viernes, 31 de julio de 2015

Promesas marchitas

Simplemente cerró los ojos y no los volvió a abrir. No me escuchó hablar de las promesas rotas y marchitas, ni de todos los arrepentimientos que he guardado desde que nos conocimos en una oficina de gobierno una horrible tarde lluviosa de septiembre. Me contó su vida y yo le conté la mía, y no pudimos evitar darnos un beso a escondidas y tomarnos brevemente de la mano cuando salimos del lugar.

Tampoco me oyó llorar por aquella vez que le juré que dejaría a mi esposo para estar con ella ni por lo mucho que sigo lamentando no haber podido hacerlo. Pero mis hijos necesitaban una madre... y en realidad yo siempre fui una gran cobarde. Ella lloró, gritó que nos amábamos y debíamos estar juntas e incluso dejó de verme un par de meses.

Supongo que le enojaría saber que tanto mi esposo como mis hijos me han acompañado hoy al tanatorio. No les he permitido pasar, porque este dolor debo vivirlo sola. Estoy segura de que los cuatro conocían nuestra situación, de que lo han sabido durante por lo menos quince años, pero jamás supieron qué decir. No los culpo, yo tampoco supe.

Viéndolo en retrospectiva, era demasiado obvio. Cuando mis hijos eran pequeños ella visitaba mi casa por lo menos cuatro tardes cada semana y teníamos que inventar juegos tontos para poder besarnos fugazmente. Después se fueron de casa, uno a uno, y fue en esa época cuando tratamos de recuperar el tiempo perdido. Fueron días felices.

Ahora de verdad no puedo evitar reprocharme todas las decisiones malas que tomé. Pudimos haber tenido días mejores, más sonrisas, más paseos por el parque tomadas de la mano como una pareja normal. Pudimos haber sido una familia, un par de ancianas que compraban bebederos para colibrí y los colocaban en el jardín de su casa por el puro placer de ver a esos pajaritos revolotear por ahí. Pudimos haber hecho tantas cosas.

Hoy me siento a su lado y la observo. Sigue con los ojos cerrados. Su cabello, al igual que el mío, se ha vuelto blanco y quebradizo con el paso de los años. El personal del tanatorio se lo ha sujetado en un moño alto, el mismo que llevaba el día que nos conocimos. También le pusieron el vestido de flores amarillas que yo elegí para esta ocasión. La muerte ha hecho que se le hinche la cara y que desaparezca su sonrisa, pero si me esfuerzo aún puedo ver a la mujer con la que he compartido más de la mitad de mi vida.

Trato de sujetar la mano. Ya dejé de pedirle que por favor abriera los ojos una vez más y escuchara los millones de “lo siento” y “perdóname” que se merece. Perdón por las lágrimas, por el dolor y el sufrimiento, por vivir siempre en el anonimato. Perdón por los momentos más felices de mi vida y por el amor que aún siento por ella. Y, sobre todo, perdón por no poder convertirnos en esas viejitas felices que se paran en la entrada de su casa a ver el mundo pasar.

viernes, 24 de julio de 2015

Cepillo de dientes

Dejó escapar todo lo que habíamos construido juntas cuando se fue con su amante.

No se llevó su ropa, ni sus libros, ni sus objetos de tocador. No tocó ninguna de las figuras coleccionables de nuestra serie favorita, acomodadas pulcramente en el mueble del televisor, ni las películas que habíamos conseguido con el paso del tiempo.

Tampoco se llevó su teléfono celular. Lo descubrí cuando ese día me di cuenta de que ya era muy tarde y ella no había regresado. Cuando le llamé, encontré su teléfono debajo de mi almohada. Todas las fotografías, los archivos y los números telefónicos seguían ahí. También seguía ahí la imagen de fondo de pantalla que nos mostraba sonrientes en nuestras últimas vacaciones a la playa.

