viernes, 31 de mayo de 2013

Oportunidad de amar

— Debí haber nacido musulmana —le dije víctima de una depresión repentina. Estaba a punto de reanudar mi plática, convirtiéndola en un discurso lleno de lamentaciones, cuando sentí que su cuerpo se agitaba ligeramente, como tratando de contener la risa—. ¿Qué fue? —murmuré observándola.

— Nada —respondió alargando la letra a y tiñéndola de e.

No pude apartar mi mirada de su persona. Me concentré en los detalles florales de su shayla, me pregunté si no le daría calor y rápidamente me dije que si eso usaba en Arabia Saudita, en mi país no le representaba ningún obstáculo. Así era Neelam, una de esas mujeres musulmanas que se niegan a abandonar las costumbres de su religión a pesar de su juventud o de su residencia en un país no musulmán.

Hice un gesto con la mano para que hablara pero ella sólo movió la cabeza de izquierda a derecha lentamente. Luego se incorporó ligeramente del sillón, lo suficiente para tomar una rebanada de jitomate del plato colocado sobre la mesa de centro.

— Es que eres muy dramática —musitó por fin, sosteniendo la rebanada con dos dedos—. No sé si me creerás pero no te gustaría ser musulmana —no le había preguntado cuánto tiempo llevaba residiendo fuera de su país pero por la fluidez y falta de errores con la que hablaba asumí que ya mucho.

— ¿Tú qué sabes? —pronuncié sin realmente prestar atención a mis palabras o a mi tono de voz. Como no había dejado de seguir sus movimientos, vi que su mirada cambiaba, languideciendo.

— Sé más de lo que imaginas —rió, pero ya no era la risa que le conocía, esa estaba partida, rota.

Por fin mordió el jitomate y lo hizo con tanta parsimonia que la eternidad pasó por mis pues un par de veces. Sus dientes estrechos y blancos cortaban el fruto de manera impecable. Cuando hubo terminado, esperé a que tomara una servilleta de la misma mesa de centro y se limpiara los dos dedos que había utilizado y la comisura de los labios. Suspiró.

Sin saber por qué, yo estaba en un estado de vigilia, sin saber que esperar pero aún así esperándolo. Sonreí involuntaria o inconscientemente, sintiendo más próximo lo que tanto quería saber. Entonces entreabrió los labios y comenzó a decir algo, mas el sonido fue tan bajito que me acerqué un poco a ella.

— En mi religión las mujeres somos muy respetadas, ¿sabías eso? Tal vez sí, pero el respeto conlleva muchas responsabilidades, como llevar siempre estos trapos —uno de sus delgados dedos señaló la shayla— o unos peores, como las burkas.  Y antes no podíamos enamorarnos de quien quisiéramos. Ahora hay un poco más de libertad pero te contaré un secreto: a mí no me dejaron estar con quien me enamoré.

”Ustedes los latinos creen que los hombres de estos países son muy machos, ¿sí se dice así? —asentí y ella prosiguió—: Eso es porque no conocen a los hombres musulmanes —rió con sorna—. Son tan machos que no se permiten homosexuales y mucho menos lesbianas, porque Allah lo prohíbe y porque a ellos no les conviene.

”A mí me tocó enamorarme de una amiga de mi hermana mayor, ya casada. Desde el principio fue un amor no correspondido, pero yo era muy niña para notar lo que significaba sentir eso grande en el corazón. Se lo decía a todos, en casa, en la escuela, en la calle... al principio creían que era una cosa de niños, luego se asustaron y después me pegaron. Debes saber que allá hasta los maestros te pueden pegar, pues a mí me pasaba siempre, golpe tras golpe, y yo no lloraba porque tenían razón.

”Incluso mi padre llegó a pegarme muchas veces. Tú no sabes lo que es sentir el dolor de los golpes, tener ganas de llorar, sentir coraje y estar convencido de que si no recibes tu castigo Allah te castigará. Es lo que tú llamas "crisis existencial" —sonrió—. Yo no entendía por qué me seguía gustando, por qué no podía quitármela de la cabeza. Un día me le acerqué y la besé en la boca. Ella no sólo me dio una bofetada, aparte le dijo a mi padre.

”No te contaré cómo me fue esa vez, sólo te diré que fue la única vez que mi mamá se me atrevió a defenderme. Quise irme de la casa pero no tenía a dónde ir o con quién estar, me encontrarían y me matarían. Tenía 15 años, pensaba muchas cosas en aquel entonces. Gracias a Allah, ah perdona —con el índice se dio unos golpecitos en la frente—, bueno, gracias a algo llegó el joven José.

”No sé si le gusté el día que me vio salir mientras él compraba en la tienda de mi padre, pero se me pidió que me casara con él. Me sentía tan mal que le dije que sí, sabiendo que mis padres no aceptarían que me casara con alguien ajena al Islam. Pero mi padre, la opinión importante, dijo que sí, que a ver si así encontraba mi camino de mujer. José me trajo aquí con la promesa de casarnos...

La miré con más insistencia para que no se detuviera en eso. Era la parte de la vida de Neelam, mi profesora de danza árabe, que no conocía. Sus manos se dirigieron hacia la shayla y comenzó el proceso de quitársela, descubriendo un cabello oscuro que hacía juego con su rostro moreno. La tendió hacia mí y yo, sin saber qué hacer, la tomé.

— Me regaló la libertad —se levantó con la energía que nunca había demostrado tener, se me acercó y se sentó en el suelo, colocando sus manos y su rostro sobre mis piernas—. Y otra oportunidad de amar —sentí en mí su mirada intensa. Sin dudarlo me agaché un poco y la besé.

miércoles, 29 de mayo de 2013

El instinto de supervivencia

Adela era joven cuando se volvió vampiro. En edad física, tenía 15 años. Había tenido la oportunidad de desarrollar senos pequeños y un trasero respingado, de convertir su expresión infantil en una de adolescente y de probar el amor humano una vez. Sin embargo, nunca se había enterado de lo que era tener sexo.

A pesar de que la curiosidad la había abrumado por aproximadamente cien años, nunca había logrado intimar con nadie. Por una parte, porque su cuerpo ya no era capaz de empujarla hacia esas pasiones y, por otra, porque en todo su tiempo de vida no había confiado lo suficiente en nadie, ya fuese humano o vampiro.

Durante una temporada incluso seducía sexualmente a sus víctimas. Mas cuando se encontraban en el hotel, su deseo de alimentarse era más poderoso. Así que concluyó que beber sangre era el equivalente del sexo humano. Cuando lo hacía, todos sus músculos se contraían, víctimas de un placer indescriptible, como seguramente le ocurría a una mujer durante un intenso orgasmo.

Pero cuando esa necedad —como la llamaba años después— pasó, no volvió a sentir nada más. Adela por eso nunca se había enamorado, ni siquiera de esa manera etérea y entregada que acostumbran los vampiros. Tampoco había convertido a nadie para vencer la soledad, ni se había atrevido a acercarse demasiado a cualquier ser vivo.

Entonces llegó Cristina. Durante su inmortalidad, no había tenido la oportunidad de acercarse a los licántropos. Ambas razas mantenían sus distancias, así que era muy raro que se encontraran. Pero esa noche salió a una zona de la ciudad que no le pertenecía a nadie, arriesgándose a un ataque. Y la sintió. Porque eso no fue ver, fue percibir esa complejidad de ser.

Fue ponerse alerta para que no la descubriera, evitar cada movimiento involuntario que pudiera alertar el agudo oído de la licántropo. Fue espiarla mientras ella comía, no completamente convertida, a una mujer. Fue sentirse fascinada por la soltura, la facilidad con la que desgarraba la carne… y se dijo que eso debía ser su máximo placer.

