lunes, 29 de abril de 2013

La pecera azul: VI

Helena se hizo dueña de la tienda de animales sin temerlo ni deberlo. Su jefe se retiraba para irse a vivir a Italia. Le ofreció la tienda por un precio razonable y accesible, así que ella aceptó. Ese hecho le llevaba a la necesidad de contratar a una persona para que atendiera en las tardes. Además, aumentaría el alcance de la tienda con consultas diarias.

Cerró una semana para hacer un nuevo inventario y llevar más animales. Eligió una gran variedad de peces y un par de aves que antes no estaban disponibles. Durante ese tiempo, también entrevistó a tres personas y se decidió por una joven de veintiún años, estudiante de veterinaria.

Samanta no le preguntó gran cosa. A veces era así, sólo dejaba fluir el caos. Únicamente le preocupó que Helena procurara a sus peces y le consiguiera el número de alguien confiable para lavar su bella pecera panorámica. Era un trabajo difícil y, por más que quisiera a esos peces, no lo hacía. De hecho, estaba todo un poco sucio a pesar del filtro limpia todo. Nada era eterno.

Desde luego, tampoco le tomó importancia a cómo  manejaría Helena el asunto. Por eso le sorprendió tanto llegar y ver a una joven con un cuerpo extremadamente bien hecho y un bellísimo rostro.

— ¿Y Helena? —preguntó directamente, sin mirar a nadie más, con una leve sensación de estar perdida.

— Tuvo que ir hoy a comprar equipo para estética canina. Puedes traer a tu perro, ya sabes que la doctora es muy buena.

— ¿Y tú qué haces aquí? —por poco tartamudeaba al decir eso.

— Aquí trabajo. La doctora me contrató para estar en las tardes.

— Ah —expresó para después salir corriendo hacia su automóvil.

Estaba confundida. Por primera vez en mucho tiempo, se preguntaba algo aunque no estaba consciente de qué era. Ni siquiera había preguntado el nombre a la empleada. No sabía si debía ocuparle ese asunto. Lo primero que se le ocurrió fue tomar su celular y marcar el primer número en favoritos.

Helena recibió la llamada acusadora de Samanta. El reclamo principal era el no haberle dicho que iba a contratar a una persona. Helena se evitó repetirle la información, sólo le dijo que estaba ocupada. No escuchó que a Samanta su nueva empleada le había parecido excesivamente atractiva.

sábado, 27 de abril de 2013

La pecera azul: V

Helena comenzó a ir a clases de spinning ese día. Sentía la terrible necesidad de bajar de peso. Como lo había imaginado por mucho tiempo, esa vez, cuando se vio frente al espejo, notó que sus defectos no eran tan grandes.

También se pesó y lo anotó en una libreta pequeña de hojas azules: 61 kg. No estaba mal, lo único problemático era que medía 1.54 cm, Se pasaba de su peso limite máximo 2 kg. No recordaba alguna vez haber alcanzado los 54 kg, ni cuando iba al gimnasio. Pero esta vez se esforzaría más. Había planeado hacer dos horas de ejercicio, seis días a la semana. No le iba a importar el dolor, debería disminuir su grado de obesidad para que Samanta…

Había ocurrido de nuevo. De la nada, el nombre de su cliente-amiga había surgido. Si buen era cierto que algo en esa mujer le intrigaba, no era para tanto. Sí se aparecía hasta en la sopa. Lo peor del caso es que últimamente tenían la sana costumbre de llamarse en las noches. A Helena, más que incomodarle, le regocijaba, pero no se permitía admitirlo… tanto. Algo raro había en todo eso, como el sueño d la otra noche. De solo recordarlo, Helena sentía el rostro cálido y si su color de piel hubiera sido dos tonos mas claro, habría parecido un tomate o una manzana.

Comenzaba a preguntarse seriamente si los últimos y únicos 26 años de su vida se le habían ido con las ideas equivocadas. Es decir, ella sabía lo que era la homosexualidad, tenía amigos, había ido a las marchas como símbolo de apoyo e incluso un día uso una pulsera con los colores del arcoíris a causa de una apuesta perdida. Sin embargo, en su mente, era algo que no podía pasarle. Ahora reconsiderando sus puntos de vista y rememorando los hechos para obtener algún indicio. Mas no lograba entender nada. Tal vez fuera porque le daba miedo nunca haberlo sabido siempre o nunca haberlo notado; se lo reprocharía y quería evitar sermones propios. No, nunca lo había considerado minuciosamente.

Aun así, aceptaba el hecho de que Samanta le gustara. Seguía apenándose y afligiéndose peo la aceptación existía y estaba latente.

Se imagino más delgada besando a Samanta. Levaban poco tiempo de conocerse pero podían tomarse esas libertades. Sus labios se juntaban lentamente hasta completar su perfecta unión.

Un ruido, como la alarma de un reloj de mano, le hizo olvidar su ensoñación. Era para recordar que ya debía irse a clase. Tomó su botella de agua, las llaves de su casa y salió a ganar atractivo.

jueves, 25 de abril de 2013

Reencarnación

Le estaba contando que su novia era una malagradecida. Le había dado techo y comida cuando más lo necesitaba y se lo pagaba negándole unos pesos para pagar la cuenta de la luz que, por cierto, ella también usaba.

Hablaba mucho y ella comenzaba a perder el hilo de la conversación. Después de dos horas y media, sólo captaba palabras sueltas: maldita, negarme, así, atreve.

Esa mujer, que hablaba sin parar, era su mejor amiga. Se llamaba Mónica. Llevaban diez años de ser amigas y a ella le gustaba desde hacía quince. Mucho tiempo. Como era de esperarse, nunca se lo había confesado.

Tampoco le había dicho que era lesbiana, prefería fingir una inexistente heterosexualidad.

Para apoyar su versión, había conseguido un novio con el que sufría sistemáticamente con el fin de aumentar el realismo de la situación. Nunca tenían sexo con la excusa de querer llegar virgen al matrimonio.

Mónica le creía. Le daba consejos y la abrazaba cuando estaba triste. Era bueno ser la mejor amiga aunque en el fondo dolía saber que nunca podría tenerla. Ni siquiera había espacio para la resignación.

― Si yo tuviera una novia tan bonita como tú, le daría todo lo que tuviera… y hasta lo que no ―le había dicho en más de una ocasión al escuchar sus quejas y consolar sus llantos.

