miércoles, 23 de diciembre de 2015

Flores moradas

Para Manú



La recuerda en los pequeños detalles, como las cenefas de las paredes de la sala o el aroma de las flores moradas del jardín. Siguen sin gustarle esas cosas pero ahora, por fin, casi un año después de su muerte, puede darse el lujo de mirarlas de frente y no llorar. Ese día se siente fuerte y viva, alegre de haberla sobrevivido para conservar todo lo que ella significaba.

Sonríe mientras riega las plantas esa mañana. Es temprano y el sol ni siquiera ha comenzado a repartir su luz. Le molesta un poco darse cuenta de que ya no puede dormir como antes. Su sueño se vuelve intranquilo y se encuentra despierta a las 3 de la madrugada mirando malos infomerciales en algún canal de paga.

Evoca el recuerdo de su compañera de vida, sus manos sosteniendo una regadera, su boca sonriente al comprobar que las flores no se marchitaban a pesar del exceso de frío. Y se ve a ella también, de pie en el marco de la puerta que da al jardín, feliz de contemplarla y dispuesta a ayudarla a pesar de sus rústicos conocimientos de jardinería.

Después de su muerte tuvo que contratar a una persona para que mantuviera vivas las plantas, no sólo porque era incapaz de hacer que sus manos dejaran de temblar, sino también porque no entendía lo que debía hacer. Así que ese día es la primera vez que se encarga realmente de ese trabajo. Unas semanas antes intentaba ayudarle al jardinero pero terminaba sentada frente a las flores moradas llorando sin poder parar.

Ahora por lo menos ha dejado de sentir que se le escapa la vida cada vez que respira, aunque no puede decir que le haya dejado de doler el pecho. De hecho, le parece que el dolor se vuelve más profundo y por lo mismo más soportable. Se va escondiendo en las partes profundas de su corazón, como si fuera a quedarse para siempre. Y ella sabe que así será. No importa cuánto tiempo pase ni qué haga del resto de su vida, siempre dolerá.

Termina de regar las plantas. Deja la regadera a un lado, donde ella solía dejarla, y se sienta frente a las flores moradas. Los ojos comienzan a arderle y no puede contener el llanto. Lo deja fluir, llorar no es malo, es sólo una muestra de lo mucho que la extraña, de lo mucho que los pequeños detalles del mundo que construyeron juntas se la recuerdan.

Ella se ha ido a un lugar donde aún no puede alcanzarla. Llora por eso y por lo mucho que les faltó por vivir. Pronto pasará, no se puede llorar para siempre. Y, de todas maneras, si llorara para siempre estaría bien. Simplemente estaría bien.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Locura



― Tuve un sueño y en el sueño te tenía miedo.

― ¿Era yo mala?

― No lo sé, creo que no, pero de todas maneras te tenía miedo. Me mirabas con esos ojitos que pones cuando te despierto temprano para pedirte que me traigas un vaso con agua, esos ojos casi asesinos, pero esta vez no era en juego, era de verdad.

― ¿Y cómo sabes tú que era verdad?

― Porque lo sentía. El peligro, la aprehensión, la necesidad de salir huyendo. Temía que en cualquier momento me fueras a golpear...

― Sabes que no lo haría.

― …

― Lo sabes, ¿no?

― Mhm, tal vez.

― ¿Tal vez? ¿Me crees capaz de hacerte daño?

― El otro día me aplastaste el dedo con la puerta del baño y me dejaste un hueco en la mitad de la uña…

― ¡Pero eso fue un accidente! No me di cuenta de que estabas allí parada con la mano en el marco de la puerta y es lógico que quiera privacidad cuando voy al baño.

― Sí, es cierto, pero me hiciste daño y tu pregunta era si te creía capaz de hacerlo.

― Odio cuando haces esas cosas.

― ¿Soñar contigo? ¿O decir la verdad?

― Las dos cosas. Ya, no me hables. Mejor voy a leer un rato o a trabajar en el proyecto que tengo atascado desde hace dos días.

― ¿No me vas a dar un beso?

― No, yo te hago daño.

― Sí, pero quiero un beso.

― Toma, besito, besito, muac. ¿Feliz?

― Un poco... ¿Sabes? En mi sueño no me besabas. Yo te lo pedía pero no me besabas. Me dabas una bofetada y sentía el sabor de la sangre en la boca. Entonces me daba más miedo, comenzaba a llorar y a gritar y me dabas otro golpe, pero esta vez de verdad me lastimabas y me caía al suelo. Recuerdo la sensación del suelo bajo mi cabeza, de lo sólido pero a la vez tan blando que era.

― ¿Vas a seguir con eso?

― ¿Con qué?

― Con el asunto de tu sueño y del daño que te hago.

― No lo dije así. Y te estoy contando cosas, no te deberías quejar tanto. Antes insistías en que jamás hablaba de nada, que era yo muy callada, pero ahora que vivimos juntas dices que no puedo dejar de parlotear. Con nada te conformas. Y yo que tanto te quiero.

― ¿Eso qué tiene que ver?

― ¿Qué cosa?

― Lo de que me quieres.

― Pues nada, mujer, sólo reforzaba mis sentimientos por ti.

― Ah, claro.

― No te enojes.