Incluso dejó la libreta que le había hecho a mano cuando empezamos a vivir juntas. Era una libretita fea con una portada mal adornada con brillantina, hojas mal cortadas y unida con un hilo grueso que conseguí en la papelería. Me costó muchísimo perforar las hojas con la aguja, tardé horas, pero el resultado me hizo feliz. Ella sonrió mucho cuando se la entregué, envuelta en improvisado papel de regalo, y la guardó durante varios años en el cajón superior de su escritorio, donde pudiera tener fácil acceso a ella.

El día que se fue simplemente la dejó sobre la mesa del comedor, envuelta en un papel de regalo similar y con una nota que rezaba “gracias por estos maravillosos años”. No entiendo por qué no pudo decírmelo de frente. Habría sido más fácil y, tal vez, me habría evitado la pena de abrir el paquete y encontrarme con el objeto que había sido más valioso para ella durante nuestra relación.

Pero no sólo abandonó las cosas materiales. También renunció a las tardes lluviosas de ver películas en la televisión, a los besos apasionados y las caricias exageradas, a la comida que le preparaba los domingos, a los corazones que le dibujaba en la mano con tinta indeleble, a mis sonrisas y a sus sonrisas cuando estaba conmigo. Supongo que ahora, con su amante, debe de sonreír distinto.

Dejó las lágrimas, las risas, las decepciones, las angustias, cualquier rastro de los momentos de una vida en común, pero se llevó una buena parte de mí. Eso sí, por lo menos me ahorró la molestia de tirar su cepillo de dientes.

jueves, 16 de julio de 2015

Reloj

No llega. La espera es infinita. Quedaron de verse hace media hora y simplemente no llega. Le llama pero no responde el teléfono. “Debe ir en el metro”, se dice. “Ahí no hay señal”.

Suspira tres veces seguidas y decide que no es suficiente, así que lo hace dos veces más. Mejor. No, peor. El tiempo sigue corriendo. Varias personas entran a la cafetería de enfrente. Una pareja se besa en público. “¿No pueden irse a otra parte?”

Consulta el reloj por quinta vez en ese minuto. Lleva treinta y ocho minutos de retraso. Treinta y nueve. Qué suerte que se le ocurrió comprar un reloj nuevo justo una semana antes o no tendría manera de impacientarse con tanta precisión. Chasquea la lengua, truena los dedos, se sienta, se levanta, salta un par de veces.

Empieza a sudar. Ansiedad, miedo. Los mil escenarios que pasan por su cabeza. Un accidente seguramente, esas cosas pasan con mucha frecuencia. O se quedó dormida. Nunca había sido tan impuntual, aunque es posible que su memoria la esté engañando. Tampoco es que como si hubieran salido tantas veces. Esta es la quinta vez.

Sigue sin llegar. Se desespera. Es una lástima que le guste tanto porque, si no, ya se habría ido y que se jodiera. Por impuntual. Pero no puede evitar sentirse atraída hacia la idea de compartir un café frío, unos besos y una buena noche de cama. Sobre todo la noche de cama. Le hace falta.

Sonríe. Se acostaron desde la primera cita, que en realidad no era una cita. Se encontraron en una zona de videojuegos y le gustó cómo movía los dedos mientras jugaba Guitar Hero. Le habló, la invitó a comer. Y como una cosa lleva a la otra, terminaron en su casa tocándose por todas partes.

Fue un día divertido. Consulta el reloj por error, por costumbre. Han pasado cuarenta y cuatro minutos. Le vuelve a llamar y por fin responde. “¿Dónde estás?”, pregunta de inmediato con una leve nota de molestia. Está en su derecho, ¿no? Pero la voz que contesta no es la voz que conoce, no es la voz que quiere oír. “¿Quién habla?”, le dicen del otro lado de la línea.

No responde. No sabe qué responder. Ni qué pensar. Maldice ordenadamente a todos los dioses que puede recordar. “¿Erica?”, sale de su garganta. Nota que le falta el aliento, que le sudan las manos, que se le cierra la garganta y que ha empezado a llorar. Imperdonable, irremediable. “Está en el baño”.

Cuelga. No quiere saber más. Se seca las lágrimas. Trata de pensar positivo. El hecho de que otra mujer haya respondido el teléfono de su ¿novia? no quiere decir que... ¡Pero no hay otra explicación! Se enoja, contiene un grito, se muerde la mano y vuelve a llorar.

