Vio el destello de los celos en sus ojos
oscuros. Fue una sensación agradable que la recorrió y le dejó un sabor dulce
en la boca. Por un momento casi olvidó lo que había ido a hacer... Volteó hacia
la mujer de cabello rojizo, con atención; aún tenía sangre en el cuello, sangre
roja y brillante que seguía saliendo de la herida abierta horas antes. Hacía
juego con su cabello teñido, por eso no se tomó la molestia se limpiarla.
Después de todo, no era especial. Era sólo quien reemplazaba a su mutilada y
celosa novia.
Sonrió. La nueva víctima estaba en un banco de
madera, con la espalda apoyada en la pared, las manos y los pies atados, los
labios rotos entreabiertos mostrando dientes rotos también y la cabeza hacia
atrás, flácida, como si estuviese muerta. Pero respiraba. Era una respiración
pesada, de agotamiento, de dolor... Calculaba que moriría en uno o dos días, si
es que ese tajo en la garganta no había sido demasiado profundo. Hizo una seña
con la mano para indicar que ya no quería verla y su pequeña novia acudió al
llamado: colocó una sábana negra sobre el cuerpo.
“¿Por qué te dan celos?ˮ, quiso preguntarle.
Seguramente la respuesta sería satisfactoria. Sabía que se sentía reemplazada,
pero su asunto con las otras mujeres que llevaba era diferente, aunque fuese en
un solo aspecto primordial: las dejaba morir. A ella, a la que ya era su novia,
no, como atestiguaba el muñón. Además la había sacado del sótano, le había
proporcionado una habitación muy pequeña que se cerraba por fuera y de la que
sólo podía salir cuando a la carcelera se le antojara, y había aumentado la cantidad
de alimentos que recibía, incluso le daba carne una vez a la semana.
La mujer a la que había capturado varias
semanas atrás se veía feliz, lo más que podía estar alguien con unas cuantas heridas
causadas por la desobediencia. Desde que el médico que consiguió le había
amputado la mano y una parte del antebrazo, era mucho más dócil, sincera al
complacer. Sólo se había visto en la obligación de quitarle una uña del pie,
pero no porque se hubiese portado mal, simplemente era una cuestión para
reafirmar la situación, por no decir que ese día estaba de mal humor y
necesitaba un poco de sangre.
Salieron del sótano a paso lento, con cuidado
de no tropezar en la oscuridad. Conforme subían los escalones se iluminaban y
la luz le obligaba a cerrar los ojos. Su novia, que iba detrás, le colocó la
mano en cintura. El contacto la hizo reír, un ruido corto y casi gutural. Se
sintió complacida. En ese preciso momento su vida era perfecta y lo sería aún más
cuando la falsa pelirroja del sótano muriera.
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