martes, 8 de octubre de 2013

El dolor del amor



Le besó las mejillas, lenta y abundantemente. Los besos se resbalaron como lágrimas de una cascada, inundando su cuello y bajando entre los senos para terminar en algún rincón cálido cercano a la entrepierna. La besó más, sin intención de detenerse, sin elevar el precio de los besos a cifras exorbitantes más allá de la capacidad de la otra. Más, cada vez más deprisa, más. Se fue abriendo paso con las manos, a grandes abrazos cariñosos, rebosantes de inocencia.

Repitió que la amaba, que nunca podría dejar de hacerlo porque así había sido siempre y así le gustaba que se quedara. Le acarició los senos sin dejar rastro, ni marcas, ni siquiera una huella en el consciente de su pareja. Los besos eran más marcados, menos certeros, dolorosos para quien los recibía pero dulces para quien los daba. Empezó a gritar, pero no supo distinguir si era su propia boca la que lo hacía a la par que besaba o la boca de la otra a la par que sollozaba.

Entonces todo acabó. Sacó el cuchillo de una bolsa y lo introdujo en el estómago de la otra. Los besos se volvieron aún más agresivos mientras la vida se apagaba de los ojos que alguna vez amó pero que ya no le hacían falta. Sonrió al sentirla muerta, al verla con la ropa desarreglada. Sonrió porque por fin, por una vez en muchos años, había dejado de sentir el dolor del amor.

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