Y justo cuando está meditando si la venganza es una buena opción, suena su teléfono. “¿Querías hablas conmigo?” Esa vez sí es la voz que necesitaba escuchar. No sabe qué decir, así que decide que es mejor no decir nada. “¿Qué hora es?”, pregunta la otra voz. No puede contenerse. Grita. “¡¿Cómo que qué hora es?! ¡Una hora tarde, Erica, una!” y vuelve a llorar.

Algún día considerará seriamente dejar de llorar en esas situaciones. La desgasta mucho, le deja los ojos rojos e hinchados y la hace parecer una estúpida. Pero mientras tanto pone todas sus energías en no derramar demasiadas lágrimas, en parecer discreta para que la gente que pasea por los alrededores no note que está haciendo una escena.

“¿No habías dicho que a la 1? Apenas son las 12. Iba de salida”. La noticia le cae mal. Revisa el reloj de nuevo y pone muchísima atención para no equivocarse: 2:11. “El reloj no dice lo mismo”, responde con voz trémula, insegura, casi en un murmullo. Algo debe estar mal en el mundo si no se puede confiar en el reloj. “Ya. ¿Y le ajustaste la hora?” Se queda en blanco. Se le ha olvidado cómo se habla, cómo se respira y, al parecer, cómo se ajustan las horas de los relojes.

No puede evitar pestañear varias veces. Se quita el teléfono de la oreja y se fija en la parte de hasta arriba. 12:15. Mierda. “¿Sigues ahí?” Y ahí sigue, de nuevo con el teléfono donde debe ir en una llamada. Es sólo que no puede con la vergüenza.

“Dijo mi hermana que llamaste y le colgaste, así que mejor me aseguro de que todo sigue en pie” Asiente. Claro, todo encaja. “Aquí te espero”, responde por fin, intentando trasmitir la seguridad que no tiene y emitiendo una risita tonta. “Vale, te veo en un rato”.

La llamada termina y ella se vuelve a sentar cerca de la cafetería. En serio se empezará a plantear poner más atención a la vida… Mientras llega ese momento, sólo queda seguir esperando.

miércoles, 8 de julio de 2015

Cero

El dos es nuestro número de la suerte. Fueron los besos que me diste aquella terrible madrugada y las bofetadas que te devolví el día que se te hizo divertido fingir que te marchabas.

Incluso empezamos nuestro malentendido que luego definimos como relación llamándonos dos veces cada día y diciéndonos dos “te quiero” cada dos minutos. Y la primera vez que me enfermé de gripe tuviste que preparar el caldo de pollo en una segunda ocasión porque en el primer intento se quemó.

Igual decidimos llevarnos a casa a los dos gatitos negros, hambrientos, mojados, pequeñitos y desprotegidos que encontramos un día tirados en la calle. Los dos mismos gatitos que se volvieron gatos gordos y maleducados pero que aun así tenían la cortesía de esperarnos en la repisa de la ventana cuando regresábamos de trabajar.

Y varios años después de eso, los domingos por las tardes nos dio por ver la misma película dos veces para corroborar si nos parecía buena o si nos habíamos reído la primera vez sólo a causa de la novedad.

También es la exacta cantidad de lágrimas que derramé cuando el médico me dijo que nos habías abandonado. Dos y ni una más.

Porque en nuestra vida todo lo hacíamos al doble, todo repetía el mismo patrón. Tú, mujer práctica, lo atribuías a la casualidad y yo, mujer supersticiosa, pensaba que se debía a la suerte, a nuestra suerte ligada indiscutiblemente al número dos.

Tú y yo éramos dos. Éramos porque ya no somos. Fuimos porque tú ya no estás. Y ahora que sólo soy una y que no hay besos ni abrazos ni “te quiero” ni gatos negros, gordos y maleducados, ni películas las tardes de los domingos ni caldos de pollo quemados ni ganas de ser uno, me dispongo a que mejor formemos un cero.

Sin ti no se puede ser dos.