Le besó las mejillas, lenta y abundantemente. Los
besos se resbalaron como lágrimas de una cascada, inundando su cuello y bajando
entre los senos para terminar en algún rincón cálido cercano a la entrepierna.
La besó más, sin intención de detenerse, sin elevar el precio de los besos a
cifras exorbitantes más allá de la capacidad de la otra. Más, cada vez más
deprisa, más. Se fue abriendo paso con las manos, a grandes abrazos cariñosos,
rebosantes de inocencia.
Repitió que la amaba, que nunca podría dejar de
hacerlo porque así había sido siempre y así le gustaba que se quedara. Le
acarició los senos sin dejar rastro, ni marcas, ni siquiera una huella en el
consciente de su pareja. Los besos eran más marcados, menos certeros, dolorosos
para quien los recibía pero dulces para quien los daba. Empezó a gritar, pero
no supo distinguir si era su propia boca la que lo hacía a la par que besaba o
la boca de la otra a la par que sollozaba.
Entonces todo acabó. Sacó el cuchillo de una
bolsa y lo introdujo en el estómago de la otra. Los besos se volvieron aún más
agresivos mientras la vida se apagaba de los ojos que alguna vez amó pero que
ya no le hacían falta. Sonrió al sentirla muerta, al verla con la ropa
desarreglada. Sonrió porque por fin, por una vez en muchos años, había dejado
de sentir el dolor del amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario