Pregunta por qué y no le respondo. No tengo el
valor. No le puedo explicar cuán casada estoy de verla acostada siempre en la
misma postura haciendo un esfuerzo enorme por respirar. Tampoco le puedo hablar
de lo mucho que me duele darle la papilla en la boca y que la deje caer o que
ni siquiera sea capaz de tragarla. No le puedo contar todas las veces que me he
quedado despierta para hacerle compañía aunque ella estuviera inconsciente
debido a los muchos medicamentos que intentan quitarle el dolor.
Simplemente no puedo decirle que se ha vuelto
una carga, que nada puedo hacer por ella, que la enfermedad que tiene le ganó
hace ya muchas semanas. No puedo quitarle las esperanzas que aún tiene en la
vida, la ilusión que le hace verme aparecer cada mañana con un plato de caldo
caliente y un pan que no puede comer, el entusiasmo con el que habla de lo que
haremos juntas cuando se sienta mejor. No tengo ningún derecho a quitarle las
ganas de vivir aunque las mías se me hayan escapado desde que ella se enfermó.
Por eso cuando me ve tomar una de sus
almohadas y acercarme a ella con la tristeza inundándome los ojos y me pregunta
“por qué” poniendo todas las fuerzas que le quedan en intentar que el miedo no
se refleje en sus palabras, le respondo que porque la amo. No lo comprende y
tal vez tampoco yo lo comprenda. Pero he tomado una decisión y no debe haber vuelta atrás.
Aprieto la almohada
contra su rostro y espero. Espero porque es todo lo que puedo hacer.