Entró al sótano. Estaba oscuro a pesar de que
afuera el sol de las dos de la tarde iluminaba terriblemente. Sintió el olor a orina
y a materia fecal que llenaba la pequeña habitación, como si llevaran ahí
semanas y no los doce días de su conquista amorosa. También percibió un olor
dulzón que rápidamente identificó como una infección. “La voy a matar”, se dijo
con pesar mientras se convencía de que no sería su culpa, sino del ambiente
poco propicio para mantener cautiva a una persona.
Se detuvo unos segundos para permitir que sus
ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Encontró un interruptor de luz, el único
del lugar, y lo activó. La bombilla dejó caer su enfermiza luz amarillenta
sobre la mujer que tenía secuestrada. Se encontraba en la misma silla, en la
misma posición y con los mismos amarres que le había colocado desde el primer día,
y dormitaba, inquieta. El pantalón que llevaba estaba sucio, aunque ya no se distinguía si era de sangre, orina u ambas, y la blusa era un jirón de tela manchado de diversos fluidos corporales.
Contrario a sus costumbres, ese día no llevaba pinzas,
cuchillas para bisturí ni tijeras para tejido adiposo. Sus únicos instrumentos
eran sus manos, demasiado grandes para una mujer de su estatura, y su sonrisa,
divertida y extravagante pero para nada cálida. Se acercó y percibió con más
claridad el olor característico de las infecciones. La fiebre hacía que la
frente de su cautiva estuviera llena de sudor y que temblara de vez en cuando.
En ese momento la mujer abrió los ojos y le
sonrió. El corazón se le llenó de gozo y sintió que había valido la pena
haberle quitado cuatro uñas de una mano, amputado dos dedos de la otra y tres
dedos de un pie, sacado una muela y un colmillo, provocado cortadas profundas
en las muñecas y heridas en los pezones y genitales. Incluso le pareció que
estuvo bien haberle negado cualquier bebida durante dos días y alimentos
durante tres.
Se aproximó más para examinarle las heridas. La
mayoría de las que tenía en las muñecas parecían infectadas; la mano derecha ya
mostraba un tono ligeramente morado que no le gustó nada. Suspiró con tristeza.
Había tenido la intención de divertirse por más tiempo pero las infecciones
iban ganándole el juego. Le pasó la mano por el rostro febril y sudoroso y le
dio un beso pequeño en los labios, apenas un roce.
La mujer no reaccionó, tenía los ojos cerrados.
Eso la hizo enojar, así que le dio una bofetada fuerte, lo suficiente para
hacerla escupir sangre. Entonces sí que reaccionó, abrió los ojos, murmuró una
plegaria rápida, le ofreció los labios y sonrió, mostrando las encías llenas de
sangre. Se dispuso a salir y no fue hasta ese momento que comprendió que la plegaria no había
sido más que un desesperado “te amo”.
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