― ¿Cómo no me voy a enojar si me he perdido 20 minutos del único programa que veo en la televisión sólo para escucharte decir que te lastimo? 20 minutos, Rosa, 20.

― Te pones sensible cuando ves la televisión.

― Me pongo sensible cuando estoy en mis días.

― Ah, eso también. Pero está bien, ve tu programa y al rato, cuando esté el mío, te sigo hablando de mi sueño y de lo mala y aterradora que eras.

― Mala y aterradora. No sé cómo logras hacerme reír tanto.

― Es porque me amas con locura.

― Sí, tal vez sea eso.

― Ya lo sabía.

― Oh, ya cállate. Te pones demasiado romántica.

― Y tú demasiado tonta.

― Te amo.

― Y yo te amo a ti.

sábado, 14 de noviembre de 2015

[Eucalipto] Imposible decir adiós



 Para Kuropin y Manú




Se acerca a la cama y la observa largo rato. Está dormida pero parece muerta. No se mueve y apenas puede distinguir cómo sube y baja su pecho. Es un movimiento lento y pausado que le hace pensar que en cualquier momento dejarán de funcionar sus pulmones. Es parte de la enfermedad, ¿no? Pero no quiere verla morir, no así por lo menos, no llena de dolor, no luchando por respirar y sintiendo como poco a poco, segundo a segundo, se le va la vida. Prefiere que muera de forma tranquila. Tranquila y digna.

Le ha dado por aferrarse a la dignidad para justificar sus acciones. Se dice todos los días que nadie merece estar sintiéndose mal, en cama, sin ganas ni fuerzas para vivir pero obligado a hacerlo porque su organismo aún aguanta. Nadie lo merece y mucho menos ella, el amor de su vida, la mujer con la que ha compartido unos años que parecen eternidades. No le pesa. Ha disfrutado estar a su lado en cada momento porque la ama. La ama profundamente. Incluso la ama cuando está así, más muerta que viva.

Una de sus manos recorre lentamente sus cabellos oscuros, largos y maltratados. La enfermedad ha carcomido su cuerpo. Ahora tiene el vientre hinchado, lleno de un líquido que se debería drenar cada semana pero que ha dejado acumularse allí durante el último mes. Es que no puede soportar sus llantos y gritos de dolor cuando la aguja penetra la piel. Entiende su dolor y lo siente. Lo siente como si le ocurriera a ella, como si la aguja se le clavara en el corazón y sin anestésico.

Abre los ojos e intenta regalarle una sonrisa. Su boca se deforma y sus labios forman dos palabras. Sabe que ella también la ama y agradece, de verdad lo hace, que quiera decírselo aunque ni siquiera pueda hablar. Le responde con la voz más tranquila que tiene. Todo va a estar bien, piensa, ya pronto pasará el dolor. Entonces la abraza, con firmeza pero sin lastimarla. Le explica en voz baja, muy baja, que la va a extrañar mucho. Y ella entiende, ella sabe, porque siente el vientre demasiado hinchado y el corazón a punto de fallar.

Nota que no llora, sólo usa sus últimas fuerzas para aferrarse al abrazo. Sabe que su dolor se está diluyendo despacio, tomándose su tiempo para desaparecer para siempre. Cierra los ojos y cuando los vuelve a abrir se da cuenta de que ya no respira. La suelta, la acomoda en la cama, la tapa bien y se deja llevar por el sufrimiento de su pérdida.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Gloria



La mira y la sonrisa que le llena el rostro le alcanza los ojos y los hace brillar. Sabe que, desde luego, Gloria no puede corresponder su sonrisa y eso no la apena. Se ha acostumbrado. Llevan más de un año yendo a la misma preparatoria y Gloria es una persona muy popular, así que un día, en primer año, determinó que sus encuentros debían reducirse a la comodidad de su casa. Agradece que sean vecinas o su amistad sería imposible.

Por eso, en ese momento, sentada en la mesa más alejada del comedor, envidia ligeramente a las tres chicas que la acompañan siempre a todas partes y al novio de turno, un jovencito alto y guapo que parece su mayordomo y que a veces la lleva a su casa. Los ha visto besarse cuando se despiden y ha notado que en ocasiones la mano del chico se desliza por debajo de su falda. Cuando eso pasa cierra los ojos, le da la vuelta a la manzana y se aparece cuando el chico se ha ido. Encuentra a Gloria acostada en el sillón, frente al televisor, esperándola para comenzar a hacer las tareas.

Helena no se ha dado cuenta pero sigue sonriendo. Ha notado a lo largo de los 4 años que llevan de ser amigas que siempre tiene esa reacción cuando ve a Gloria en todo su esplendor y últimamente el mal ha empeorado. Recuerda que la última vez que salieron de compras Gloria le tomó la mano y Helena no pudo hacer nada para calmar los latidos de su corazón. Tal vez se debiera a que era la primera persona que le tomaba la mano en público o a ese sentimiento casi siempre oculto que hacía tiempo había dejado de identificar como amistad.

Mientras mira a Gloria alejarse con su séquito piensa en que no debe ser muy normal que una tenga ganas de besar a su amiga, por lo menos no en la boca. A veces, cuando no puede dormir, se imagina tomando la estilizada mano de Gloria y entrelazando sus dedos con los de ella; luego se obliga a imaginarse dándole un beso casto e inocente en los labios. Su fantasía se sale de control cuando Gloria la empuja, la arrincona contra una pared que no debía estar allí y comienza a besarla por todos lados sin pudor alguno. Entonces se da cuenta de que se quedó dormida, de que está sudada y de que siente una humedad que ya le empieza a parecer habitual entre las piernas.

Se avergüenza recordando esas cosas en la escuela mientras se fija, tal vez demasiado, en lo bien que le queda esa falda blanca y ajustada a Gloria. Entonces toma una decisión. Se levanta con brusquedad, corre hacia Gloria y sus seguidores, se planta frente a ella a pesar de la mirada de fastidio que se pinta en su cara bonita, la toma de los hombros y le da un torpe beso en la boca. Se queda pegada a su boca hasta que Gloria reacciona y la empuja. Antes de que pueda decir algo, Helena huye. Escucha los gritos de marimacha y tortillera pero decide que no le importa.

Corre a casa y se refugia en su cama. Cuando despierta, la luz ha menguado y por su ventana alcanza a ver que los vecinos ya encendieron las luces del porche. Se levanta, se estira, baja a la sala y allí, de pie junto al sofá, está Gloria. La espera y Helena lo sabe.

― Ya no podemos ser amigas. Lo siento mucho. Lamento haberte hecho pensar esas cosas.

Helena asiente, ignorando que los ojos se le han llenado de lágrimas y la garganta se le ha secado.

― Claro, lo entiendo. Gracias por ser amable.

No sabe bien por qué lo dice pero cree que se lo debe. La mira rápidamente y nota que Gloria llora. Alarga la mano hacia ella y Gloria hace lo mismo. Sus dedos se tocan durante un segundo que para Helena equivalen a una eternidad. Entonces Gloria recapacita, quita la mano y se dirige hacia la puerta principal.

― Tal vez en otra vida, Helena.

Entonces sale. Es la mentira más grande que le han dicho. Se sienta en el sofá y llora. Llora porque no puede ni quiere ni cree que debe haber otra cosa. Gloria tiene razón, tal vez en otra vida, en una que no le pertenezca.

martes, 27 de octubre de 2015

De nada sirve

Era una tonta. Le dio por pensar que sacarme una tarde a pasear al parque compensaba los tres días seguidos que me dejaba encerrada sin siquiera permitir que entrara el sol, con la puerta principal del departamento cerrada con llave y la televisión irremediablemente descompuesta. Sola, aburrida y a veces incluso con hambre, porque se le ocurría vedar el paso a la cocina y me daba sólo algunas galletas para aguantar toda la mañana y parte de la tarde hasta que regresara del trabajo, franqueara los mil candados que me custodiaban y me ofreciera un plato ya frío de comida china.

De seguro también yo era una tonta. Yo, que me quedaba sentada en el piso durante varias horas mirando hacia la pared blanca y sin adornos que llegué a atesorar como el lienzo de mis desgracias. Yo, que ponía todas mis energías en escuchar a través de las paredes para oír una voz humana, aunque fuera la de la pareja de jóvenes que vivían en el departamento de a lado y que peleaban por lo menos tres veces por día. Yo, tan desesperada por salir a desperdiciar la vida en un lugar lejos de aquella habitación oscura y polvorienta, del baño más bien sucio, de la sala pequeñita, del encierro en que me había sumido la loca con la que me había ido a vivir una mañana de abril en la que me sentí con la edad suficiente para tomar mis propias decisiones. Yo, que jamás me atreví a intentar abrir la puerta.

Tal vez si lo hubiera hecho podría haber huido de alguna manera, corrido hasta llegar a un lugar donde Pamela no pudiera encontrarme. Pero disfrutaba la comodidad que implicaba tirarme en el sillón y jugar a que se me había escapado la vida, desenredarme el cabello una y otra vez, rascarme por todas partes hasta hacerme sangrar, golpearme contra la pared y esperar eternamente el mismo plato de comida china.

Más bien lo que pasaba es que las dos éramos unas tontas. Tontas que esperaban que se ocultara el sol para besarse y tocarse como si entre ellas no hubiera una evidente reacción de síndrome de Estocolmo. Tontas que se miraban como si su relación no fuera un charco de lodo sin salida, un pantano de inseguridades y mentiras. Tontas que se gritaban y se reclamaban pequeñeces y se abrazaban al mismo tiempo, que se odiaban pero se amaban en una espiral que se internaba en un mundo oscuro, tétrico, enfermo y peligroso.

Pero de nada vale darme cuenta de estas cosas ahora que estoy sentada frente a la misma pared que ya no es blanca sino rojiza, con el cuerpo de Pamela hecho un revoltijo de entrañas y extremidades, temblorosa y ensangrentada, tranquila y sosegada, como si no tuviera miedo de los espíritus que me rodean y me amenazan con alejarme de este mundo.

De nada sirve ahora que tuve que clavarle cien veces el cuchillo que hurté de la cocina en una de las pocas ocasiones que Pamela me permitió entrar a ella, en uno de sus descuidos. Pobre tonta y pobre tonta yo porque ella sólo quería sacarme al parque a pasear y no volver a encerrarme. Pobre yo porque ella por fin había entendido que hacía mal dejándome aquí todos los días en condiciones precarias. Pero de verdad pobre ella, que no sabía cuán nublada tenía la mente a base de tanta oscuridad y no se esperaba que reaccionara como un animal enfurecido, me le tirara encima y la matara con tanta violencia.