Estuvo así, parada en la oscuridad observando hasta que la loba terminó su cena, dejando la cabeza intacta, varios huesos y una mezcla de carne con sangre. Adela incluso sintió deseo, ganas de tener a esa mujer lobo que ya era, de nuevo, casi humana. Estando así de concentrada, no notó que se le acercaba peligrosamente, alerta, con las orejas en alto y la cola tensa.

Sólo tomó consciencia del acto cuando estuvieron de frente, lo suficientemente cerca como para que la vampiresa pudiese sentir el aroma de la sangre e inquietarse. Y en medio de su inquietud también notó que ese ser le atraía más que todo lo que había conocido con anterioridad, que no le daba miedo, que le parecía interesante.

— ¿Qué haces ahí? ¿Vienes por pelea? —más que preguntas, parecieron reclamos. Aun así su voz era relajada, suave, tal vez por el efecto de la comida. No había tenido la delicadeza de limpiarse y sus manos y rostro estaban manchados de sangre.

Adela se quedó callada, aprisionada por la fascinación, sin haber siquiera terminado de procesar las preguntas, fijándose principalmente en su modulación, en su voz grave y profunda. Por fin, cuando la otra dio un paso más, su instinto de supervivencia, entrenado por siglos, hizo gala de aparición:

— No. Paseaba —su voz era fría, serena, sin inquietudes, sin ninguna entonación particular.

— Me parece que estabas demasiado concentrada en mí. Pude oírte cuando llegaste pero… preferí la merienda, o se enfriaría —comenzó a lamer sus dedos, limpiándolos. Sus orejas, aún atentas, se movían con rapidez. Su cola parecía haberse relajado.

La vampiresa no supo qué responder. No estuvo segura de si sus palabras eran amenazas, provocaciones, comentarios al aire. Así que se quedó callada, mirando cómo se acicalaba, pensando lo bien que se veía. No le calculaba más de veinte años.

— ¿Tienes hambre? Aún queda sangre —declaró de repente, echando una rápida mirada a los restos de su víctima.

— No como sobras, gracias.

— Te ves muy joven, ¿hace mucho que eres un vampiro?

Adela sintió que a ella podría contarle incluso cómo matarla. Así que, sin poder evitarlo, le dijo todo lo que recordaba de su vida, desde su niñez hasta la actualidad. Para cuando terminó, la noche ya casi llegaba a su fin. Increíblemente, el “debo irme” no llegó a su mente. No le dio miedo morir si podía ver a esa mujer por unos minutos más.

— Yo soy Cristina, y no es momento de contarte nada. Sólo te diré que eres mucho más vieja que yo, sin ofender —rió levemente, observándola desde todos los ángulos posibles—. Vete, vete porque va a salir el sol y porque mis compañeros ya vienen. Ellos no son como yo, ¿sabes?

La vampiresa parecía haber agotado su voluntad. Se sentó allí mismo, sobre el pasto frío de la madrugada, esperando, cansada. Cristina se acercó con rapidez, convirtiendo algunas partes de su cuerpo para ello, y le dio un zarpazo en el estómago. El instinto de Adela de nuevo apareció. Se levantó, propinándole un golpe a la loba, quien cayó al suelo herida, con un sollozo.

Luego se fue lo más rápido que le fue posible, poniendo sus manos en la herida. Sanaría, sí, y no tardaría mucho en hacerlo, pero estaba enojada. Llegó a sus aposentos cuando el sol estaba demasiado cerca de salir. Dormía sobre una cama, en un sótano cuya existencia nadie conocía. Así que se recostó, sumergida en la oscuridad y cerró los ojos, aún pensando en las formas de Cristina.

lunes, 27 de mayo de 2013

La pecera azul: XI

El mes que Helena se alejó de Samanta fue el más de feliz de la vida de Raquel. El día siguiente del incidente, cuando Raquel llegó a trabajar, las ganas de vivir de Helena habían disminuido considerablemente. Le narró todo lo sucedido. Entonces ella vio su oportunidad. Si bien Helena estaba enamorada de Samanta aunque realmente no quisiera moverse de su segura posición, en ese momento estaba decepcionada y era un blanco fácil.

Su idea le pareció retorcida e incluso un poco cruel pero hay cosas que deben arriesgarse y trabas morales o éticas que deben romperse para obtener lo deseado. En su caso, pensaba pasar por alto que si Helena aceptaba, lo haría porque Raquel era su único apoyo, no porque sintiera algo por ella. A la larga, no funcionaría, estaba casi segura. En el casi cabía la posibilidad de que se quedara con ella por un amor surgido del agradecimiento. Era casi imposible.

Se le acercó lentamente, como con un animal al que se le tiene miedo o se sabe lo peligroso que es. Primero le tomó la mano. Lentamente, el toque se convirtió en un abrazo. Así platicaron por largo rato mientras Raquel le contaba una que otra historia alegre para mejorar el ánimo. Luego, muy rápido, Raquel le dio un beso sobre los labios pero sin meter la lengua. Y su plan pareció funcionar. Helena cerró los ojos ligeramente y sus labios se comprimieron para el beso.

― ¿Quieres salir conmigo? ―murmuró para no alterar el momento.

Helena movió la cabeza afirmativamente. A partir de ese momento, las pocas veces que Samanta apareció en la semana, Raquel se portó más agresiva que nunca. Después regresó sólo para mostrarse sumamente arrepentida y dispuesta a tirarse de un puente como si fuera lo más normal del mundo. Además, le había llevado un collar precioso.

La oportunidad de Raquel había llegado a su fin y ella así lo asumió. Cuando Samanta se fue, le agradeció a Helena por estar con ella ese tiempo y que todo volvía a la normalidad. No esperó la respuesta, se fue a casa y se durmió temprano. Recordó que no habían tenido sexo y lo lamentaba; se habían tocado por todas partes pero Helena se negaba a la penetración. Raquel no la perdonó, especialmente porque sabía que estaba guardando su primera vez para alguien más especial.

Raquel llegó la siguiente tarde como si nada hubiera pasado. Saludó a Helena e incluso a Samanta cuando ésta llegó. Las vio irse juntas. Dolía pero era parte del proceso natural de la vida. Era el ciclo natural y ella debía pasar por ahí para superar todo. Su situación mejoraría.

Raquel era una joven morena, delgada y con cuerpo perfecto. Tenía los ojos de un café casi amarillo y la nariz perfilada. Además era alta. Al verla de lejos, parecía ser una modelo profesional de ropa interior y, de cerca, una de máscara para las pestañas. Raquel era bellísima, la mujer perfecta, pero Helena prefería a Samanta.

sábado, 25 de mayo de 2013

La mensajería instantánea

Nunca creyó que a sus años aprendería a utilizar el internet, especialmente la tan conocida red social Facebook y la mensajería instantánea de Windows. Pero parecía que las dominaba con bastante soltura e incluso se divertía en ello. Cuando estaba en horas de oficina, mantenía perpetuamente conectado el chat de Facebook a la espera de que la persona que la había metido en esa situación llegara.

Tampoco creyó poder cambiar de orientación sexual a los cincuenta y ocho años. Ni siquiera sabía exactamente cómo había ocurrido, simplemente un día conoció a Magdalena, una señora de su edad, y al siguiente estaba enamorada de ella. Al parecer, Magda, como le gustaba llamarla, ya tenía experiencia en ese tipo de relaciones, pero sólo con mujeres más jóvenes.

Ese día, Magdalena no se conecto a Facebook. Tampoco estuvo en la mensajería instantánea. Ella mucho menos creyó que algún día se sentiría como una adolescente en espera de su amor a larga distancia. Cuando su turno de oficina estaba por terminar, un parpadeo anaranjado en el extremo inferior de la pantalla captó su atención. Abrió la pestaña de la mensajería: “Te estoy esperando afuera de tu oficina”.