Mónica nunca lo notaba. Se mantenía enfocada en sus problemas y en la eterna amistad. Y por más que ella hiciera comentarios con claras insinuaciones, nunca surgía algo concreto.

De pronto, sintió que le tocaban el hombro y, al salir de su ensoñación, vio a Mónica sonriendo con los ojos cristalinos.

― ¿Qué? ―murmuró tratando de que su amiga no creyera que no le ponía atención.

― Que por eso me gustaría estar contigo. Pero tú ya tienes novio.

Ella cerró los ojos y sonrió levemente. Eso no podía ser. Su amistad se arruinaría o algo así. No estaba destinado a pasar. Contuvo las lágrimas y abrazó a Mónica.

― Tal vez en nuestra siguiente reencarnación.

Mónica comenzó a llorar con fuerza. Sabía que era porque no creía en la reencarnación.

martes, 23 de abril de 2013

La pecera azul: IV

Samanta se vio besando apasionadamente a Helena. Primero eran sólo eso, besos. Después eran también caricias. Sintió claramente la piel suave de Helena pasando debajo y entre sus manos, estancándose a veces, resbalando en otras ocasiones.

También comenzó a lamer su cuello aunque nunca en la vida había hecho eso. Pronto, se encontró cerca del sexo de Helena y se sintió irresistiblemente atraída. Ella era un insecto y con una sola palabra su amiga, bajita y algo regordeta, podía obligarla a hacer cualquier cosa.

Sin saber bien lo que hacía, besó, lamió y succionó la parte más íntima de Helena. No escuchaba nada, ni su propia respiración. No sabría cómo continuar. De repente, la otra mujer le jaló el cabello. Salió de su seguro escondite y vio su rostro. Era más bella de lo que recordaba.

Se perdió en su belleza mientras Helena se ponía sobre ella y la tocaba por todos lados. Samanta abría la boca pero seguía desorientada, perdida en un sueño sin fin. Le gustaba, desde luego. Todo su cuerpo temblaba de emoción. Helena estuvo dentro de ella una eternidad, la eternidad más deliciosa de su existencia.


Helena se encontró en una cama diferente en ropa interior. Lo curioso era el color de su ropa: negra. No recordaba tener una a juego. Al voltear hacia arriba, vio a Samanta sobre ella, tocándola. Después se besaron. En su memoria, no le atraían las mujeres; en su situación actual, le encantaba Samanta.

Su vista se acostumbró mejor a la penumbra y de reojo vio una especie de falo. Un dildo seguramente. Nunca había tenido la necesidad de comprar uno, por eso le dio curiosidad. Vio que Samanta lo tomaba, lo lamía y lo introducía en ella. Debieron haber conversado más antes de llegar a esos términos, habían olvidado varios detalles.

No se sentía mal, tenía su punto encantador. Seguramente estaba gimiendo. En otra situación, se avergonzaría. Sintió que el cosquilleo definitivo llegaba poco a poco, tomándose su tiempo. Tendría dos minutos de coherencia antes de la explosión. Miró a Samanta y casi pensó que era otra persona, aún más atractiva.

El cosquilleo explotó dentro de ella y se sintió feliz, tanto que creyó que eso no estaba pasando en realidad. Tomó una mano de Samanta y la besó. Aunque no hubiera amor, con eso le bastaba… por el momento. Ya luego tendría tiempo de indagar.

Cuando Samanta despertó, creyó que encontraría a Helena a su lado. No. Estaba sola y vestida. Cayó en la cuenta de que no había sido cierto. No le preocupó lo que podría significar ese sueño. Se acercó a la pecera y encontró a un pececito muerto. Después de tirarlo por la taza del baño, siguió con su vida.

Helena despertó como de una pesadilla. Sudaba y descubrió que se había quitado la parte superior del pijama. Vio sus pezones y le dio pena. Se bañó y vistió con rapidez para ir a trabajar. Si Samanta se presentaba en la tienda, no podría verla a los ojos.

domingo, 21 de abril de 2013

La pecera azul: III

También había comprado plantas, de las especiales para peces de agua dulce, no cualquier planta. A pesar de tener mala mano para cualquier cosa verde y fotosintética, éstas seguían vivas y de buena gana, así se lo hizo saber a Helena mientras tomaban limonada y té de canela en un pequeño restaurante cercano al trabajo de de la veterinaria.

Helena escuchaba su charla animadamente, sonriendo cada que la oportunidad se lo permitía. Por alguna extraña razón, quería mostrar sus perfectos dientes, obra de una costosa y dolorosa ortodoncia de cinco años. También parecía querer mostrar su nuevo labial de Revlon, comprado en preventa exclusiva y que justificaba su precio con un curioso color durazno. Hacía rato que los panecillos, tipo rollos de canela, que habían pedido yacían sobre la mesa, dentro de una canasta, mirándolas con enfado por no darles sus fin ultimo. Sí, ¿qué se creían esas dos, mirándose como perritos con ganas de jugar? ¿Eran tan buenas como para no comerlos?

Sin querer, dejaron de hablar de peces y centraron su conversación en temas más personales. Samanta contó que tenía 28 años, un piso en la colonia Roma comprado a base de carencias, un trabajo en una editorial y ningún novio. A escuchar esto último, Helena rió un poco.

— ¿No tienes novio a tu edad?

La pregunta era casi una burla. Parecía estar llamándola vieja.

— ¿Pues cuantos años tienes?

— Veintiséis, genio.

Helena comenzó a hablar. A sus 26 años, tenía ya una plaza en la UNAM, sí, en C. U., en la facultad de veterinaria, una casa construida con su esfuerzo cerca del pedregal, un par de gatos y cuatro perros.

— ¿Y tu novio? —preguntó Samanta, aún ligeramente ofendida.

—Ya me aburrí de esas cosas —respondió tomando un poco de su té de canela.

— Ah. ¿Y sí has tenido muchos?

— La verdad es que no, ¿quién quería andar conmigo? Digo, las gordas no tenemos sex appeal.

Samanta la observó con detenimiento. No era precisamente gorda, le sobraban unos dos o tres kilos. Si se veía pasada de peso era por su estatura, no más de un metro cincuenta y cinco centímetros. Su rostro era atractivo, bastante: facciones finas, labios besables, ojos pequeños y almendrados, nariz sin imperfecciones. Y su cabello se ondulaba naturalmente…

— ¿Tu ondulado es natural?