Al final fue más tonta ella. De todas maneras yo estoy acostumbrada a esperar y estoy segura de que alguien se dará cuenta del olor y de que ya nadie sale ni entra del departamento. Entonces vendrán y me encontrarán y me darán el plato de comida que tanto empiezo a echar de menos. Sólo espero que vengan antes de que me lleven los espíritus.

martes, 20 de octubre de 2015

Un abrazo húmedo

Tiene los ojos rojos y preocupados, cansados de tanto llorar. Y mira incesantemente a la mujer que se acuesta a su lado desnuda, con la espalda hacia ella, indiferente a su sufrimiento. Suspira, se arma de valor y recorre su cuello con sus dedos fríos. Las uñas se le han puesto moradas después de pasar las últimas tres horas fuera de los incómodos y extraños cobertores de una cama de hotel y siente que por fin llega sangre a ellas.

La otra mujer se mueve incómoda debido al roce casi imperceptible que se ha producido fuera de las horas de servicio establecidas. Intenta no abrir los ojos, no voltear a ver a su amante ocasional, no interrumpir el contacto de una manera poco elegante. Aprieta los ojos y se enfoca en repetir el nombre de la mujer con la que ha decidido atormentarse. Elisa.

Elisa ha cambiado de táctica. En lugar de tocarle el cuello, la abraza y sus manos se deslizan por sus pechos generosos y redondos, ligeramente caídos. Aprieta un poco los pezones y siente que se ponen erectos. Siente el triunfo en su interior, una pequeña muestra de su poder. Le da un beso en la parte de la espalda que le queda frente a la boca y sonríe. Está cansada y adolorida. Quiere empezar a gritar sus motivos para haber accedido a pasar esa noche con Ana cuando se había jurado que no volvería a pasar. Sus dedos ya no aprietan los pezones ajenos, su boca ya no besa la espalda que no le pertenece, sus ojos se humectan con lágrimas propias.

Ana siente la humedad en la espalda y se maldice. Sabe que debería hacer algo, abrazarla, decirle palabras bonitas, mentirle, pero se siente poco dispuesta a cualquier acto. Sólo lo deja pasar, alejarse de ella, no involucrarse. Deja de contener la respiración cuando Elisa afloja el abrazo. El familiar sonido de los resortes de la cama le indica que se ha levantado y el ruido de un cierre subiéndose que se ha vestido. Se incorpora, cubriendo su desnudez como si Elisa fuera una desconocida.

Elisa la mira y Ana le sostiene la mirada.

― Lo siento mucho ―murmura Ana.

Elisa azota la puerta al salir de la habitación y Ana empieza a llorar. Es un alivio que el televisor del cuarto de a lado ayude a encubrir sus sollozos.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Espera

Pregunta por qué y no le respondo. No tengo el valor. No le puedo explicar cuán casada estoy de verla acostada siempre en la misma postura haciendo un esfuerzo enorme por respirar. Tampoco le puedo hablar de lo mucho que me duele darle la papilla en la boca y que la deje caer o que ni siquiera sea capaz de tragarla. No le puedo contar todas las veces que me he quedado despierta para hacerle compañía aunque ella estuviera inconsciente debido a los muchos medicamentos que intentan quitarle el dolor.

Simplemente no puedo decirle que se ha vuelto una carga, que nada puedo hacer por ella, que la enfermedad que tiene le ganó hace ya muchas semanas. No puedo quitarle las esperanzas que aún tiene en la vida, la ilusión que le hace verme aparecer cada mañana con un plato de caldo caliente y un pan que no puede comer, el entusiasmo con el que habla de lo que haremos juntas cuando se sienta mejor. No tengo ningún derecho a quitarle las ganas de vivir aunque las mías se me hayan escapado desde que ella se enfermó.

Por eso cuando me ve tomar una de sus almohadas y acercarme a ella con la tristeza inundándome los ojos y me pregunta “por qué” poniendo todas las fuerzas que le quedan en intentar que el miedo no se refleje en sus palabras, le respondo que porque la amo. No lo comprende y tal vez tampoco yo lo comprenda. Pero he tomado una decisión y no debe haber vuelta atrás.

Aprieto la almohada contra su rostro y espero. Espero porque es todo lo que puedo hacer. 

domingo, 23 de agosto de 2015

[Eucalipto] Imposible olvidar

Para Kuropin




Entró a la habitación que durante tantos meses había estado celosamente cerrada con llave. La cama, el tocador con el espejo roto y el baúl, aún lleno de ropa, se encontraban en la misma posición. Las cortinas, verdes, pesadas, empolvadas, no dejaban pasar la luz. En el aire flotaba un aroma conocido, viciado por el tiempo. Olía a rancio, a viejo, a encerrado. A lágrimas que todavía ensuciaban el piso de madera.

Respiró con fuerza, tratando de recuperar lo perdido. Se dirigió a la cama y notó que las sábanas aún estaban revueltas. No había tenido el valor de quitarlas, de deshacerse de la evidencia de la mujer que pasó allí sus últimas semanas. Se acostó, se tapó, se concentró en el delicadísimo deje de eucalipto que debía estar ahí y lloró.