Flor de verdad nunca creyó que el internet pudiera hacerla tan feliz. Rápidamente, apagó su computadora, tomó sus cosas y salió dos minutos antes de que su turno terminara. Allí estaba Magda.

jueves, 23 de mayo de 2013

La pecera azul: X

El día en que Samanta besó a Helena, le dijo que sólo había sentido el impulso de hacerlo y que no era nada personal. Podría haber sido cualquier otra persona, según manifestó. En cierta medida, tenía razón, pero jamás podría haber sido otra.

Raquel estaba frente a ellas cuando Samanta cometió el crimen. Estaban en la tienda. Era ya de noche, casi la hora de cierre, pero a su termostato le había ocurrido un accidente y necesitaba otro con urgencia.

Helena siempre llegaba en las noches para verificar que todo estuviese en orden, así que se encontraban las tres. Mientras Raquel limpiaba los artículos para perros, Samanta y Helena platicaban, sentadas una frente a la otra y separadas por el angosto mostrador.

Sin siquiera preverlo, Samanta tomó el rostro de Helena con ambas manos y lo acercó hacia ella. La besó con todo y lengua. Incluso cerró los ojos para disfrutar completamente el momento de emoción.

Raquel quiso ir y golpearla pero se contuvo mordiéndose la palma de la mano, donde más le dolía. Cerró los ojos y se volteó para no seguir viendo tal espectáculo. Helena se dejó besar y besó sin dejar de pensar que eso no podía estar pasando.

Al terminar de consumar la violación, como Raquel había denominado al acto, Samanta había salido caminando con paso lento, con el termostato en la mano. No se despidió. Tampoco olvidó pagar.

Las explicaciones se las dio por teléfono cuando, esa misma noche, Helena le pidió una explicación. Lo que más le preocupaba era que su empleada estaba presente y, aunque su relación no era muy convencional, no debían montarse tales escenas.

Samanta le restó importancia a todo y Helena se ofendió profundamente. Llevaban ya cuatro meses de ser amigas con tendencia a ser amantes ocasionales. No era justo. Esa vez, por primera vez en su vida, colgó el teléfono.

Y, reacción adversa a todos sus preceptos, Samanta intentó llamarle. No recibió respuesta. Era natural y debía dejar pasar un tiempo de duelo. Pero le dolía porque no sólo era su única amiga a más de mil kilómetros a la redonda, sino que también era su amor platónico más reciente.

Desde esa ocasión, cuando iba a la tienda a adquirir azul de metileno para sus peces, Helena no estaba. Samanta sabía que se escondía pero la agresividad de Raquel la desalentaba. Dejó pasar los días y su pecera cada vez era más azul porque se le pasaba la mano de tan triste que estaba.

Fue un mes el que tardó Helena en perdonarla. Samanta le compró un collar muy caro, tanto que no sabía cómo sobreviviría el resto del mes. Eso y su pez con nodulosis.

martes, 21 de mayo de 2013

Entrada triunfal

Hablaba con Candace por teléfono, para variar un poco, de Jeremy. Esa vez, Candace se quejaba de que Jeremy no le había llamado en cinco días, o un número así, porque en realidad Stacy ya había dejado de prestar atención a los detalles.

— Espera Stacy, tengo una llamada —anunció Candace. Antes de que Stacy pudiera decir algo, la voz emocionada de la pelirroja irrumpió en sus oídos—: ¡Es Jeremy! Te llamo luego —y colgó.

Se quedó con el teléfono pegado a la oreja. Por primera vez en mucho tiempo, las lágrimas hicieron su entrada triunfal.

domingo, 19 de mayo de 2013

Ardor

Cuando había invitados en la casa, Selene siempre estaba bien vestida. Era de los pocos días del mes en los cuales llevaba un vestido azul, largo y con brillos, pulseras, argollas y collares de plata, una cinta en el cabello suelto y limpio, y un par de zapatos altos del mismo color que el vestido. A veces, cuando la ocasión era realmente especial, como la elección de un nuevo comisionado, su vestido y zapatos eran rojos.

En esos momentos se sentía diferente, capaz de llevar una vida alejada del dolor y de las lágrimas, de la suciedad y de la inmundicia, de la mala comida y de la ropa vieja. Pero cuando la fiesta llegaba a su fin, todo volvía a la normalidad, aunque no antes de pasar por las formalidades: limpiar, dejar su traje de fiesta en una gran habitación con mucha ropa y regresar a un pequeño cuarto que compartía con Anastasia.

Luego venían las noches de sexo. Siempre deseaba que su turno nunca llegara, que el amo, como le decían al hombre que las esclavizaba, se cansara de fornicar o se durmiera, pero sus deseos nunca se cumplían e inevitablemente terminaba con un pene adentro. No le gustaba para nada. Había días en los que incluso le dolía y lloraba rogándole al amo que la dejara en paz. Sólo ganaba golpes en la cara.

Selene era una esclava sexual. Sus padres la habían vendido hacía cuatro años porque necesitaban dinero y las cabras aún no estaban listas. Ella lo había aceptado, así funcionaba, era una especie de ley para los pobres. Antes de pagar, la habían examinado, desnudándola primero y tocándole todo después, incluso le abrieron los labios vaginales para asegurar su virginidad. El precio por las vírgenes era mayor.

Al final, escuchó la cantidad de dinero que habían pagado por su sacrificio y rompió en llanto. No era lo que le habían dicho que pagaban por las vírgenes ni cubría todas las injurias que sufriría. Sus padres seguirían siendo pobres y pasando hambre hasta que se animaran a vender a sus otras tres hermanas y tal vez mandar a su hermano a la guerra para que el gobierno les diera una cantidad mensual.

Lo primero que vio cuando llegó a la mansión del amo fue a otras cinco mujeres, un poco mayores que ella. El lacayo que la había ido a recoger la dejó en manos de una de las mujeres y ésta la condujo a su nueva habitación: un cuarto pequeño con dos camas individuales completamente de madera. Tenía disponibles dos vestidos, uno para los quehaceres del día, algo sucio, y otro para los eventos sexuales de la noche.

La joven se presentó: era Anastasia. Sus historias eran parecidas pero la diferencia principal radicaba en que a Anastasia la había vendido su marido porque ya no le parecía lo suficientemente atractiva. Según su amiga, el dinero que le ofrecieron había sido lo menos importante, el objetivo era deshacerse de ella. Y Selene sintió que no era la única que sufría.

Esa misma noche, el amo la llamó para el primer turno. Se aseó, se colocó su vestido de noche y se dirigió hacia la habitación de su dueño. Era un hombre alto, delgado pero con una pequeña barriga, y con una máscara en la cara. Le pareció ridículo el asunto de la máscara pues ellas nunca saldrían de esa mansión, así que no podrían acusarlo con la autoridad de algún país en el cual la esclavitud estuviera abolida, si es que eso existía.

El amo no le dio tiempo de seguir analizando las ironías de la situación, se fue encima de ella como animal atraído por una hembra en celo. En un abrir y cerras de ojos, le quitó el vestido y, como no estaba permitido utilizar ropa interior, quedó a expensas del hombre. Selene no lloró, no mostró dolor en el momento de la penetración ni incomodidad cuando se movió en su interior ni siquiera asco cuando el semen la inundó.

El proceso se repitió múltiples veces, hasta que Selene, por primera vez en su joven existencia, sintió un incómodo y doloroso ardor en el interior y exterior de su sexo. Posteriormente, esa situación se haría recurrente e incluso llegaría a agradecerla pues Anastasia le brindaba cuidados reconfortantes que Selene relacionaría con el amor por el resto de su vida.