Helena la observó un rato antes de procesar la pregunta. “Mi ondulado es natural”, repitió mentalmente llevándose una mano al cabello, sin notarlo.

— Sí —murmuró por fin, después de un esfuerzo mental.

Samanta volvió a retomar sus cavilaciones. Su cabello se ondulaba naturalmente a media espalda con un tono negro azabache, tal vez teñido. Esta vez, reprimió su impulso y se quedó callada. Mientras tanto, Helena se preguntaba qué pasaba por la mente de esa mujer.

— Eres bonita —sentenció Samanta—. Mucho. Deberías tener más éxito. Pero no es tu culpa, es de los hombres, que son tontos.

Helena no pudo evitar sentirse halagada. Ojalá pudiera hablar así con un hombre.

viernes, 19 de abril de 2013

La pecera azul: II

El agua de su pecera era azul porque le habían dicho que el azul de metileno era bueno para que sus peces no se enfermaran. Tampoco era como si tuviera muchos, no, pero no había necesidad de comenzar a contar bajas. Al final, había cedido a comprar dos bettas aunque los había separado: uno a cada extremo de su gran pecera dentro de un contenedor no tan pequeño.

Aún así, se había obsesionado un poco… con los peces o con Helena, algo así. No le daba mucha importancia porque así era ella, siempre pensando todo a último momento. Iba a hacer otra visita esa semana, un miércoles para tener un poco de suerte. Se llevaría unos peces dorados y un café americano en buena compañía.

No tuvo tiempo de prestar demasiada atención a su postergada visita pues el trabajo la mantenía ocupada. Así que el miércoles, al entrar, corrió a comprar anti-cloro, más azul de metileno, diferentes marcas de alimentos y vitaminas en gota. Helena se le acercó creyéndola loca.

— ¿El fin del mundo y llevas lo necesario para tus peces?

Samanta tuvo ganas de reír pero era un asunto muy serio.

— Hace rato estuve en internet y estos animales requieren muchos cuidados, ¿sabes?

— Sí, trabajo en este lugar.

Volteó alrededor como no recordándolo. Cierto. Según la poca información que había podido obtener de Helena, era veterinaria. Se había especializado en peces pero, a grandes rasgos, sabía un poco de perros y gatos. Trabajaba allí por las mañanas como parte de un servicio auto-impuesto para compartir con el mundo algo de lo que había logrado aprender.

— Claro —murmuró por fin—. Oye, quiero más animalitos. Peces, digo —añadió con rapidez.

— Tú elige y yo te los doy —sonrió.

Conforme sus visitas se hacían más largas (aunque en realidad llevaba sólo tres), Helena le parecía más atractiva. La impresión básica persistía: bajita y regordeta. Sin embargo, los detalles empezaban a tomar forma y a grabarse en su mente: ojos oscuros, morena clara, unos cuantos putos negros en la zona T pero sin imperfecciones en el resto del cutis y poco maquillaje, sólo sombras.

Además, empezaba a cuestionar muchas cosas, como su edad. Según Samanta, tenían una parecida, unos veintiséis años, más o menos dos. Los suficientes años para vivir independientemente y tener un ingreso fijo.

— También quiero un gato aunque las caricaturas digan que no se llevan bien con los peces —se oyó decir de pronto.

— Tengo gatos. Cuando preñen a la hembra, te daré uno —le guiñó el ojo.

— Genial.

Le pareció incómodo —para Helena, no para ella— seguir allí sin elegir nada. Por ello comenzó a examinar a los animalitos que, por si eso le faltara, parecían esconderse. Finalmente se decidió: además de los peces dorados, llevaría dos carpas. Todos podrían convivir pacíficamente.

— No tendrán problemas, ¿verdad?

— Nada de eso —le aseguró.

Hábilmente, Helena los sacó de su ya antiguo hogar con una red bastante amplia, empezando por los peces dorados y avanzando después hacia la pecera de las carpas. Los colocó en bolsas separadas y se los dio a Samanta. Cuando ésta pagó, saludó con la mano a su veterinaria favorita y se encaminó a casa. Planeaba ya un regreso inesperado…

Sintió que le tocaban el hombro pero apenas y pudo girar por todo lo que llevaba (tanto peces como accesorios). Escuchó, no vio.

— Te invito a tomar algo —dijo algo cansada, como si correr dos metros hubiera sido una actividad muy difícil.

Samanta no puedo evitar sonreír. Había olvidado el café americano.

— ¿Ya mismo?

— Mi turno acaba en veinte minutos. Hoy llegaste tarde.

Rió. Sí, se había despertado unas horas después de lo habitual y había retrasado su cita con los peces.

— Sólo que deberás acompañarme a casa a dejar a estos animalitos. Voy a dejarlos al coche y paso por usted —desde luego, ese repentino “usted” correspondía a una muestra de gallardía—. ¿No trabajas también en la tarde?

— Doy clases y mis alumnos tienen hoy el día libre.

— Vaya, ojalá hubieses sido tú mi profesora —y, sin siquiera notarlo, la miró con picardía—. Ya regreso.

Mientras Samanta se encaminaba hacia su automóvil, Helena pensó que había elegido el día correcto para mandar a sus alumnos a un congreso.

miércoles, 17 de abril de 2013

La pecera azul: I

Llegó a esa tienda de mascotas porque estaba empeñada en comprar peces. Ya había comprado la pecera panorámica, dos termostatos y el filtro más grande que encontró. También consiguió piedritas de colores para el fondo y rocas con huecos para que nadaran a través de ellas.  Sólo le faltaban los peces.

Al entrar, corrió a las peceras. Había peces de todos los tamaños y colores pero no reconoció a ninguno. Los observó por largo rato para decidirse por algunos. Sin embargo, le daba miedo que los grandotes se comieran a los más pequeños. Poco después, se le acercó una trabajadora de la tienda. Era joven y estaba gordita. Algo de ella le atrajo.

— ¿Te puedo ayudar? —ahorró decir: es que ya llevas mucho tiempo allí parada.

Lo pensó.

— Mira, tengo una pecera panorámica de 120 litros y todos los accesorios. Me faltan los peces pero no sé cuáles elegir. Deben ser muchos, ¿no? Tengo que llenar el espacio.

— Puedes llevar unos guppys. Pueden convivir con los peces Mickey y… —se detuvo porque su cliente ya estaba a un metro de distancia observando a través de unas cajitas de cristal con agua.

