Me juró amor eterno una tarde de diciembre en
la que el frío parecía haberse tomado unas breves vacaciones. Como todos los
días de aquella época, caminábamos por un parque solitario cuando salíamos de
trabajar. Teníamos una preferencia muy marcada por los días lluviosos porque
así la gente corría en lugar de caminar y nosotras teníamos tiempo de darnos
besos fugaces y culposos debajo de algún árbol.
Desafortunadamente, ese día no llovía. Si
hubiera llovido, tal vez mi cerebro habría relacionado el recuerdo con algo más
triste, digno de consternación. En su lugar, sólo puedo recordar una tarde
amarilla y cegadora, como si caminara en medio de un charco de luz difuso.
Incluso me cuesta enfocar sus ojos oscuros, su nariz recta, sus labios pequeños
a los que les habría favorecido más un tono de rosa en lugar del rojo oscuro
que siempre se empeñaba en usar...
Lo que sí recuerdo claramente, sin distorsión
alguna por los efectos de la memoria, es su sonrisa amplia y franca cuando me
tomó de las manos justo un segundo antes de sentarnos en una banca y me pidió,
como quien pide una taza de té en un restaurante, que jamás la dejara. También
me gusta creer que recuerdo mi consternación y los mil parpadeos que me vi
obligada a dar para evitar que las lágrimas que de repente me llenaban los ojos
se derramaran.
Tal vez este sea un buen momento para decir
que la amaba y que me partía el corazón que me pidiera algo así. No sé cuántas
veces le repetí lo mucho que la amaba y que no la dejaría. Y fue entonces
cuando lo hizo: me juró amor eterno. Fue un acto sencillo, acompañado de un
beso y de las maravillosas palabras “te amaré por siempre”.
Para mi mala suerte, la eternidad llega a su
fin en momentos diferentes para cada uno de nosotros. Hice ese descubrimiento
un año después, cuando la costumbre de ir al parque se había visto reemplazada
por la de ir a mi departamento a tener sexo. A veces incluso dormíamos juntas y
caminábamos al trabajo a la mañana siguiente. Los fines de semana solíamos ir
al cine o pasar un rato en su casa comiendo golosinas frente al televisor.
Y un día ella simplemente no fue a trabajar.
Le llamé en cada ocasión disponible que tuve y por la tarde pasé a su casa,
pero ni respondió ni parecía haber nadie en su hogar. Sin saber qué hacer, me
quedé sentada frente a su puerta, esperando que algo ocurriera. Ocurrió. Se
apareció por la esquina de la calle agarrando a otra mujer de la mano. Le
hablaba con alegría, le sonreía con ternura y lo único que pude pensar fue que
eso me pertenecía a mí. Pensé que esa otra mujer, con menos grasa abdominal que
yo y ojos muchísimo mejor maquillados, me estaba robando a mi novia y que yo
sólo podía quedarme ahí sentada, hecha un ovillo, como idiota.
La besó antes de llegar frente a su casa y fue
como si me hubieran golpeado. Era un beso diferente a los que me daba a mí,
lleno de algo que en ese momento llamé “amor”. A mí me besaba con prisa, con un
poco de fastidio, como si fuera una obligación y no algo que deseara hacer.
Lloré porque eso es lo que la gente con el corazón roto hace en situaciones
adversas y decidí no moverme de ahí.
Entonces me miró, me vio y me observó. Y yo
miré a su amante tratando de encontrarle hasta el más mínimo defecto. ¡Y claro
que los había! La nariz un poco demasiado grande para su cara, los senos muy
pequeños y el rubor muy brillante. Pude apreciar en cámara lenta cómo mi novia
le soltaba la mano y corría hacia mí con una expresión que denotaba vergüenza,
culpa y una pizca de arrepentimiento.
Me pidió perdón mientras la otra mujer se negaba
a moverse del lugar donde mi novia la había dejado. Me empeñé en seguir
llorando, en escucharla pero rechazarla, en levantarme con pesadez y lentitud.
Noté que mi hasta entonces novia seguía hablando, pero dejé de entender lo que
me decía y, en realidad, también dejó de importarme. Me encaminé hacia donde
estaba la otra mujer y la pasé de largo. Nadie intentó seguirme ni hacerme
entrar en razón. Simplemente se había acabado.
Y es curioso, pero
para mí la eternidad dejó de existir en ese momento.