Simplemente cerró los ojos y no los volvió a
abrir. No me escuchó hablar de las promesas rotas y marchitas, ni de todos los
arrepentimientos que he guardado desde que nos conocimos en una oficina de
gobierno una horrible tarde lluviosa de septiembre. Me contó su vida y yo le
conté la mía, y no pudimos evitar darnos un beso a escondidas y tomarnos
brevemente de la mano cuando salimos del lugar.
Tampoco me oyó llorar por aquella vez que le
juré que dejaría a mi esposo para estar con ella ni por lo mucho que sigo
lamentando no haber podido hacerlo. Pero mis hijos necesitaban una madre... y
en realidad yo siempre fui una gran cobarde. Ella lloró, gritó que nos amábamos
y debíamos estar juntas e incluso dejó de verme un par de meses.
Supongo que le enojaría saber que tanto mi
esposo como mis hijos me han acompañado hoy al tanatorio. No les he permitido
pasar, porque este dolor debo vivirlo sola. Estoy segura de que los cuatro
conocían nuestra situación, de que lo han sabido durante por lo menos quince
años, pero jamás supieron qué decir. No los culpo, yo tampoco supe.
Viéndolo en retrospectiva, era demasiado
obvio. Cuando mis hijos eran pequeños ella visitaba mi casa por lo menos cuatro
tardes cada semana y teníamos que inventar juegos tontos para poder besarnos
fugazmente. Después se fueron de casa, uno a uno, y fue en esa época cuando
tratamos de recuperar el tiempo perdido. Fueron días felices.
Ahora de verdad no puedo evitar reprocharme
todas las decisiones malas que tomé. Pudimos haber tenido días mejores, más
sonrisas, más paseos por el parque tomadas de la mano como una pareja normal.
Pudimos haber sido una familia, un par de ancianas que compraban bebederos para
colibrí y los colocaban en el jardín de su casa por el puro placer de ver a
esos pajaritos revolotear por ahí. Pudimos haber hecho tantas cosas.
Hoy me siento a su lado y la observo. Sigue
con los ojos cerrados. Su cabello, al igual que el mío, se ha vuelto blanco y
quebradizo con el paso de los años. El personal del tanatorio se lo ha sujetado
en un moño alto, el mismo que llevaba el día que nos conocimos. También le
pusieron el vestido de flores amarillas que yo elegí para esta ocasión. La
muerte ha hecho que se le hinche la cara y que desaparezca su sonrisa, pero si
me esfuerzo aún puedo ver a la mujer con la que he compartido más de la mitad
de mi vida.
Trato de sujetar la mano. Ya dejé de pedirle
que por favor abriera los ojos una vez más y escuchara los millones de “lo
siento” y “perdóname” que se merece. Perdón por las lágrimas, por el dolor y el
sufrimiento, por vivir siempre en el anonimato. Perdón por los momentos más
felices de mi vida y por el amor que aún siento por ella. Y, sobre todo, perdón
por no poder convertirnos en esas viejitas felices que se paran en la entrada
de su casa a ver el mundo pasar.