Ese día tuvo tiempo de hacer muchas cosas, tal
vez más de las necesarias. Su novia estaba trabajando en su estudio y le
encomendó la tarea de limpiar el desorden del sótano donde la joven de cabello
rojo apenas respiraba. El olor era insoportable: una mezcla de carne podrida,
sangre coagulada desde hacía demasiados días, sudor fétido, excrementos, orina,
humedad y algo que identificó como almizcle. Recogió las herramientas
punzocortantes, barrió el suelo, intentó quitar algunas manchas de sangre de
las paredes... pero cuando terminó el lugar lucía, y olía, igual.
No llevaba reloj pero había aprendido a regir
su vida basándose en la luz que entraba por las ventanas de esa casa, la misma
que nunca había visto por fuera y tal vez nunca lo hiciera. La penumbra del
sótano, apenas rota por la luz del techo, no era de mucha ayuda a la hora de
saber si ya era el momento de ir a complacer a su novia. Temblando, asumió que
no. Si llegaba a buscarla diría que estaba intentando quitar la sangre seca del
suelo y no podría... reprochárselo. No podría tocarle ni una uña con el
bisturí. No podría porque... la amaba.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. El mero
pensamiento la hizo entrar en pánico. ¿Y si la hacía enojar? ¿Y si no era capaz
de complacerla? ¿Y si la volvía a lastimar? Había aprendido en todo ese tiempo
que debía portarse bien, amarla con sinceridad y obedecerla en todo. Pero a
veces la fórmula mágica fallaba y… Se miró la mano que ya no tenía y sintió
dolor. No sabía exactamente de dónde provenía, sólo que se le había clavado
hasta el fondo de no sabía dónde. Gimió de dolor y se cubrió la boca con
rapidez. Le temblaban los dedos.
Miró hacia las escaleras. Temía que su novia
entrara por esa puerta y la cuestionara, la acorralada, la golpeara, la
rompiera en pedazos aún más pequeños, porque rota ya estaba. Lo meditó. Ya
estaba rota, ¿importaba si la rompía más? Una parte de ella decía a gritos que
sí, que ya no soportaría más dolor, pero otra parte, menos arraigada al
instinto de supervivencia, susurraba que era mejor estar muerta. Reunió valor y
tomó un cuchillo largo que le había cortado un par de dedos; se lo guardó en
una bolsa de la raída chaqueta, a salvo.
Respiró profundo y contuvo la respiración. En
lo que para ella fueron 10 segundos, se acercó a la pelirroja casi muerta y le
cubrió la nariz y la boca con la mano. Las lágrimas empezaron a correrle por
las mejillas cuando notó que la mujer a la que estaba asesinando no ponía
resistencia. De pronto ya no respiraba y pensó en lo que diría su novia si la
veía. "Estaba comprobando que estaba muerta", podría decirle a modo
de defensa, pero el daño ya habría estado hecho y...
— Ese era mi trabajo, amor —dijo su
novia, apareciendo de la aparente nada y mirándola fijamente con una sonrisa
torcida en los labios.
Pensó en mentir, en improvisar cualquier cosa,
pero ya lo sabía, su novia ya lo sabía. Tenía la capacidad de saber si decía la
verdad o no sólo escuchándola hablar, ni siquiera necesitaba mirarla. Lo único
de ella que reaccionó fue su vejiga, que desobedeció todas las normas impuestas
y se vació sobre sus pantalones gastados. Era verdad, había hecho mal, pero ya
no podía seguir viendo cómo esa mujer se podría viva… El golpe le llegó de la
nada, una bofetada fuerte que le abrió el labio y le aflojó un diente. Lloró,
lloró pero no retrocedió.
— No debiste haberme hecho enojar, pequeña
—murmuró con ira contenida.
Se cubrió la cara por puro instinto y un nuevo
golpe le dio de lleno en la mano. Sintió que el dolor la quemaba pero esa vez
tampoco retrocedió. Las lágrimas se le habían secado, las ganas de pedir
misericordia también. Se quitó la mano de la cara y entonces recordó que traía el
cuchillo en la chaqueta. El tiempo se volvió lento, su sonrisa amplia y el arma
hirió la mano de su novia. Oyó su grito pero no se detuvo a procesarlo. Ella
también gritó, gritó muy fuerte cuando se abalanzó sobre la otra mujer con la
torpeza impuesta por el valor. La dejó caer al piso y usó el cuchillo en
repetidas ocasiones.
La que hasta ese momento había sido su novia no
intentó defenderse, sólo gritó de dolor. “Por lastimarme, por obligarme a
amarte, por todo lo que me hiciste”. La picó con el cuchillo como los niños
pican a los insectos, pero ese insecto era demasiado grande y tenía una sangre
roja que le provocaba arcadas. El frenesí siguió incluso cuando le atravesó un
ojo y sólo pudo terminar cuando el cuchillo quedó prisionero en el cráneo.
Respiraba agitadamente, respiraba... Observó a la mujer: una masa sanguinolenta
con las vísceras rotas de fuera. No reconoció su rostro.
Entonces empezó a reír, se embarró el rostro
con la sangre que le escurría de la mano y se quedó allí de pie, perdida en la
inmensidad de un sótano, con un natural rubor en las mejillas.
Fin