Porque todo estaba igual pero diferente.

Faltaba ella, dormida, cansada, adolorida. Su voz suave, delicada, quebrada, frágil. Su piel marchita. Sus ojos agotados, llorosos, a ratos vacíos. Sus manos buscando caricias que no era capaz de devolver.

Faltaba el olor a medicamentos, mejunjes, remedios, desechos corporales y faltaban también las mentiras, las palabras que jugaban a que todo estaría bien.

Faltaba la mirada azul, profunda, del amor de su vida. Su sonrisa rota, su llanto angustiante…

Se dio cuenta de que simplemente no podía olvidarla. Era incapaz de dejarla ir.

Por eso, sin dejar de llorar, con unas ganas terribles de que su corazón dejara de latir de una vez por todas, se enrolló más en las sábanas que alguna vez le pertenecieron a la mujer que amaba y decidió intentar dejar de respirar.

jueves, 13 de agosto de 2015

Puerta

Entran por la misma puerta pero salen por puertas diferentes.

Erica, bajita, enjuta, de cabello rojizo y quebradizo, se desliza sigilosamente por la puerta trasera del viejo caserón que les sirve de picadero. Recoge su vestido amarillo estampado con horrorosas flores, se lo pone y se va sin despedirse, sin dirigir ni una sola mirada al cuerpo durmiente que se queda sobre el colchón. Siente vergüenza. Sabe que lo que hace está mal, que no debería tener encuentros íntimos con Elena, no sólo porque es la maestra particular de su pequeña Leonor, sino también porque es mujer.

Y también está el detalle de que Erica está casada. “Felizmente casada”, se repite como un mantra cada fin de semana en las fiestas de gala a las que tiene que acudir con su importantísimo marido. En esas ocasiones no lleva el vestido amarillo, el de las flores horrorosas; ése lo guarda para Elena, que un día le dijo que le gustaba mucho cómo se le veía.

Erica sabe que es un amor imposible y que siempre tendrán que verse a escondidas. Por eso siempre entran por la misma puerta, aunque eso no signifique que entren juntas, y salen por puertas diferentes. Tratan de no levantar sospechas, de que nadie pueda decir que las vio juntas en una situación comprometedora.

Es una vida difícil. Se trata de fingir todo el tiempo. A veces sus manos se rozan cuando Elena le enseña matemáticas avanzadas a Leonor y Erica entra a la pequeña habitación que se volvió un aula de clases con la excusa de comunicarle una llamada urgente. Erica le extiende el teléfono y cuando Elena lo toma, sus dedos se tocan. Apenas y se tocan. Pero es suficiente para desencadenar esa corriente eléctrica que después, en el viejo caserón, recorre libremente sus cuerpos desnudos y sudorosos.

Se desean. Se les nota en los ojos. Erica intenta ocultarlo con un maquillaje discreto que enmascara sus ojeras y algunas arrugas que aparecieron antes de tiempo. Por precaución, evita mirar a los ojos a su marido, aunque él esté demasiado ocupado en sus asuntos como para notar el brillo que aparece en los ojos de su mujer cada vez que se menciona el nombre de la profesora de la hija que tienen en común.

A Erica le da la impresión de que, a veces, a su marido también le brillan los ojos cuando habla de Elena. Pero no lo culpa. Elena es guapísima. Esbelta, alta, ojos grandes y almendrados, labios voluptuosos, manos estilizadas. Elena pertenece a esa clase de mujeres que no necesita maquillaje para lucir despampanante. Antes sentía celos y tenía miedo. Su marido podría quitársela en cualquier momento si se lo proponía. Inseguridad. Luego lo comprendió: Elena es suya, la ama, sólo tiene ojos para ella.

Por eso esa noche hace algo arriesgado. Regresa. Deshace el camino ya andado. Esta vez entra por la puerta trasera, recorre un par de pasillos oscuros, encuentra la habitación en la que se acuestan, entra y enciende la luz. Ahí sigue Elena, desnuda, apenas cubierta con una delgada sábana, soñolienta aún.

― ¡Erica! ¿Qué haces aquí? Tu marido debe estar por llegar y si no te encuentra…

No le da tiempo de decir nada más. Erica se quita el vestido amarillo y las flores horrorosas, que para Elena son bonitas, parecen decorar la alfombra que cubre el piso. Desnuda, se dirige al colchón y se acuesta junto a Elena.

― Vine a quedarme contigo.

No da más explicaciones y no son necesarias. Ambas saben que ya no tendrán que esconderse.


viernes, 31 de julio de 2015

Promesas marchitas

Simplemente cerró los ojos y no los volvió a abrir. No me escuchó hablar de las promesas rotas y marchitas, ni de todos los arrepentimientos que he guardado desde que nos conocimos en una oficina de gobierno una horrible tarde lluviosa de septiembre. Me contó su vida y yo le conté la mía, y no pudimos evitar darnos un beso a escondidas y tomarnos brevemente de la mano cuando salimos del lugar.

Tampoco me oyó llorar por aquella vez que le juré que dejaría a mi esposo para estar con ella ni por lo mucho que sigo lamentando no haber podido hacerlo. Pero mis hijos necesitaban una madre... y en realidad yo siempre fui una gran cobarde. Ella lloró, gritó que nos amábamos y debíamos estar juntas e incluso dejó de verme un par de meses.

