martes, 30 de junio de 2015

Añoranza

Decidieron olvidar. Fingir que no era cierto y que ni siquiera había pasado. Seguir tomándose de las manos pero con poca convicción, con menos fuerza, con demasiado nerviosismo. Secar las lágrimas de la otra cada vez con menos frecuencia. Dejar de contarse secretos por las noches, cuando alguna de las dos se quedaba a dormir en casa de la otra y pretendían estar lo suficientemente borrachas como para hablar de más.

Decidieron no llamarse más con apodos cariñosos. No enviar el acostumbrado mensaje de buenos días ni ayudarse con las tareas. Dejar de salir los fines de semana alegando que habían hecho un compromiso con meses de anticipación aunque ambas supieran que se quedarían en casa aplastadas en el sofá viendo el televisor. Ignorar las llamadas de la otra cada vez más a menudo.

Decidieron callar. Evitar siquiera pensar en las palabras pronunciadas con tan pasmosa deliberación. En el roce casual de los labios. En la suavidad de las manos ajenas. En el sonrojo de las mejillas y la mirada nublada. En esa tarde de viernes a solas en la que quisieron apagar la luz y comprobar que los asuntos de amor no se podían tratar entre amigas. Y olvidar que fallaron terriblemente.

Decidieron vivir con la añoranza. Fingir, pretender, hacer una vida completamente separada de la otra. Desterrar los recuerdos de los años que pasaron juntas y romper esa fotografía en la que las dos llevaban traje de baño y cola de caballo y una enorme sonrisa en la cara.

Simplemente decidieron olvidar.

martes, 23 de junio de 2015

Amor eterno

Me juró amor eterno una tarde de diciembre en la que el frío parecía haberse tomado unas breves vacaciones. Como todos los días de aquella época, caminábamos por un parque solitario cuando salíamos de trabajar. Teníamos una preferencia muy marcada por los días lluviosos porque así la gente corría en lugar de caminar y nosotras teníamos tiempo de darnos besos fugaces y culposos debajo de algún árbol.

Desafortunadamente, ese día no llovía. Si hubiera llovido, tal vez mi cerebro habría relacionado el recuerdo con algo más triste, digno de consternación. En su lugar, sólo puedo recordar una tarde amarilla y cegadora, como si caminara en medio de un charco de luz difuso. Incluso me cuesta enfocar sus ojos oscuros, su nariz recta, sus labios pequeños a los que les habría favorecido más un tono de rosa en lugar del rojo oscuro que siempre se empeñaba en usar...

Lo que sí recuerdo claramente, sin distorsión alguna por los efectos de la memoria, es su sonrisa amplia y franca cuando me tomó de las manos justo un segundo antes de sentarnos en una banca y me pidió, como quien pide una taza de té en un restaurante, que jamás la dejara. También me gusta creer que recuerdo mi consternación y los mil parpadeos que me vi obligada a dar para evitar que las lágrimas que de repente me llenaban los ojos se derramaran.

Tal vez este sea un buen momento para decir que la amaba y que me partía el corazón que me pidiera algo así. No sé cuántas veces le repetí lo mucho que la amaba y que no la dejaría. Y fue entonces cuando lo hizo: me juró amor eterno. Fue un acto sencillo, acompañado de un beso y de las maravillosas palabras “te amaré por siempre”.

Para mi mala suerte, la eternidad llega a su fin en momentos diferentes para cada uno de nosotros. Hice ese descubrimiento un año después, cuando la costumbre de ir al parque se había visto reemplazada por la de ir a mi departamento a tener sexo. A veces incluso dormíamos juntas y caminábamos al trabajo a la mañana siguiente. Los fines de semana solíamos ir al cine o pasar un rato en su casa comiendo golosinas frente al televisor.

