía el orgullo porque era lo único que tenía en ese cuerpo detestable. Ya no la soportaba mas no había tenido el valor de manifestarlo para que, por fin, saliera de su vida. Mercedes, con la cara roja de vergüenza y los ojos llenos de lágrimas de rabia, se le acercó, la miró de arriba a abajo y de regreso, y le asestó una bofetada que le rompió el labio.

Mirella sintió la sangre cálida y salada en la lengua cuando la acercó a la herida en la parte interior del labio roto. Sollozó. La mujer a la que había creído amar seguía junto a ella. Le dio otra bofetada y otra y otra… y muchas más, tantas que perdió la cuenta. Cuando recuperó la conciencia, se dio cuenta de que en las relaciones entre mujeres también había violencia, golpes, dolor. Debió haberlo notado antes.