— ¿Y éstos qué son? Me gustan. ¿Por qué están solitos? Se ven enfermos, ¿no?

Se acercó lentamente.

— Peces Betta. Como todos son machos, hay que mantenerlos separados o se lastiman porque pelean. No están enfermos, sólo les falta espacio, una lámpara y mejor comida —dijo expresando su opinión aunque su jefe se lo había prohibido. Por una vez, no lo corrigió.

— Ah. Entonces no puedo llevármelos… a todos, digo.

La vendedora no le respondió. En esa ocasión, no compró peces, sólo se llevó una lámpara para su pecera. Llegando a casa lo colocó, decidida a aparecer al día siguiente en la misma tienda e intentar comprar aunque sea diez peces.

Cuando la tarde siguiente entró a la tienda, inmediatamente se acercó a la vendedora. Esta vez no le hizo preguntas sobre los peces, sólo le pidió ayuda para elegir diez. Quería su sincera opinión sobre ellos, su salud y lo que llegarían a vivir. No quería decepciones.

— Por cierto, ¿cómo te llamas? —le preguntó cuando la chica le explicaba por qué no debería comprar peces dorados.

La trabajadora la miró con extrañeza. No obstante, algo le indicó que confiar no sería tan malo.

— Helena. ¿Y tú?

— Samanta —se volteó y siguió viendo peces.

Helena pensó que sería divertido ser amigas.

lunes, 15 de abril de 2013

Atrás y adelante

Metió su lengua entre los sabrosos labios vaginales y procedió a moverla. Adelante atrás, atrás y adelante. Siguió en círculos, explorando cada salado rincón. Alzó ligeramente la cabeza y con éxtasis contempló el rostro de su amante nocturno: placer. Regresó a su maniobra, complacida por los sonidos guturales que escapan de una boca ajena. Lamió de arriba a abajo el exterior del sexo hasta que la otra le pidió que la penetrara. Obedientemente le mostró dos dedos, sonrió lascivamente, los lamió y los metió en la húmeda cavidad. La sensación era indescriptible, se sentía arrullada y protegida. Exploró poco a poco el lugar embarrándose cada vez más con los fluidos. Tocó todos los extremos y giró hacia todos los lados. Por fin, la otra mujer culminó el procedimiento. Salió de ese cuerpo ajeno, se sentó a lado y le preguntó:

— ¿Cómo estuvo? ¿Mejor que con tu esposo?

La mujer que aún yacía en la cama abrió lentamente los ojos. Intentó pronunciar algo pero pareció retractarse. La observó en silencio por largo rato.

— Pregúntaselo a él.

— Lo haré mañana, mamá.

La joven salió de la habitación cuidando que su padre no se enterara de su paradero. Visitaría a mamá más a menudo.

sábado, 13 de abril de 2013

La oscuridad de su somnolencia

— ¿Y no pudiste comprar una pastilla? No sé, ir a una clínica desde ese momento. Mínimo, hacerte una prueba —aunque no lo pareciera, estaba gritando. Su voz se escuchaba calmada, sí, ése era su truco, pero le estaba gritando mentalmente y por dentro, se gritaba a sí misma—. ¿Y por qué no me dijiste nada? ¿Acaso no merezco saber cosas de ti?

Mariana trató de decir algo pero las palabras, aún no reflexionadas, murieron en su boca.

— No me digas nada ahora. Debiste haberme informado hace dos meses, mínimo, para que pudiéramos hacer algo. ¿Y ahora qué? ¿Por tu culpa mi vida se va a arruinar? No basta con que… —cerró los ojos, conteniendo las lágrimas— No, no basta, ahora también tendré que velar por otra alma, ¿no?

— Ya cálmate, Eva.

— ¿Cómo quieres que me calme? Por eso no querías que tuviéramos sexo. O sea, has venido estropeando mi vida desde ese momento y ni siquiera pude saberlo, sólo me echaste tierra y me ahogaste.

Eva se dio la vuelta, se sentó en un sillón y se cubrió el rostro con las manos. Mariana pudo ver claramente cómo le escurrían las lágrimas. No tuvo el valor de acercarse, sentarse y abrazarla, consolarla de cierta manera. Tal vez sí era su culpa. Debió haber ido a la farmacia ese mismo día y comprado una de esas pastillas que anuncian en los folletos de educación sexual. Pero estaba muy asustada.

Después de que pasara lo que la tenía metida en ese embrollo, Mariana tardó tres días en salir de su casa. Ni siquiera respondía llamadas. Durante todos esos días decidió algo: no se lo contaría a nadie. Eva estaba incluida en el “nadie”. Nada pasaría, ella confiaba en las buenas vibras del universo.

— Eva, ya. Podemos sacar algo bueno de esto.

No la escuchó. Para Eva, eso era el fin de su vida. No podía dejar a Mariana porque, detrás de todo su enojo, frustración, decepción y odio, sabía que debía ser su apoyo. Si no, ¿para qué servía una pareja? Además, estaba segura de que no había dejado de amarla.

Por fin, se limpió las lágrimas. Sin embargo, querían seguir saliendo. Se levantó, se dirigió hacia Mariana y la abrazó muy fuerte. Volvió a llorar pero esta vez se sentía protegida. Era irónico, Mariana soportaba la carga más pesada y, aún así, seguía tranquila. Confiaba mucho en Eva.

— Todo nos va a salir bien. Ya no somos unas niñas, podremos lidiar con esto.

Eva asintió, recargada completamente en el cuerpo de su novia.

— Tenemos un trabajo, ¿no? Podemos conseguir un mejor techo bajo el cual estar... juntas. Si algo pasa, acudiremos a nuestra familia, a los amigos. No hay nada que temer, ¿lo ves?

— ¿Y nos tendremos que casar? —preguntó Eva entre sollozos, tratando de reír.

Mariana rió de buena gana.

— Posiblemente.

Cuando Eva dejó de llorar, se sentaron a hacer planes. Claro, tendrían que ir a ver a un ginecólogo pues debían asegurarse de que el embarazo iba bien. Posteriormente, habría que tramitar un crédito para una casa, rentar ya no era una opción. Lo más probable era que despidieran a Mariana cuando estuviera cerca de dar a luz, así que necesitaban ahorrar y conseguir otro trabajo, por lo menos Eva.