Entonces ese día pensó que era mejor reservarse la humillación. Y qué bueno que lo hizo pues lloró libremente cuando dos mujeres mayores la llevaron a un baño lleno de azulejos y le enseñaron a hacerse lavados vaginales para evitar accidentes y mantener la higiene. Lloró por el dolor que sentía, por el asco, por lo denigrante de la situación, por saberse lejos de un esposo bueno que la amara y tratara bien aunque fueran pobres…
Y lloró hasta que llegó a su cuarto y vio los ojos de Anastasia sintiéndose mejor al verla llegar; siguió llorando incluso durante la eternidad en la cual su compañera de habitación se fue a cumplir con sus deberes de esclava. Sólo se calmó cuando ella regresó, se acurrucó a su lado y le agarró la mano tan fuerte que Selene tuvo que soltarse para quitarse el calambre.

Era como un “te entiendo y te apoyo”. Era un “soy tu amiga”. Era incluso un “no llores ya, que se me parte el corazón”. Sin saber bien qué hacía, la abrazó, la abrazó con muchas ganas, queriendo un cuerpo ajeno. Ésa había sido la primera vez que le había gustado Anastasia como algo diferente y también la primera vez que su corazón había latido con verdadero entusiasmo.

Anastasia había después tocado su sexo con infinita ternura y la había besado en la boca. Luego de muchos besos, caricias y roces, Selene conoció lo que era placer. Anastasia fue la primera en todo para ella. Muchos años más tarde, cuando Anastasia era ya sólo un hermoso recuerdo en su mente, seguiría recordando la manera en que uno de sus dedos se había deshecho del ardor que tenía.

viernes, 17 de mayo de 2013

Premio de consolación

— Te doy dos opciones. Una: vamos a un parque temático y nos limitamos a ser amigas. Dos: vamos a un hotel y seguimos siendo amantes.

— ¿Y por qué no me das opción de ser novias?

La primera que había hablado movió la cabeza de derecha a izquierda con lentitud acompasada.

— O sea que sólo me quieres en una cama, jamás fuera de ella —reclamó la otra con serenidad.

— Te di la opción de ser amigas…

— Pero nunca la de ser novias. No entiendo qué me hace falta. Comprendo que no quieras estar en una relación pero hace ya un año que te espero, te espero sentada bajo la lluvia, parada bajo el sol, mientras sueño y mientras río. ¿Tanto te cuesta darme ese gusto?

— No seas egoísta, no es cuestión de gustos. Simplemente… no estoy lista.

Se desesperó. Llevaba un año diciéndole que “no estaba lista” y ella seguía esperándola. Pero todo tiene un límite, ¿no? Por eso se levantó, tomó su bolso y salió caminando con mucha rapidez del local, dejando una cuenta por pagar. Como lo esperaba, la otra ni siquiera intentó seguirla.

Y era porque así pasaba siempre. Ella se enojaba y la otra, la que no quería aceptarla como pareja, la llamaba doce horas después estando borracha. Ese día había tenido el valor de abordarla y decirle las cosas claras, incluso se sentía capaz de rechazar cualquier cosa cuando esa noche le llamara.

Lo que más la desesperaba y frustraba era el “no estoy lista”, porque eso la obligaba a estar con ella hasta que lo estuviera, a esperar. No era nadie para forzarla a comenzar una relación que claramente podría terminar mal, pero es que la gente se cansa de poner la cara de estúpido enamoramiento y de abrir las piernas cada vez que…

Una mano se posó en su hombro sin que ella siquiera hubiese sospechado la presencia de otra persona. Lentamente, giró la cabeza hacia su posible atacante, dispuesta a sacar el celular y el dinero que le pidiera. Su estado cambió de sorpresa-cautela-miedo a ira-coraje-desesperación.

— ¿¡Ahora qué quieres!? —la frase se ahogó en su garganta, dando lugar a un grito contenido, lleno de llanto interno.

— Decirte la verdad —su mano no se apartó del hombro de la joven emboscada—. Ya salgo con alguien más. Por eso no quiero una relación contigo.

La ahora dañada y ofendida lo había sospechado e incluso se había negado a escuchar los comentarios de sus amigos cuando se lo insinuaban, también había pasado noches en vela pensando lo que haría si el problema fuera ella, si la razón por la cual la otra no quería una relación seria fueran sus senos pequeños o su supuesta bipolaridad.

— ¿Hace cuánto? —la pregunta se abrió paso entre las capas de indignación y tristeza que se aglomeraban en su garganta.

— Un mes. Fue un flechazo, amor a primera vista, como dice la gente. No quería decírtelo para no lastimarte.

— Era mejor, así buscaba a otra persona —se escuchaba casi serena. Las lágrimas se habían escondido ya pues, después de todo, ya en casa lloraría y habría mucho tiempo para refrescar la herida, contando la historia una y otra vez.

— Perdóname.

— No te preocupes, sé feliz —una leve nota de sarcasmo inundó la oración—. Pero me debes un viaje a un parque temático, el que sea —le guiñó un ojo—. Ah, y ni creas que nos volveremos a encontrar sobre la cama —esbozó una sonrisa bastante natural.

La otra quitó la mano del hombro ajeno y sonrió.

— Te llamaré para ponernos de acuerdo.

— No, no, yo te llamo. Y gracias por decirme todo.

Después se dio la vuelta, sonriendo. Empezó a caminar hacia su casa ya que ese día no pensaba tomar el autobús. Notándolo pero sin que le importara, lloró hasta que llegó a casa y más tarde, cuando se lo contó a sus amigos y cuando lo recordó en una cita con otra mujer.

Se dio cuenta de que habría sido mejor haber elegido la primera opción desde el principio y no como premio de consolación.

miércoles, 15 de mayo de 2013

En la banca de un parque

Estaba esperándola sentada en la banca de un parque donde nadie se atrevía a pasar a esas horas de la noche. No estaba segura de la razón por la cual había accedido a concretar la cita y mientras veía que las copas de los árboles se movían sospechosamente, trataba de encontrar la explicación.

Tal vez era porque en el fondo, muy en el fondo, deseaba llevarse bien con esa mujer, tan pero tan diferente que a veces le parecía que no sólo venían de mundos diferentes sino también de planetas completamente inversos. Aunque, detrás de toda esa pantalla, ambas sabían que había entre ellas más similitudes que diferencias.

¿El nombre de esa mujer? Adela. Ella estaba consciente de que era un nombre carente de interés y de atractivo pero había que comprender lo vieja que era. Lo habían platicado una de las dos veces que habían sido capaces de sostener una buena conversación sin atacarse emocional y físicamente.

Si se detenía a reflexionar, no entendía todo el alboroto. Es decir, ¿por qué tenían que no gustarse? ¿Qué era esa absurda rivalidad, si es que podía llamarse de alguna forma? Como le había dicho una amiga muy liberal: hay suficiente comida para todos. Era y es cierto. Los humanos sobran, se reproducen más rápido de lo que mueren.

Todo era un invento de los medios de comunicación. Desde luego, obra de los humanos rencorosos que en realidad sabía que tanto los vampiros como los licántropos existían y querían mantenerlos separados porque juntos… Incluso podrían complementarse: los vampiros se toman la sangre y los licántropos atacan la carne. Buen plan.

Escuchó un ruido lejano y dirigió la mirada hacia el frondoso árbol de su derecha, a lado de la banca. Esperó. Un ligero aroma a sal se asomó por su nariz. No sabía lo que se sentiría no tener un buen olfato o un oído desarrollado pero seguramente sería horrible. Ella había nacido licántropo, con todas las ventajas y desventajas que acarreaba.