Y un día ella simplemente no fue a trabajar. Le llamé en cada ocasión disponible que tuve y por la tarde pasé a su casa, pero ni respondió ni parecía haber nadie en su hogar. Sin saber qué hacer, me quedé sentada frente a su puerta, esperando que algo ocurriera. Ocurrió. Se apareció por la esquina de la calle agarrando a otra mujer de la mano. Le hablaba con alegría, le sonreía con ternura y lo único que pude pensar fue que eso me pertenecía a mí. Pensé que esa otra mujer, con menos grasa abdominal que yo y ojos muchísimo mejor maquillados, me estaba robando a mi novia y que yo sólo podía quedarme ahí sentada, hecha un ovillo, como idiota.

La besó antes de llegar frente a su casa y fue como si me hubieran golpeado. Era un beso diferente a los que me daba a mí, lleno de algo que en ese momento llamé “amor”. A mí me besaba con prisa, con un poco de fastidio, como si fuera una obligación y no algo que deseara hacer. Lloré porque eso es lo que la gente con el corazón roto hace en situaciones adversas y decidí no moverme de ahí.

Entonces me miró, me vio y me observó. Y yo miré a su amante tratando de encontrarle hasta el más mínimo defecto. ¡Y claro que los había! La nariz un poco demasiado grande para su cara, los senos muy pequeños y el rubor muy brillante. Pude apreciar en cámara lenta cómo mi novia le soltaba la mano y corría hacia mí con una expresión que denotaba vergüenza, culpa y una pizca de arrepentimiento.

Me pidió perdón mientras la otra mujer se negaba a moverse del lugar donde mi novia la había dejado. Me empeñé en seguir llorando, en escucharla pero rechazarla, en levantarme con pesadez y lentitud. Noté que mi hasta entonces novia seguía hablando, pero dejé de entender lo que me decía y, en realidad, también dejó de importarme. Me encaminé hacia donde estaba la otra mujer y la pasé de largo. Nadie intentó seguirme ni hacerme entrar en razón. Simplemente se había acabado.

Y es curioso, pero para mí la eternidad dejó de existir en ese momento.

martes, 16 de junio de 2015

Desnudez

El día que por fin la vio desnuda marcó su vida de una manera que aún le resultaba difícil de comprender. Tal vez se debiera a que había esperado que ese momento ocurriera varios años antes, cuando tenían por costumbre tomarse de las manos y darse besos en la boca por mera diversión. O un par de años después, cuando se dieron cuenta de que ser más que amigas no era tan mala idea y salieron durante veintisiete fatídicos días.

Pero definitivamente jamás imaginó que se encontraría en esa situación llena de alcohol y después de no haberla visto durante cuatro años, cuando no le quedaba ni la confianza ni la habilidad motriz para emprender la difícil tarea de desabrochar un sostén ajeno ni de meterse entre las piernas de la amiga de toda la vida que en realidad jamás quiso darle más que promesas.

Por eso se detuvo en seco justo un segundo después de que su amiga le hubiera ayudado con el trabajo del sostén y, de paso, con las bragas. Se aseguró de mirar con atención todos los rincones de ese cuerpo que venía deseando durante la mitad de su vida y se armó de valor y determinación para apartar la vista y negarse a cooperar.

―¿Qué cambió? ―preguntó intentando pronunciar todas las letras para evitar que se escuchara cuán borracha estaba.

―¿Por qué tiene que haber cambiado algo? ―respondió la otra, sonriente, amable, mientras se le acercaba y le ofrecía los labios.

―Porque nuestra relación siempre ha tenido motivos ―dijo, sincera, dolida, rechazándola quizá por primera vez en su vida―. Y sé que no estabas muy interesada en esto la última vez que te vi.

―No lo creo así ―afirmó. Se acercó aún más, tomó su mano derecha y le lamió dos dedos.

―Oh… ―murmuró incapaz de pensar en algo más.

La duda quiso seguir estorbando pero su amiga, experta en temas de amor y en otros asuntos igual de importantes en la vida, le dio un beso con una pasión de la que jamás la había considerado capaz. Y ella, mujer con necesidades al fin y al cabo, sólo se dejó llevar...