El mundo no era tan oscuro. Esa noche, tuvieron sexo después de tres meses. A Mariana aún no se le notaba el embarazo. Eva fue tierna, amable. La beso muchas veces antes de acariciarla y la acarició por todas partes antes de penetrarla. Al principio, Mariana cerró los ojos, como si quisiera eliminar un mal recuerdo, después se dejó llevar.

Aun después de penetrarla, Eva siguió acariciándola. Le lamió el cuello y los senos. La abrazó y se desnudó para juntar sus cuerpos. El calor que ambas se transmitían era reconfortante. También se dejó hacer, aunque con un poco de recelo por la falta de costumbre. Mariana le susurró palabras de amor y promesas que tal vez no se cumplirían mientras estaba dentro.

En ese momento, infinitas posibilidades pasaron frente a ellas, quienes tomaron sólo las más prometedoras, las más convenientes. Siguieron besándose hasta quedarse dormidas. Una noche tranquila después de un día desastroso.

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Mariana caminaba hacia su trabajo. No era muy temprano y había gente en la calle. Una mañana como cualquier otra. Miró el cielo para inspirarse con la belleza del sol. Se quedó prendada. Sintió cómo el aire pasaba junto a su cara y, cuando volteó por curiosidad, vio a un hombre parada caminando junto a ella.

— Me vas a seguir, ¿de acuerdo?

Mariana no tuvo tiempo de abrir la boca. El hombre le mostró una pistola escondida entre su chamarra. Mariana todavía dudó. Al ver la vacilación en el rostro de la joven, le mostró una foto: era Eva.

— Está bien, pero dame la foto.

Contrario a lo que esperaba, el hombre se la dio. Tomó a Mariana por la cintura, como si fueran una pareja normal, y guió su camino. Momentos después, el hombre se colocó detrás de ella y se pegó más, ella claramente sintió un bulto contra su trasero. Sabía lo que pasaría.

Llegaron a una casa hecha de ladrillos negros. Sin despegarse demasiado de ella, el hombre sacó una llave y abrió. Al entrar, Mariana vio un colchón en el suelo, en el patio. Sintió cómo la tiraba en él.

— Quítate la ropa.

Dejó de acceder. El hombre se tiró sobre ella, le tocó sin cuidado los senos y la pelvis. Sacó su miembro del pantalón y le obligó a metérselo en la boca. Mariana lo mordió. Fue cuando él se enojó, le dio una gran bofetada, sacándole sangre de la boca. Le bajó el pantalón y la penetró con prisa, eyaculando dentro.

Toda la faramalla no llevó mucho tiempo. Máximo diez minutos. Pero Mariana cerró los ojos y pensó en Eva, sólo en ella. Le dolió mucho el golpe mas intentó no llorar. Cuando todo acabó, se subió el pantalón y salió corriendo de la casa pues el hombre no había tomado muchas precauciones.

No fue a trabajar pero tampoco a la farmacia. No llamó a Eva ni se conectó a internet. Sólo se tiró en su cama y lloró. Cuando se le acabaron las lágrimas, lloró sangre con la ayuda de una navaja.

Cuando volvió a ver a Eva, todo estaba como antes. No le dio explicaciones. Ignoró lo que podía estar pasando en su cuerpo. Vivió en la ignorancia por tres meses, tres meses en los que se negó a tener sexo con Eva y notó cómo su periodo menstrual se detenía. Fue a un laboratorio a descubrir dos noticias: no tenía ninguna enfermedad pero estaba embarazada.
Su primera reacción fue correr a casa de Eva.

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— Prométeme que tendrás cuidado —le dijo Eva esa mañana, aún adormilada.

Los domingos, Mariana se quedaba a dormir en su casa —rentada— pero, a cambio, debía irse muy temprano para llegar al trabajo.

— Lo tendré —le dio un beso en la frente y salió de la habitación después de apagar la luz.

— Te amo —susurró Eva a la oscuridad de su somnolencia.

jueves, 11 de abril de 2013

Siempre así

Wendy se estaba portando de forma muy rara. Claro, era por Stan. Y no por eso Bebe dejaba de seguirla a todos lados, de admirarla en cierto sentido. Porque además de todo, Bebe pensaba que Wendy era hermosa. Alguien digno de contemplación. Así que si ella pedía algo, Bebe disponía lo mejor que le era posible.

Esa vez la vio sentir unos celos desmesurados sólo porque la profesora sustituta prestaba atención a Stan. Le sorprendió mucho verla gritar como loca en la cafetería y escuchar cómo había amenazado a la profesora. Al principio, Bebe se sintió una alteración de su seguro mundo pero rápidamente lo asimiló y decidió que si iba a seguir a Wendy hasta el fin del mundo, no estaba mal ayudarle a recuperar a Stan.

Bebe siempre supo el plan de Wendy. Aún así, se dio cuenta de lo mucho que la quería cuando se disculpó frente a todos; pensó que alguien con esas acciones no podía ser malo, todo lo contrario. Luego la vio irse con Stan, todo como antes. No importaba, Bebe estaría allí hasta que se le ocurriera algo más que hacer.

— ¿No te da culpa? —le preguntó después de que Kyle se hubo marchado, aún sin creer que Wendy fuese capaz de mandar a alguien a morir en el sol.

Wendy no volteó. Al parecer, en ese tiempo su amor por Stan podía más que cualquier otra cosa. Se reacomodó los lentes de sol y bebió un sorbo de su limonada.

— Nunca lo entenderías —respondió por fin con una débil sonrisa.

Era cierto. Bebe no lo entendía y jamás llegaría a hacerlo. Se consoló con el pensamiento de siempre: si Wendy quería a Stan y estaba bien para ella tenerlo bajo cualquier circunstancia, todo marcharía bien para Bebe.

Siguieron sonriendo, recostadas frente a la piscina, viendo el ir y venir de muchas personas. Bebe esperaba que su vida fuese siempre así.

martes, 9 de abril de 2013

En el patio del colegio

Wendy sabía que Bebe no era así, no podía ser así. Ella la conocía mejor que nadie. Sabía todo de ella, lo que decía a las demás chicas y lo que sólo le decía a ella. Pero no lo de los zapatos. Era denigrante para Bebe: ¡salir con un chico sólo por un par de —maravillosos— zapatos! No, podría haber sido cualquiera, no Bebe.

Wendy prefería que su amiga saliera con chicos sólo porque le gustaban. Como cuando quería a besar a Kyle. Eso no le molestaba. Bebe tenía derecho a estar con quien gustase. Sin embargo, le pasaba algo, pero no sabía muy bien qué. Eso sí, le sudaban las manos cuando estaba a solas con ella, más que cuando estaba con Stan, y quería quedarse allí un largo rato.