—Ya te habías tardado —habló con esa voz ronca que le había regalado muchos elogios—. Adela, no es tu costumbre, especialmente siendo tú quien pide una cita —guiñó un ojo a la nada. Segundos después, la aludida apareció por detrás.

La loba no pude verla pero la imaginó con su clásico vestidito negro, el cabello sujeto en dos coletas y unas botas sin tacón elevado. Sintió cómo las manos de Adela se colocaban a cada lado de su cuello, como para estrangularla, y después bajaban hasta sus senos. No pudo evitar sonreír pues tuvo la certeza de que esa noche sería buena.

—Realmente lo siento, tuve que dar una clase de emergencia —repuso la vampiresa. Sacó las manos de los pechos de su rival y rodeó la banca para quedar de frente—. Gracias por venir, Cristina.

—Ya dime de qué querías hablar. Se me hace tarde para ir a por un bocadillo. Y por aquí no hay nadie… —guardó silencio para contemplar lo guapa que era Adela y lo malo que era no poder llevarse del todo bien.

Adela se sentó a lado de Cristina, clavó sus ojos claros de color indescriptible en los ojos oscuros de la loba y la besó. Fue un beso pequeño, carente de pasión, pero a Cristina le gustó. Sin notar del todo la estupidez que estaba cometiendo, acercó su muñeca a los colmillos de Adela y la instó a morderla.

Nunca antes había sentido curiosidad de ser mordida por un vampiro, ni siquiera por otro licántropo en momentos sexuales, pero esa noche algo había entrado en ella, se había abierto camino y había tomado el control. Posiblemente era… Detuvo su línea de pensamiento cuando el dolor pudo más que el algo de su interior y apartó la muñeca.

Alternó su mirada entre su muñeca sangrante y el rostro tranquilo e incluso satisfecho de Adela. El dolor era increíblemente penetrante, mayor incluso que el de sus dos accidentes con cuchillos largos. Se lamió instintivamente la sangre para que dejara de salir y para evitar infecciones. La saliva era buena para los de su especie.

Adela sonrió ampliamente al verla, mostrando en sus colmillos unas manchitas rojas. Como si se diera cuenta de repente, pasó su lengua sobre la suciedad y volvió a sonreír. Cristina la miraba de reojo, dolida por la equivocación que había cometido. No soportaba la autosuficiencia que mostraba la otra.

Cuando terminó de lamer el área afectada, tomó con furia la muñeca de la vampiresa, atrayéndola hacia su cuerpo, y la besó con furia en los labios, metiendo su lengua, robándole la respiración, mordiéndola sin ejercer demasiado daño. Se separó tan bruscamente como había empezado y vio la sangre que escurría de la boca ajena.

Ahora fue el turno de Cristina de sonreír. Lenta y parsimoniosamente, pasó la lengua por los labios de Adela y bajó por su barbilla. La venganza era dulce y no importaba si estaba caliente o fría, la satisfacción era exactamente la misma. Los ojos de Adela estaban cerrados y había cierto gozo reflejado en su rostro.

—Ahora sí me voy —anunció Cristina sin levantarse aún, dándose tiempo para disfrutar su victoria.

Debido a eso, no notó los rápidos movimientos de Adela. En un momento ya estaba de pie, en otro pronunciaba, más bien gritaba, palabras sin sentido para Cristina y uno más desaparecía. Lo último que vio fue el vuelo de su vestidito negro.

Después un rato lo entendió: me gustas mucho. Eso había dicho Adela. Cristina suspiró, hizo un plan rápido para llamarle cuando llegara a casa, y salió a buscar una víctima. Con suerte, su víctima se enamoraría de ella y así podría olvidar por un momento que Adela en realidad le gustaba mucho.

lunes, 13 de mayo de 2013

Academia de princesas III

La guerra, era la guerra. Eso había declarado la princesa Peach después de haber sido víctima de un ataque sexual por parte de la princesa Daisy. Desde luego, no se había ido a quejar, ¿dónde quedaría entonces su reputación? Incluso imaginaba los rumores: a Peach —porque de ninguna forma le dirían princesa— le gustan las mujeres; Peach tiene una relación sexual y sentimental con Daisy…

No podía permitir que tales comentarios circularan por la toda la Academia. Podrían incluso llegar hasta sus padres, el rey y la reina de Toadstool, quienes decidirían que no era apropiado dejar el reino en manos de una princesa que no sería capturada y  después rescatada y, sobre todo, que no se casaría con un caballero. “El orgullo es lo último que una princesa debe intentar rescatar”, era una de sus frases célebres.

Caminaba por los amplios y coloridos pasillos de la Academia sin siquiera notar dónde pisaba. Afortunadamente, había recibido una muy buena educación y las probabilidades de que tropezara eran prácticamente nulas, de que tropezara y cayera o de que resbalara, desde luego, porque cualquier irresponsable podría atravesarse en su camino. Llevaba la frente en alto, haciendo resaltar el cuello y la espalda recta, exhibiendo sus senos.

Trataba además de mantener en equilibrio cuatro libros que, como era costumbre entre las princesas, llevaba en las manos. Es de mala educación colgarse un bolso y cargar tantas cosas ya que los bolsos suelen reservarse para las cenas de gala o las salidas formales de tarde y, cabe aclarar, son bolsos realmente pequeños que sólo contienen un labial, un polvo para el retoque y unos pañuelos desechables.

Controlaba su medio. Lo controlaba hasta que una princesa irresponsable se cruzó en su camino, haciéndola trastabillar mas no caer. Volteó hacia la culpable con odio y altivez en la mirada y recibió una nada grata sorpresa al ver a la princesa violadora frente a ella.

— ¿A dónde corres así? ¿No ves que puedes lastimar a alguien? —se dignó a preguntar para proceder con el regaño, ésa fue la única intención. Aunque las noches habían pasado tranquilas, sin ningún tipo de tensión entre ellas y los días también pues los ocupaban entrenándose para gobernar adecuadamente un reino, seguía realmente enojada.

— Voy tarde para las prácticas de tenis, princesa Peach —su tono revelaba cierto cinismo subyacente—. Debo dejar los libros en el casillero con la mayor velocidad posible. ¿No tú también vas tarde?

Peach casi dio un salto del susto pero en lugar de eso movió involuntariamente los hombros de arriba abajo, un movimiento rápido y brusco. Frenó el sonrojo que ya se acercaba a sus mejillas y moduló su voz.

— No, yo me tomo las cosas con calma. Aunque actúes lento, puedes hacer todo a tiempo si utilizas movimientos certeros.

Daisy asintió. Miró hacia todos lados y luego se enfocó en Peach. Peach, ligeramente alarmada por el tiempo, vio que no había ya nadie en el pasillo e incluso maldijo mentalmente a las princesas y su puntualidad. Después se fijó en su traje de tenis, rosa y blanco, corto y desprotegido.

Sus sospechas se volvieron realidad cuando una mano de Daisy, libre por algún milagro ya que ella también llevaba libros, se posó en, o más bien alrededor de, uno de sus senos. Sintió el calor en su rostro y dio tres pasos hacia atrás, librándose así de la mano acosadora.

— Es un retroceso para ti, violadora —le dijo con la mayor tranquilidad que pudo recolectar en el tiempo que duraron sus tres pasos—. Digo, si consideramos lo de la habitación, esto no es nada —se dio la vuelta, no sin antes notar la sonrisita apenada en el rostro de la princesa castaña, y se dirigió hacia su casillero más rápido de lo normal.

Sabía que su pezón estaba erecto y que el otro, por una especie de efecto dominó, le seguía. El bello espectáculo estaba reservado para el vacío del pasillo y el espejo del casillero. Ese día, ambas llegaron tarde a la clase de tenis.




Fandom: Mario World
Pareja: PeachxDaisy

sábado, 11 de mayo de 2013

La pecera azul: IX

Desde pequeña, le habían diagnosticado un déficit de atención severo. Decir que a sus padres le había preocupado sería mentir. La siguieron mandando a la misma escuela y nunca asistió a terapia.

Milagrosamente, su problema no le afectó en las calificaciones. Aunque en clase nunca sabía de qué se hablaba, tenía la capacidad de estudiar por su cuenta y le iba bien porque su cerebro mandaba al sótano lo que ya no ocupaba.

Por eso se hizo de una carrera en letras hispanas y luego una en letras inglesas. En su opinión, eran las más fáciles pues sólo requerían horas de dedicación. Gracias a esos estudios, consiguió un trabajo decente en una editorial, justamente como editora. Muchas veces pensó en ser escritora pero, viendo a sus “clientes” se le quitaban las ganas.

Recordaba haber tenido, hace no tanto, a una chica bajo su jurisdicción. La editorial había puesto la mira en ella porque era la ganadora nacional del concurso de escritura de preparatorias. Era de Querétaro, así que tuvo que transportarse. Le sorprendió mucho encontrarse con una niña de dieciséis años.

— ¿Y qué escribes? —le había preguntado cuando comenzaron a hablar del asunto, de los precios y de los compromisos.

— Historias entre mujeres.

Samanta había parpadeado varias veces. No dijo “historias de mujeres”, como en el caso de Mastretta, ni “historias con mujeres”, como en muchos otros casos. No, era “entre” y esa preposición la inquietaba mucho.

— ¿Puedo ver algo de que escribes? —dijo por fin.

La jovencita le extendió unas hojas de libreta escritas a lápiz. Se veían sucias pero legibles. Y comenzó a leer cada palabra del no tan breve escrito. La historia era de una joven que se enamoraba de su cuñada. Hacía todo lo posible por estar con ella y, al ver la imposibilidad de la situación, tomaba muchas píldoras para dormir con el fin de mitigar su dolor.

Nunca especificaba qué pasaba con la protagonista pero Samanta sintió deseos de llorar. Era la situación la que la ponía en ese estado. Se imaginaba un amor no correspondido pero sin la más mínima resignación.

— Tengo historias más alegres, con finales felices y todo —le comentó al ver su rostro.

Después descubrió que no era cierto. De una o de otra forma, a algún personaje le pasaba algo, aunque fuera sólo sufrimiento emocional. Se volvió adicta a coleccionar las historias. Como editora, además, le tocaba un ejemplar gratis y ella lo agradecía mucho.

También se dio cuenta de que la joven escritora se sentía atraída por ella. En ese entonces, recién cumplía los 23 años. Aun así, se sintió pedófila.

— Me siento mal haciendo esto —le expresó una vez mientras la menor le daba un beso con muchas implicaciones sexuales.

Mandaron a otra editora a Querétaro. Samanta estaba reservada para las nuevas adquisiciones y había un objetivo potencial. No se molestó en despedirse de la joven de la cual nunca había preguntado el nombre. Sólo recordaba el seudónimo, grabado con letras doradas en los ejemplares que aún guardaba.

Ése fue el primer amor lésbico de Samanta. Lo recordó un día cuando Helena le contaba la historia homosexual de Raquel y Samanta reaccionaba ante el impulso más estúpido de su vida.

jueves, 9 de mayo de 2013

La número tres del ranking

Se encontraba a punto de salir a la cancha de tenis. ¡Qué nervios! Le sudaban las manos y estaba pensando seriamente en que no podría sostener la raqueta adecuadamente. También le temblaba el cuerpo, no demasiado pero sí lo suficiente para no correr tras una pelota dirigida con malicia hacia la esquina derecha.

    Escuchó su nombre y supo que no había vuelta atrás. Era la primera vez que participaba en un grand slam, y justo le tocaba en el más cercano a casa: el Roland Garros. No llevaba más de un año jugando como profesional y recién había cumplido dieciséis. Una voz le susurró que saliera, que ya no quedaba tiempo y así lo hizo. Increíblemente, recibió muchos aplausos y en medio de su nerviosismo pudo distinguir algunas banderas de España en el estadio.

    Caminó con lentitud hacia su lugar designado, dejó su raquetera, sacó una raqueta que habían encordado hacía menos de una hora y se dispuso a pararse en medio de su lado de la cancha para pelotear. Sabía que era una mera rutina, algo para calibrar el brazo, porque el entrenamiento se había llevado a cabo durante las dos horas anteriores.

    Recordó la primera vez que realmente entrenó: le dolió todo. Ni siquiera pudo levantarse. Ese día, su entrenador llegó a sacarla de la cama y a arrastrarla a la cancha sin antes pasar por el desayuno. Su castigo como holgazana, según le informó el hombre portugués. Era lo malo de tener un equipo conformado sólo por hombres, siempre presionaban de más, como a un caballero.

    Recibió el débil saque desprevenida, así que no lo respondió y ella misma efectuó uno. No había tenido el valor de ver aún a su rival porque la intimidaba. Fue algo horroroso que justo esa mujer hubiera sido designada como su contrincante en la primera ronda, esa mujer que era la número tres del ranking mundial. ¡Si ella apenas estaba comenzando!

    Después de veinte segundos de no poder distinguir hacia dónde iba la pelota por no querer cruzarse con la mirada de su experimentada rival, decidió voltear. Primero fue una mirada fugaz, como un enamorado observa a la chica que ama sin atreverse a decir nada; después fue algo de más segundos, casi penetrando en sus ojos verdes. Finalmente, se quedó como idiota: por dios, era hermosa.

    Y el partido en realidad comenzó. Como era de esperarse, perdió. Pero fue un gran logro haber salvado dos juegos por set. Durante todo ese tiempo flotó y cuando iba tras una pelota lejana, daba saltitos. Ni siquiera fue consciente de su juego, ni del dolor que de pronto comenzó a sentir en el tobillo después de perder el equilibrio y caer vergonzosamente.

    Volvió en sí cuando todo hubo terminado y se marchaba por el túnel de salida. Esperaba encontrar a su entrenador, a su mamá o su hermana mayor pero se equivocó. Tal vez estaban decepcionados. Se sentó al final y esperó, esperó hasta que la mujer que ocupaba el número tres en el ranking se acercó. Entre más se acercaba, más sentía su perfume dulzón mezclado con su sudor, algo que no recordaba haber sentido al aproximarse para saludarse cuando el partido finalizó.

    —Jugaste bien —digo la mayor en un perfecto inglés.

    —Gracias. ¿Sería tonto decirte que te admiro y que te he admirado desde que tuve consciencia de lo que era jugar? Y he querido ser como…

    No la dejó terminar. Se le acercó rápidamente y la besó sobre los labios, en primera instancia superficialmente y en última con pasión y lengua incluidas. Luego se apartó, se adelantó, volteó de nuevo hacia su pequeña amiga y le guiñó el ojo.

    —No le digas a nadie, podrían acusarme de estupro —y siguió su rumbo.

    La menor no supo qué significaba estupro y de momento no le importó. Si ésa sería la recompensa de sus derrotas, esperaba encontrarse con esa mujer más a menudo.

    —¡Cuando te gane voy a hacerte el amor! —gritó con la mejor pronunciación que pudo lograr.

    Aunque la número tres del ranking no volteó, supo que una sonrisa se dibujaba en su rostro, como pidiéndole que lo intentara.

martes, 7 de mayo de 2013

Para siempre

— ¿Cómo que ya no quieres que seamos amigas? —murmuró tratando de gritar, con una media sonrisa en el rostro, como si no acabara de captar la broma.