— ¿Qué es gustar? —le preguntó un día a su papá.

— Cuando un niño te parece atractivo.

— ¿Sólo un niño? —él no entendió bien la pregunta. ¿Se refería su hija a que le podían gustar dos niños a la vez? No le respondió.

Lo que Wendy quería saber era si le podía gustar una niña. Conocía hombres que estaban juntos pero nunca había visto el caso de dos chicas. Tal vez era posible pero, en todo caso, no sería bueno.

— ¿Qué te pasa Wendy? —dijo Stan al verla sentada en un columpio del patio de la escuela.

— Pienso.

Se le ocurrió que podría vomitarle encima pero estaba muy ocupada para prestarle atención.

— ¿A ti alguna vez te ha gustado alguien?

— Sí —contestó como si fuera lo más natural del mundo—. Y le vomitaba a menudo.

Wendy rió de buena gana. Entendió lo que debía hacer. Se levantó y corrió sin pensar mucho. Si reflexionaba, se arrepentiría. Vio a Bebe con varias niñas alrededor, como siempre. Se acercó más. Al llegar, la jaló del brazo, sacándola del grupo.

— Bebe, me gustas —profirió a toda velocidad sin dejar que ella pronunciara palabra.

Bebe la miró fijamente. Luego comenzó a reír. Se entendía que era una broma. Wendy sonrió; lo había intentado. Cuando caminaban hacia el grupo de niñas, rozaron sus manos. Eso era suficiente.

domingo, 7 de abril de 2013

Clases privadas

— Vamos, ahora en perro boca abajo —dijo colocándose detrás de ella y empujándole la espalda para que sus omóplatos no sobresalieran tanto—. ¡Talones al piso!

La joven que estaba en la postura de yoga apretó los ojos y trató de bajar los talones sin poder olvidar las manos de su instructora, que le recorrían la espalda empujándola.

Le había llevado más de un año hacer decentemente el perro boca abajo y justo porque quería perfeccionarlo le había pedido a Cristina que le diera clases privadas tres veces por semana.
Así que después de la clase normal, ambas iban a casa de Magdalena y practicaban otras dos horas. Fue después de dos semanas que notó lo mucho que la maestra de yoga le atraía y que no le molestaba en lo más mínimo que le tocara al corregirla.

 — Cobra. Estás mejorando, ya bajas más los talones —pronunció Cristina con la fuerza y ánimos que siempre la caracterizaban—. Ahora ve a tabla y comienza a armas un triángulo apoyado. Comienza por el lado derecho.

Hizo las cosas lentamente, paso a paso. Y justo cuando armaba el triángulo apoyado, perdió el equilibrio. Cristina estaba arrodillada a su lado. Cuando la sintió caer, se tiró al tapete para que Magdalena no se lastimara.

— Perdóname —se oyó murmurar.

— No hay problema.

A Cristina le dolía el impacto. Magdalena tomó valor, se levantó, le tendió la mano a su instructora y cuando ésta se hubo puesto en pie, la besó en los labios. Su saliva era insípida pero aun así le gustó.

Al día siguiente, Cristina no le habló en clase. Y el día de su clase privada, se disculpó diciéndole que había conseguido otro trabajo y ya no podría seguir yendo. Magdalena se deprimió pero ya no había más por hacer.

viernes, 5 de abril de 2013

Las lágrimas de Miranda

Salían de todos lados y ella no pudo ya contener sus lágrimas. No quería ser un zombi. Sofía había salido a buscar ayuda o comida y aún no había regresado. Trató de meterse bajo la cama, el único refugio cercano que habían ideado para una situación parecida, pero el miedo no le permitió coordinar sus movimientos.

La estaban rodeando. La lentitud sólo incrementaba sus temores. Sintió a uno detrás de ella, muy cerca, y gritó cuando esos dientes amarillentos hicieron contacto con su cuello. Se dejó caer como si no pesara, ignorando el dolor y la inmensa cantidad de sangre que se reunía en el suelo. Así por lo menos ya no podrían devorarla cachito a cachito.

Cerró los ojos sin parar de llorar. Sería un zombi, un ser podrido, uno de esos muertos sucios. Deseó tener un arma y poder darse un tiro. Despacio, llevó una de sus manos hacia la mordida; no era muy grande, podría haber sido peor. Pero ya estaba infectada, no tenía caso albergar esperanzas. Comenzaba a sentir frío.

Algunos zombis se topaban con su cuerpo pero inmediatamente cambiaban de dirección. Parecían ya no verla. Uno por uno, dejaron libre el lugar. Vacío. Silencio. Si se hubiera escondido bajo la cama antes de que llegaran o cuando tuvo la oportunidad, se habrían ido sin lastimarla.

Ya no sentía su cuerpo, todo se estaba durmiendo. Trató de formar una sonrisa para que Sofía la encontrara así --si la encontraba-- y creyera que todo había estado bien. Dudaba mucho que el gesto de su rostro fuera una sonrisa pero el intento era lo importante. Sus ojos empezaron a perder la visión y pronto sólo veía oscuridad, como si estuvieran cerrados.

Sería un zombi. Era mejor morir completamente, no por partes. Que Sofía llegue, que llegue y me bese, que llegue y me mate... Sus pensamientos se esfumaban, se volvían vapor. Dejó de temerle a la muerte. Los sentimientos, los sonidos, el flujo de actividad mental, todo se fue.

Cuando Sofía llegó, se asustó al ver un gran charco de sangre en el piso con la clara figura de una persona. Sacó un pedazo de varilla de la bolsa del pantalón. No lloró, se limitó a llamar a su novia en voz bajita. Nada. Se asomó bajo la cama. Tampoco. Entró a la otra habitación, la que tenía una ventana y un espejo de cuerpo completo.

Sonrió con tristeza cuando vio al amor de su vida parada frente al espejo, con los ojos blancos y la piel azulada, llorando. Las lágrimas no dejaban de caer, creando un surco infinito en sus mejillas muertas. La llamó por su nombre. No se movió. Sofía se acercó al espejo, siempre con la varilla apretada muy fuerte con la mano derecha. Tocó el hombro de Miranda con recelo y Miranda volteó. Tenía una expresión inmensa de aturdimiento.

-- ¿Todo bien, amor? --preguntó Sofía lista para pelear por su vida. Esperando el ataque.

-- Todo bien --musitó con infinita tristeza--. Ahora todo irá mejor, yo te protegeré.


Sofía sonrió soltando la varilla. La abrazó sin asco. Seguía siendo hermosa, era la misma Miranda pero con otro color de piel, una herida con sangre coagulada en el cuello y ojos blancos. Las lágrimas seguían escurriendo.

miércoles, 3 de abril de 2013

Suficiente

Candace no sabía cocinar y aun así quería preparar una “cena romántica” para Jeremy. Stacy reaccionó a tiempo y le dijo que tampoco era una gran conocedora del tema pero Candace no desistió, sólo se empeñó más. Incluso recibió la ayuda de sus hermanos para preparar un gran platillo. Al final, todo le salió de maravilla.

A Stacy era a quien no le salían las cosas del todo bien. Eran contadas las ocasiones en las cuales podía estar a solas con Candace sin hablar de Jeremy, sin distracciones de Phineas y Ferb, sin deber contenerse… Eran casi nulas sus oportunidades.

Ese día, cuando Jeremy se fue después de comer “helado para dos” con Candace, Stacy estuvo allí para escuchar el torrente de halagos, palabras de amor y planes para el futuro. No podía poner una grabación con su voz diciendo “ajá”, tenía que mantener la sonrisa mientras sus esperanzas se desmoronaban.

— Oye Candace —decidió por fin, cuando notó que ya no ponía atención a lo que Candace decía.

Candace paró de hablar en seco, como leyendo algo anormal en el rostro de su amiga. Su gran sonrisa se le borró del rostro y observó fijamente a Stacy.

— ¿Qué pasa?

— Ya me aburrí de que siempre hables de Jeremy.

Por un momento, creyó que Candace se pondría furiosa. Pero no. Se había quedado sin reclamos.

— Mejor habla de mí —murmuró Stacy. No se atrevió a mirar la expresión de Candace. Antes de arrepentirse, cambió su discurso—. ¡Que es broma! —y comenzó a reír como siempre lo hacía cuando estaba con Candace, moviendo dos veces la mano izquierda de arriba abajo para restarle importancia.

Candace sacó el aire que había estado conteniendo. Empezó a reír, primero con desconfianza y después como antes.

— Es que siempre me dices lo mismo sobre Jeremy, es un poco aburrido. Deberíamos hablar de ropa, no sé, de…

— ¡De Coltrane!

— Ajá —aunque no era exactamente el tipo de temas que le gustaría tratar con Candace, estar cerca de ella era suficiente para Stacy.





Pareja: Candace&Stacy
Fandom: Phineas y Ferb

lunes, 1 de abril de 2013

La princesa mentirosa



Desde que Tatanga la había secuestrado, estaba confundida. La mayoría de sus recuerdos  estaban esparcidos en su mente y ella tenía que hacer un gran esfuerzo de concentración para recuperarlos; con suerte, cuando encontraba algo que los despertaba, los recuerdos salían disparados sin que ella lo quisiera, como cuando estaba viendo una flor amarilla y el recuerdo del broche que le heredó su madre, ahora perdido en algún recóndito lugar del universo, se presentó ante sus ojos como si en ese momento la reina de Sarasaland se lo estuviera entregando.

Algo parecido le ocurrió cuando se le ocurrió mirar a la princesa de Toadstool, una joven de ojos color azul y cabello rubio. Sólo que en esa ocasión el recuerdo era tan antiguo que no tenía conciencia de haberlo vivido, por eso cuando pasó frente a sus ojos estuvo a punto de desmayarse.

La bebé que la miraba era rubia y tenía ojos color azul, llevaba puesto una traje color rosa con short abombado; a pesar de su corta edad, llevaba una corona dorada sobre la cabeza y la miraba con aire de superioridad. Tenía una sonaja color naranja en la mano: era su sonaja. Daisy se reconoció a sí misma como una bebé tonta y llorona, pero no reconoció el lugar.

Ahora el recuerdo de que había llorado por su sonaja le parecía ridículo, pero en el recuerdo, su yo pasado no dejaba de llorar.

— Rubia y de ojos azules —se repetía, para no volver a olvidarlo. Era un recuerdo algo bochornoso; el rostro de la bebé que se había aprovechado de su buena fe y le había robado el único juguete que recordaba… o que le habían ayudado a recordar, porque desde su regreso a Sarasaland los reyes no dejaban de contarle la historia su vida.


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— ¿Qué me hizo Tatanga? —le preguntó a su salvador, éste había mirado la punta de sus botas y se negó por un momento a contestar la pregunta. Al ver su reacción, la princesa Daisy se indignó completamente.

— No malinterpretes la pregunta tonto, quiero saber por qué no recuerdo nada en concreto. 

— No lo sé. A decir verdad, cuando te encontré, estabas igual que como estás ahora.

“No se puede esperar mucho de un plomero” pensó Daisy. Luego se arrepintió; después de todo, Mario Bros había ido a rescatarla y no se había rendido hasta lograrlo, a pesar de los peligros y de no tener una razón específica para ayudarla.

— Discúlpame, es sólo que todo esto me desespera un poco y yo de por sí no tengo mucha paciencia.

— Si no estás muy ocupada, podrías venir a una fiesta, es una fiesta de la realeza —aclaró rápidamente— en el reino de Toadstool, te servirá para distraerte.

La princesa Daisy lo miró como miraría a un pez que hubiera saltado del lago que tenían enfrente y le hubiera pedido que se casara con él.

— No conmigo —aclaró de nuevo—, vendrías con mi hermano, su nombre es Luigi.

— Claro — respondió dándose la vuelta. Malhumorada, se dijo a si misma que si hubiera sabido que el precio de ser rescatada era salir con un hombre que llevaba la letra inicial de su nombre en el sombrero que usaba, ella hubiera respondido que no y se hubiera quedado con el extraterrestre Tatanga.

— ¡Pasaremos por ti esta noche! —el plomero suspiró aliviado, Luigi le debía un favor que no alcanzaría a pagarle en toda su vida.

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Se preguntó por qué todos los castillos se parecían de forma tan obvia: muros grises, torres enormes, cilíndricas, fachadas color rojo, enormes ventanales con el escudo de la familia real. Luigi Bros le ofreció su brazo para sostenerse al bajar del carruaje; admitió que su aspecto mejoraba mucho cuando usaba traje en vez de overol.

Todo era igual al entrar: alfombras rojas, un pasillo extenso, filas y filas de escaleras y un salón enorme donde la gente se congregaba a charlar. Daisy se acercó a saludar cortésmente a los reyes de Toastool y observó a la princesa; el recuerdo de su sonaja salió disparado, se mareó un poco; la princesa Peach la miraba de una forma extraña, al principio pensó que era su imaginación pero después de dos horas de mirarla de reojo y ver la insistencia con que la observaba, comenzó a marearse de nuevo.

Salió al pasillo y esperó a que los pasos sonaran tras de ella.

— Disculpa, sé que tengo cambios de humor muy bruscos.

— ¿Te sientes bien? —la voz era de la princesa Peach y no de Luigi, como ella había esperado.

— Sí.

Un incomodo silencio las envolvió de pronto y la princesa Peach comenzó a jugar con sus guantes, como su dama de compañía le había señalado que nunca debía hacer. Miró a la princesa Daisy: el emblema que llevaba en el pecho le despertaba una extraña curiosidad; por desgracia, nadie le había dicho que la curiosidad algunas veces hacía daño. Se decidió a seguir hablando.

— Creerás que es tonto, pero siento que ya te conocía, tus rasgos me parecen familiares…

— En eso de los recuerdos estoy un poco mal ahora, pero si mencionas el lugar quizá lo recuerde.

— No creo que sea reciente, es más, mucho más antiguo. No te recuerdo como ahora eres, eras más pequeña, eras… éramos niñas, pero tu rostro se parece mucho al de mi amiga, una amiga que tuve hace muchos años, en la guardería; no tendría este atrevimiento si no estuviera segura, pero es obvio que eras tú: cabello castaño y ojos color verde. Además, en ese entonces, tu traje ya tenía el símbolo de la margarita que ahora traes puesto, pero no sabía que era el escudo del reino de Sarasaland. ¿Me recuerdas?

— Sí —la razón y la lógica hicieron más claro su recuerdo—, sí, ya recuerdo —la princesa mentirosa que tenía enfrente le incordiaba con la forma en que jugaba quitándose y poniéndose los guantes, retorciéndolos—, pero no eras mi amiga…

La princesa rubia que tenía enfrente encajaba perfectamente en sus recuerdos. Se sorprendió de no haberlo notado horas antes, pero todo era igual: los labios rosados, los ojos, el color de cabello… su cuerpo era lo único que había cambiado, lo cual era obvio porque los bebés crecen.

— No. No eras mi amiga. ¿Sabes? Yo te recuerdo más abusiva. ¿Dime cuántos años tienes? ¿Uno o dos más que yo? Porque ya no soy una bebé y estoy algo aburrida de que se aprovechen de mí.

Peach no entendía nada de lo que la otra decía; además, su mirada malhumorada y su voz  la ponían nerviosa. Cuando Mario le aviso que la princesa de Sarasaland vendría a la fiesta, no se le ocurrió pensar que sería tan extraña.

— ¿Aún la tienes? —exigió saber.

— No sé a qué te refieres… —en qué buen lío la había metido Mario, ella debía portarse bien con él porque era lo correcto, la había rescatado del malvado Bowser y no había pedido nada a cambio, pero según ella eso no venía en el contrato.

— No me interesa dónde dejaste la sonaja, pero si me gustaría saber dónde dejaste la mirada de superioridad, bebé Peach.

Peach meneó la cabeza de un lado a otro, paralizada por la sorpresa. De pronto, todo adquirió un tono cómico, como si sus recuerdos fuesen ahora rojos y viera a una princesa Peach bebé quitándole un juguete a una princesa Daisy también bebé. Comenzó a reír despacio, con tranquilidad.

— ¿Ahora qué?

Mas no la dejó responder. Se colocó rápidamente frente a ella y le dio un beso. Posó una mano en la cintura de la princesa rubia y con la otra le sujetó ambas manos. En ese momento Peach estaba aturdida. Nunca se había imaginado besando a nadie así, ni siquiera a su salvador. Daisy introdujo su lengua en la boca de su compañera y la atrajo más hacia su cuerpo.

— Te enseñaré a no aprovecharte de los más pequeños —murmuró Daisy mientras llevaba a Peach a un cuarto más o menos solitario. Su conocimiento sobre castillos le había servido para que nadie las viera. Y, aunque alguien hubiese sido testigo, dos chicas sólo pueden estar a solas para retocarse el maquillaje, especialmente si son princesas.

Daisy tuvo tanta suerte que en el cuarto incluso había una cama. Con una pericia que en realidad no tenía, la tiró a la cama y le quitó el vestido. Peach pensó que después de eso tendría que cambiarse de ropa y, seguramente, volverse a peinar. La princesa mentirosa cerró los ojos y se dejó hacer. Después de todo, eso le enseñaría a no aprovecharse de los más pequeños.

Daisy no sabía muy bien qué hacer, así que metió su mano bajo las bragas de Peach, sin cuidado, salvajemente. Llevaba las uñas largas pero no le preocupó. Cuando notó lo que pasaba, dos de sus dedos estaban dentro de la vagina de Peach y se movían rítmicamente, entrando y saliendo. Peach suspiraba y se lamía los labios pero ningún ruido surgía de su boca.

Introdujo otro dedo. Peach abrió un ojo y estiró sus manos hacia la princesa de Sarasaland. Daisy tomó una de sus manos desnudas, Peach había perdido sus guantes. No le entretenía en lo más mínimo. Sacó sus dedos del cálido interior, se acomodó los guantes y salió de la habitación.

Peach no se levantó. Permaneció acostada con las piernas un poco abiertas, las bragas casi en su lugar. Su vestido se quedó en el suelo y no tuvo ganas de pensar en el desastre de su cabello. Veinte minutos después, era una buena anfitriona de nuevo.

— ¿Todo bien? —preguntó Luigi al ver a Daisy pensativa.

— Claro —sonrió sin pensar mucho en la persona con quien estaba hablando.

— Te traje una copa.

— Gracias —respondió tomándola. Mientras charlaba con Luigi, vio a Peach caminar elegantemente hacia Mario. Por un segundo, se descubrieron mirándose y por sus rostros sólo pasó la vaga sonrisa de un recuerdo vengado.




Fandom: El universo de Mario
Pareja: DaisyxPeach
En colaboración con una tal May.