— Pues así, ya ha pasado demasiado tiempo.

Magda no dijo nada más. Observó a su mejor amiga tratando de leer algo en su expresión, en sus ojos o en sus gestos. No encontró nada. Tal vez fuera porque su distracción le había impedido conocerla en ese sentido. Uf, y eso que había estado enamorada de ella desde la secundaria.

— Entonces supongo que esto es un adiós, Magda. En otra vida será.

— Pero yo no creo en las otras vidas.

Su mejor amiga alzó y bajó los hombros rápidamente. Cierto, ésa no era su culpa y nada podía hacer al respecto. Magda vio cómo se daba la vuelta y empezaba a caminar, probablemente sin rumbo. Estaba segura de que en el fondo le dolía.

— ¡¡Nati!! ¡¿Y si te digo que me gustas, que nunca quise ser tu amiga pero sí tu novia, que me toqué pensando en ti, que si me abandonas ahora me voy a morir…?! —dejó de gritar porque varias personas voltearon con curiosidad. Se sonrojó.

Nati se detuvo pero no dio muestras de querer verla. Magda corrió hacia ella como si no tuviera problemas respiratorios y un soplo en el corazón.

— Te alcancé —anunció con ayuda de su fuerza de voluntad, no de sus pulmones. Colocó una mano en el hombro de Nati y ésta por fin giró para quedar de frente. Estaba terriblemente roja y muy, muy enojada—. Eso me costó otros dos años de vida —rió después para tratar de bajar el mal humor de su amiga pero sólo consiguió hacerlo mayor.

— Magda, ¿cuántos años tienes?

— Diecisiete —no entendió a qué venía eso.

— Ahora piensa cuántos te dijeron que vivirías.

Magda lo entendió y no respondió. El “para siempre” no existía, ¿verdad?

Dijiste que seríamos amigas para siempre.

Por alguna razón que nadie le explicó, había nacido con un soplo en el corazón. Y nadie le dijo tampoco que viviría menos, bastante menos, de 30 años, ella lo escuchó un día que su mamá lloraba como si sus otros tres hijos fueran de cartón.

Te vas a morir, no hay para siempre, ¿entiendes?

— Tienes razón, es mejor para ti —le comunicó a su antigua mejor amiga. Comenzó a llorar y se echó a correr para que Nati no viera sus lágrimas, no otra vez.

Sus pies se movían sin que sus ojos los guiaran. Tropezó con varias personas pero no por eso se detuvo. Se quedó sin aliento, sintió mareos, tuvo una punzada ansiosa en la cabeza y… un dolor agudo que le obligó a abrir los ojos le traspasó el estómago. Se sentó.

No hay ningún para siempre.

— Vamos ya, que hay que aprovechar el tiempo que te quede —dijo sonriendo, tendiéndole la mano para ayudarle a levantarse.

Magda nunca le había tenido miedo a la muerte pero en ese momento, en el que le parecía algo real y tangible, sintió verdaderos deseos de alcanzar la vejez. No pedía ningún para siempre, sólo un hasta que la muerte nos separe que durara más de 20 años.

domingo, 5 de mayo de 2013

Las galletas de Melody

Ésa era la primera vez que lo hacía aunque, desde luego, no sería la última. Ni siquiera sabía cómo le había llegado el impulso de decirle a esa pequeña que le compraría todas las galletas si... bueno, si le hacía unos pequeños favores. Y no eran nada relacionado con tirar la basura por las noches, cortar el césped del jardín frontal o quitar la nieve de la entrada cuando hubiese. Nada de eso.

Le daba incluso culpa, remordimiento. Por eso casi no podía concentrarse en lo que la niña le decía en esos momentos. Era algo sobre que quería vender las galletas para ganar la bicicleta. Recordó que cuando era pequeña, su mamá se había negado rotundamente a dejarla participar en tal estupidez tan norteamericana.

— ¿Cuántos años me dijiste que tenías? —le preguntó sin importarle haber cortado su narración acerca de lo magnífico que sería para ella pasear por las calles montada en la bici rosa y lo genial que sería ver las lágrimas en los ojos de Samantha Robertson y, aún mejor, de Kathy Schwarz.

— Siete —dijo en un murmullo casi ofendido.

Contrario a todo lo que esperaba Sandra, Melody no siguió hablando de sus compañeritas de clase. Le pareció que el ambiente se tornaba tenso. ¿Era acaso el momento ideal para comenzar a cobrar las galletas? Observó a la niña, notó que llevaba un vestido azul con flores amarillas y zapatitos negros, que su cabello estaba recogido en una cola de caballo y que sus ojos eran verdes.

Suspiró. Se sentía sucia por lo que iba a hacer. Le gustaba. La diferencia de edad era enorme, más de 20 años. Recordaba haber repudiado a los padrastros que violaban a sus nuevos hijos entrando furtivamente a sus habitaciones, aprovechándose. De cierta forma, ella estaba haciendo lo mismo, y lo que más le causaba pena era que ya lo estaba disfrutando.

— Melody, ¿recuerdas lo que te dije de las galletas? —esperó a que asintiera— Bien, pues son muy buenas, eh. ¿Recuerdas también lo que dijiste que harías a cambio de que te comprara todas las galletas que trajeras? —de nuevo, la niña asintió— Pues es momento de… que me ayudes.

Se levantó del sofá, dirigiéndose hacia el sillón de enfrente, tomó a la niña de la mano y la hizo subir a la habitación de visitas. No pensaba hacerlo en la suya, se sentiría mal por años. Una vez arriba, se concentró en el plan mental ya trazado con ansiedad durante las dos noches anteriores.

— Quítate el vestido, Melody.

La niña obedeció con la mirada baja. Lo hizo lentamente, permitiéndole a Sandra disfrutar el momento. Quedó sólo en unos calzoncitos rosas que tenían un patito amarillo en el frente. Como era de esperarse, aún no tenía desarrollados los senos y, por algo que Sandra no pudo explicarse de momento, eso le agradó mucho, tanto que incluso sintió una incómoda humedad entre sus piernas.

— Ahora la ropa interior, amor.

Creyó que Melody se sonrojaría pero no fue así. Al parecer, se había trazado una meta establecida y nada le haría retroceder. Sandra recordaba perfectamente esa sensación de perseverancia y tenacidad. Como cuando a los ocho años entró al jardín de Miss Rogers, en la noche, para buscar una muñeca que su hermana había tirado; tenía un miedo atroz pero se repitió infinitas veces que era su muñeca favorita y que por nada del mundo la perdería.

El pubis de la niña que ahora estaba prisionera en su casa era como lo que recordaba de ella misma: liso y terso, como comprobó poco después al tocarla. No notó el momento en el cual se había acercado, sólo tuvo la sensación en sus dedos y la hermosa, hermosísima seguridad, de que iba a romper el himen de ese espécimen. Todo pensamiento de culpa o vergüenza desapareció. También desapareció el rostro de la niña, con los ojos cerrados y la boca apretada.

Sandra se concentró en tocar las tetillas de la niña, una y otra vez. Después bajó nuevamente a la zona pélvica. Sin esfuerzo, la acostó sobre la cama con las piernas colgando para una mejor visión y porque, según un libro sobre la desfloración, ésa era la posición más cómoda al quitar una virginidad. Sus dedos abrieron los pequeños labios de la niña y aspiró un olor que le recordó las frutas verdes.

Decidió que eso de los preparativos no tendría sentido pues estaba satisfaciendo un mero deseo carnal y no haciendo el amor, además de que la niña no lubricaría. Entonces, mientras con una mano abría lo más que podía los labios, un dedo de la otra mano se colaba no tan disimuladamente por el orificio vaginal. La penetración ocurrió tan rápido que el obstáculo mínimo del himen quedó cubierto en cuestión de segundos.

Con placer, extrajo el dedo del orificio ajeno. Observó el instrumento de desfloramiento: tenía una leve tintura de sangre. Lo lamió. Luego se detuvo a ver a Melody, que lloraba levemente, apretando mucho los ojos y las manos. Sandra sonrió.

— Vamos, no llores. Te enseñaré un juego.

Tuvo que esperar más de 10 minutos a que la pequeña se calmara. Cuando lo hizo, Sandra se quitó el pantalón, la ropa interior, y le enseñó a Melody a chuparle la vagina. Parecía una maestra de nivel básico enseñando a un niño a atarse los cordones. Al final, lo que le provocó un intenso orgasmo fue el hecho de tener a alguien tan joven en medio de sus piernas y la sensación de poder inherente a la situación.

Aturdida aún por el caudal de goce, comenzó a vestir a su ayudante. No le había quitado los zapatos, así que fue una tarea sencilla. Incluso volvió a amarrarle la cola de caballo. Sadra también se puso la ropa que le faltaba. Bajaron a la sala nuevamente. La niña se forzaba a no llorar y eso le agradaba a la mayor pues volvía a sentir remordimiento aunque con una intensidad considerablemente menor. Calculó que para el día siguiente ya no sentiría nada.

— Entonces vienes mañana, ¿no? —Melody movió la cabeza afirmativamente— De acuerdo, trae cuantas galletas gustes.

La llevó a la puerta de su casa y la observó irse caminando por la acera sobre la cual unos perros salían de paseo con sus dueños.

viernes, 3 de mayo de 2013

La pecera azul: VIII

― Que le gusto. Te lo digo porque me besó en la boca… bueno, casi en la boca. ¡Ah! No sé cómo explicarlo.

Samanta la escuchaba con cierta incomodidad. Estaba celosa pero no sabía de qué o de quién. Recordaba haber sentido lo mismo cuando su mejor amiga le había comenzado a hablar a una joven mayor y luego la había cambiado. También era la misma sensación de cuando su novio coqueteaba con otra cerca de ella.

Se limitó a mover la cabeza para decir sí pero a la vez no. Un gesto ambiguo era lo más conveniente en esas situaciones. En ese momento de su relación con Helena, prefería no crearse problemas. Eran buenas amigas y se hablaban diario. Además, se veían unas tres veces a la semana para ir a comer.

Sin embargo, desde que había conocido a Raquel, algo había cambiado drásticamente. Algo interesante había en Raquel. Le gustaba su piel morena, sus ojos oscuros y su cabello lacio. También su manera de hablar. Pero le interesaba también Helena. Ella era Helena, la mujer perfecta.

―…es muy confuso. Es que es linda, pero no soy lesbiana.

Samanta le prestó atención a la última palabra. Lesbiana. Ella tampoco era lesbiana. Nunca había tenido una relación con otra mujer y no recordaba haberse sentido realmente atraída de esa forma. Toda la vida se vio con hombres, algunos mejores que otros.

Se propuso como meta entrar a internet llegando a casa para investigar un poco sobre el hecho de ser lesbiana. Tal vez así sabría qué hacer o qué no hacer. Y tomaría una decisión. Seguramente podría solucionar todo.

― Samanta, ¿me estás poniendo atención?

― Sí, lesbiana ―murmuró.

― ¡Que no soy lesbiana! Tal vez deba comenzar por ser bisexual, ¿no?

Otra palabra que debía buscar en internet. Se preguntó si en verdad había pasado toda su vida tan desinformada y concluyó que sí. Era culpa de su naturaleza despistada. Ahora debería enfocarse en la realidad para salir victoriosa de un asunto importante.

― Claro. Así empiezan todos ―dijo lo primero que se le ocurrió.

― ¿Y si me gusta Raquel?

― Es guapa, no habría nada de malo. Además es joven ―algo de esa frase le hacía daño, le quemaba una parte del orgullo.

Helena la observó fijamente y Samanta sintió que se sonrojaba. La mirada de esa mujer la cautivaba. De nuevo, se sintió insecto, mariposa esta vez. Y esa mariposa se había quedado atrapada en una telaraña. ¿Saldría ilesa?

― Hay otras cosas que me interesan más, amiga ―hacía ya un tiempo que la llamaba así cuando no encontraba un mejor título. Eran amigas pero no era como para andar recordándoselo a cada minuto.

Samanta tomó un poco del agua de jamaica. Iba a seguir comiendo la pechuga de pollo empanizada que había dejado a la mitad pero se le fue el hambre.

― Cuéntame más del beso ―instó.

Helena siguió hablando.

miércoles, 1 de mayo de 2013

La pecera azul: VII

A Raquel la había contratado la doctora Helena. Seguramente algo le había atraído de su persona independientemente del físico, pues ese día no se arregló demasiado para la entrevista. Llevaba ya varias semanas buscando empleo para salir del bache con sus estudios: salir de prácticas consumía dinero. Sin embargo, no había tenido mucho éxito.

Se arregló mucho cuando se presentó a trabajar el primer día. Le gustaba el ambiente que manejaba la doctora. Ella se lo explicaba como algo relacionado con su amable personalidad. Además, había comprado unos cotorros muy simpáticos que ella trataba de acariciar todas las tardes para que no se hicieran ariscos y sus futuros dueños estuvieran contentos.

Los que no le daban confianza eran los peces. Se sentía observada por muchos pares de ojos. A los que más vigilaba eran a las carpas. Su tamaño la desconcertaba y le daba deseos de aliñarlas para luego freírlas. Claro, si hacía eso, no se las comería; primero, porque no habría mucho de dónde agarrar y segundo porque le repudiaba la idea.

A veces, cuando salía temprano de la universidad, llegaba temprano para estar unos minutos más con la doctora. Ella le hablaba de lo bonito que era estudiar veterinaria, de cómo había sufrido al ver a los animales sufrir y de lo mucho que agradecía poder hacer algo por el mundo. Raquel la escuchaba con devoción: era su modelo a seguir.

Desgraciadamente, ahí estaba Samanta. La conoció un día que la doctora había salido a comprar el equipo de estética canina. No recordaba qué le había dicho pero no parecía muy feliz. Después se había ido corriendo. La vio aparecer en repetidas ocasiones, siempre del lado de los peces. Por lo general iba cuando estaba la doctora pero de vez en cuando llegaba cuando ya se había ido.

Entre ellas dos había algo especial. Ella, con su intuición de mujer y de lesbiana, lo presentía. Pero Samanta le mandaba señales confusas, así que dudaba un poco de la verdadera situación. Por eso, para asegurarse de que nada raro pasara, llegaba hasta con una hora de anticipación.

La doctora era tan buena y amable que le pagaba el tiempo que llegaba temprano. Asimismo, cuando se quedaba más tarde de lo normal porque la doctora salía tarde de su clase, le pagaba más. Eso no sólo alegraba a Raquel y le hacía confiar en la bondad del mundo, sino que aliviaba sus gastos diarios.

— Usted me gusta, doctora —pensó decirle cuando aclaró sus ideas, tres semanas después de estar trabajando en la tienda. Luego lo reflexionó y notó que no funcionaría porque seguramente la doctora preferiría a una mujer con experiencia y un buen trabajo.

Pospuso el plan de la confesión pero adelantó el siguiente paso. Un día, cuando llegó cuarenta minutos antes, se le acercó para darle el reglamentario beso de saludo y rozó sus labios discretamente, lo suficiente para que la doctora lo notara pero muy poco para que lo tomara como algo intencional.

Después corrió, sonriendo a adelantar sus tareas pues esa vez tenía mucho qué hacer de la escuela.