Supongo que le enojaría saber que tanto mi esposo como mis hijos me han acompañado hoy al tanatorio. No les he permitido pasar, porque este dolor debo vivirlo sola. Estoy segura de que los cuatro conocían nuestra situación, de que lo han sabido durante por lo menos quince años, pero jamás supieron qué decir. No los culpo, yo tampoco supe.

Viéndolo en retrospectiva, era demasiado obvio. Cuando mis hijos eran pequeños ella visitaba mi casa por lo menos cuatro tardes cada semana y teníamos que inventar juegos tontos para poder besarnos fugazmente. Después se fueron de casa, uno a uno, y fue en esa época cuando tratamos de recuperar el tiempo perdido. Fueron días felices.

Ahora de verdad no puedo evitar reprocharme todas las decisiones malas que tomé. Pudimos haber tenido días mejores, más sonrisas, más paseos por el parque tomadas de la mano como una pareja normal. Pudimos haber sido una familia, un par de ancianas que compraban bebederos para colibrí y los colocaban en el jardín de su casa por el puro placer de ver a esos pajaritos revolotear por ahí. Pudimos haber hecho tantas cosas.

Hoy me siento a su lado y la observo. Sigue con los ojos cerrados. Su cabello, al igual que el mío, se ha vuelto blanco y quebradizo con el paso de los años. El personal del tanatorio se lo ha sujetado en un moño alto, el mismo que llevaba el día que nos conocimos. También le pusieron el vestido de flores amarillas que yo elegí para esta ocasión. La muerte ha hecho que se le hinche la cara y que desaparezca su sonrisa, pero si me esfuerzo aún puedo ver a la mujer con la que he compartido más de la mitad de mi vida.

Trato de sujetar la mano. Ya dejé de pedirle que por favor abriera los ojos una vez más y escuchara los millones de “lo siento” y “perdóname” que se merece. Perdón por las lágrimas, por el dolor y el sufrimiento, por vivir siempre en el anonimato. Perdón por los momentos más felices de mi vida y por el amor que aún siento por ella. Y, sobre todo, perdón por no poder convertirnos en esas viejitas felices que se paran en la entrada de su casa a ver el mundo pasar.

viernes, 24 de julio de 2015

Cepillo de dientes

Dejó escapar todo lo que habíamos construido juntas cuando se fue con su amante.

No se llevó su ropa, ni sus libros, ni sus objetos de tocador. No tocó ninguna de las figuras coleccionables de nuestra serie favorita, acomodadas pulcramente en el mueble del televisor, ni las películas que habíamos conseguido con el paso del tiempo.

Tampoco se llevó su teléfono celular. Lo descubrí cuando ese día me di cuenta de que ya era muy tarde y ella no había regresado. Cuando le llamé, encontré su teléfono debajo de mi almohada. Todas las fotografías, los archivos y los números telefónicos seguían ahí. También seguía ahí la imagen de fondo de pantalla que nos mostraba sonrientes en nuestras últimas vacaciones a la playa.

Incluso dejó la libreta que le había hecho a mano cuando empezamos a vivir juntas. Era una libretita fea con una portada mal adornada con brillantina, hojas mal cortadas y unida con un hilo grueso que conseguí en la papelería. Me costó muchísimo perforar las hojas con la aguja, tardé horas, pero el resultado me hizo feliz. Ella sonrió mucho cuando se la entregué, envuelta en improvisado papel de regalo, y la guardó durante varios años en el cajón superior de su escritorio, donde pudiera tener fácil acceso a ella.

El día que se fue simplemente la dejó sobre la mesa del comedor, envuelta en un papel de regalo similar y con una nota que rezaba “gracias por estos maravillosos años”. No entiendo por qué no pudo decírmelo de frente. Habría sido más fácil y, tal vez, me habría evitado la pena de abrir el paquete y encontrarme con el objeto que había sido más valioso para ella durante nuestra relación.

Pero no sólo abandonó las cosas materiales. También renunció a las tardes lluviosas de ver películas en la televisión, a los besos apasionados y las caricias exageradas, a la comida que le preparaba los domingos, a los corazones que le dibujaba en la mano con tinta indeleble, a mis sonrisas y a sus sonrisas cuando estaba conmigo. Supongo que ahora, con su amante, debe de sonreír distinto.

Dejó las lágrimas, las risas, las decepciones, las angustias, cualquier rastro de los momentos de una vida en común, pero se llevó una buena parte de mí. Eso sí, por lo menos me ahorró la molestia de tirar su cepillo de dientes.

jueves, 16 de julio de 2015

Reloj

No llega. La espera es infinita. Quedaron de verse hace media hora y simplemente no llega. Le llama pero no responde el teléfono. “Debe ir en el metro”, se dice. “Ahí no hay señal”.

Suspira tres veces seguidas y decide que no es suficiente, así que lo hace dos veces más. Mejor. No, peor. El tiempo sigue corriendo. Varias personas entran a la cafetería de enfrente. Una pareja se besa en público. “¿No pueden irse a otra parte?”

Consulta el reloj por quinta vez en ese minuto. Lleva treinta y ocho minutos de retraso. Treinta y nueve. Qué suerte que se le ocurrió comprar un reloj nuevo justo una semana antes o no tendría manera de impacientarse con tanta precisión. Chasquea la lengua, truena los dedos, se sienta, se levanta, salta un par de veces.

Empieza a sudar. Ansiedad, miedo. Los mil escenarios que pasan por su cabeza. Un accidente seguramente, esas cosas pasan con mucha frecuencia. O se quedó dormida. Nunca había sido tan impuntual, aunque es posible que su memoria la esté engañando. Tampoco es que como si hubieran salido tantas veces. Esta es la quinta vez.

Sigue sin llegar. Se desespera. Es una lástima que le guste tanto porque, si no, ya se habría ido y que se jodiera. Por impuntual. Pero no puede evitar sentirse atraída hacia la idea de compartir un café frío, unos besos y una buena noche de cama. Sobre todo la noche de cama. Le hace falta.

Sonríe. Se acostaron desde la primera cita, que en realidad no era una cita. Se encontraron en una zona de videojuegos y le gustó cómo movía los dedos mientras jugaba Guitar Hero. Le habló, la invitó a comer. Y como una cosa lleva a la otra, terminaron en su casa tocándose por todas partes.

Fue un día divertido. Consulta el reloj por error, por costumbre. Han pasado cuarenta y cuatro minutos. Le vuelve a llamar y por fin responde. “¿Dónde estás?”, pregunta de inmediato con una leve nota de molestia. Está en su derecho, ¿no? Pero la voz que contesta no es la voz que conoce, no es la voz que quiere oír. “¿Quién habla?”, le dicen del otro lado de la línea.

No responde. No sabe qué responder. Ni qué pensar. Maldice ordenadamente a todos los dioses que puede recordar. “¿Erica?”, sale de su garganta. Nota que le falta el aliento, que le sudan las manos, que se le cierra la garganta y que ha empezado a llorar. Imperdonable, irremediable. “Está en el baño”.

Cuelga. No quiere saber más. Se seca las lágrimas. Trata de pensar positivo. El hecho de que otra mujer haya respondido el teléfono de su ¿novia? no quiere decir que... ¡Pero no hay otra explicación! Se enoja, contiene un grito, se muerde la mano y vuelve a llorar.

Y justo cuando está meditando si la venganza es una buena opción, suena su teléfono. “¿Querías hablas conmigo?” Esa vez sí es la voz que necesitaba escuchar. No sabe qué decir, así que decide que es mejor no decir nada. “¿Qué hora es?”, pregunta la otra voz. No puede contenerse. Grita. “¡¿Cómo que qué hora es?! ¡Una hora tarde, Erica, una!” y vuelve a llorar.

Algún día considerará seriamente dejar de llorar en esas situaciones. La desgasta mucho, le deja los ojos rojos e hinchados y la hace parecer una estúpida. Pero mientras tanto pone todas sus energías en no derramar demasiadas lágrimas, en parecer discreta para que la gente que pasea por los alrededores no note que está haciendo una escena.

“¿No habías dicho que a la 1? Apenas son las 12. Iba de salida”. La noticia le cae mal. Revisa el reloj de nuevo y pone muchísima atención para no equivocarse: 2:11. “El reloj no dice lo mismo”, responde con voz trémula, insegura, casi en un murmullo. Algo debe estar mal en el mundo si no se puede confiar en el reloj. “Ya. ¿Y le ajustaste la hora?” Se queda en blanco. Se le ha olvidado cómo se habla, cómo se respira y, al parecer, cómo se ajustan las horas de los relojes.

No puede evitar pestañear varias veces. Se quita el teléfono de la oreja y se fija en la parte de hasta arriba. 12:15. Mierda. “¿Sigues ahí?” Y ahí sigue, de nuevo con el teléfono donde debe ir en una llamada. Es sólo que no puede con la vergüenza.

“Dijo mi hermana que llamaste y le colgaste, así que mejor me aseguro de que todo sigue en pie” Asiente. Claro, todo encaja. “Aquí te espero”, responde por fin, intentando trasmitir la seguridad que no tiene y emitiendo una risita tonta. “Vale, te veo en un rato”.

La llamada termina y ella se vuelve a sentar cerca de la cafetería. En serio se empezará a plantear poner más atención a la vida… Mientras llega ese momento, sólo queda seguir esperando.

miércoles, 8 de julio de 2015

Cero

El dos es nuestro número de la suerte. Fueron los besos que me diste aquella terrible madrugada y las bofetadas que te devolví el día que se te hizo divertido fingir que te marchabas.

Incluso empezamos nuestro malentendido que luego definimos como relación llamándonos dos veces cada día y diciéndonos dos “te quiero” cada dos minutos. Y la primera vez que me enfermé de gripe tuviste que preparar el caldo de pollo en una segunda ocasión porque en el primer intento se quemó.

Igual decidimos llevarnos a casa a los dos gatitos negros, hambrientos, mojados, pequeñitos y desprotegidos que encontramos un día tirados en la calle. Los dos mismos gatitos que se volvieron gatos gordos y maleducados pero que aun así tenían la cortesía de esperarnos en la repisa de la ventana cuando regresábamos de trabajar.

Y varios años después de eso, los domingos por las tardes nos dio por ver la misma película dos veces para corroborar si nos parecía buena o si nos habíamos reído la primera vez sólo a causa de la novedad.

También es la exacta cantidad de lágrimas que derramé cuando el médico me dijo que nos habías abandonado. Dos y ni una más.

Porque en nuestra vida todo lo hacíamos al doble, todo repetía el mismo patrón. Tú, mujer práctica, lo atribuías a la casualidad y yo, mujer supersticiosa, pensaba que se debía a la suerte, a nuestra suerte ligada indiscutiblemente al número dos.

Tú y yo éramos dos. Éramos porque ya no somos. Fuimos porque tú ya no estás. Y ahora que sólo soy una y que no hay besos ni abrazos ni “te quiero” ni gatos negros, gordos y maleducados, ni películas las tardes de los domingos ni caldos de pollo quemados ni ganas de ser uno, me dispongo a que mejor formemos un cero.

Sin ti no se puede ser dos.

martes, 30 de junio de 2015

Añoranza

Decidieron olvidar. Fingir que no era cierto y que ni siquiera había pasado. Seguir tomándose de las manos pero con poca convicción, con menos fuerza, con demasiado nerviosismo. Secar las lágrimas de la otra cada vez con menos frecuencia. Dejar de contarse secretos por las noches, cuando alguna de las dos se quedaba a dormir en casa de la otra y pretendían estar lo suficientemente borrachas como para hablar de más.

Decidieron no llamarse más con apodos cariñosos. No enviar el acostumbrado mensaje de buenos días ni ayudarse con las tareas. Dejar de salir los fines de semana alegando que habían hecho un compromiso con meses de anticipación aunque ambas supieran que se quedarían en casa aplastadas en el sofá viendo el televisor. Ignorar las llamadas de la otra cada vez más a menudo.

Decidieron callar. Evitar siquiera pensar en las palabras pronunciadas con tan pasmosa deliberación. En el roce casual de los labios. En la suavidad de las manos ajenas. En el sonrojo de las mejillas y la mirada nublada. En esa tarde de viernes a solas en la que quisieron apagar la luz y comprobar que los asuntos de amor no se podían tratar entre amigas. Y olvidar que fallaron terriblemente.

Decidieron vivir con la añoranza. Fingir, pretender, hacer una vida completamente separada de la otra. Desterrar los recuerdos de los años que pasaron juntas y romper esa fotografía en la que las dos llevaban traje de baño y cola de caballo y una enorme sonrisa en la cara.

Simplemente decidieron olvidar.

martes, 23 de junio de 2015

Amor eterno

Me juró amor eterno una tarde de diciembre en la que el frío parecía haberse tomado unas breves vacaciones. Como todos los días de aquella época, caminábamos por un parque solitario cuando salíamos de trabajar. Teníamos una preferencia muy marcada por los días lluviosos porque así la gente corría en lugar de caminar y nosotras teníamos tiempo de darnos besos fugaces y culposos debajo de algún árbol.

Desafortunadamente, ese día no llovía. Si hubiera llovido, tal vez mi cerebro habría relacionado el recuerdo con algo más triste, digno de consternación. En su lugar, sólo puedo recordar una tarde amarilla y cegadora, como si caminara en medio de un charco de luz difuso. Incluso me cuesta enfocar sus ojos oscuros, su nariz recta, sus labios pequeños a los que les habría favorecido más un tono de rosa en lugar del rojo oscuro que siempre se empeñaba en usar...

Lo que sí recuerdo claramente, sin distorsión alguna por los efectos de la memoria, es su sonrisa amplia y franca cuando me tomó de las manos justo un segundo antes de sentarnos en una banca y me pidió, como quien pide una taza de té en un restaurante, que jamás la dejara. También me gusta creer que recuerdo mi consternación y los mil parpadeos que me vi obligada a dar para evitar que las lágrimas que de repente me llenaban los ojos se derramaran.

Tal vez este sea un buen momento para decir que la amaba y que me partía el corazón que me pidiera algo así. No sé cuántas veces le repetí lo mucho que la amaba y que no la dejaría. Y fue entonces cuando lo hizo: me juró amor eterno. Fue un acto sencillo, acompañado de un beso y de las maravillosas palabras “te amaré por siempre”.

Para mi mala suerte, la eternidad llega a su fin en momentos diferentes para cada uno de nosotros. Hice ese descubrimiento un año después, cuando la costumbre de ir al parque se había visto reemplazada por la de ir a mi departamento a tener sexo. A veces incluso dormíamos juntas y caminábamos al trabajo a la mañana siguiente. Los fines de semana solíamos ir al cine o pasar un rato en su casa comiendo golosinas frente al televisor.

Y un día ella simplemente no fue a trabajar. Le llamé en cada ocasión disponible que tuve y por la tarde pasé a su casa, pero ni respondió ni parecía haber nadie en su hogar. Sin saber qué hacer, me quedé sentada frente a su puerta, esperando que algo ocurriera. Ocurrió. Se apareció por la esquina de la calle agarrando a otra mujer de la mano. Le hablaba con alegría, le sonreía con ternura y lo único que pude pensar fue que eso me pertenecía a mí. Pensé que esa otra mujer, con menos grasa abdominal que yo y ojos muchísimo mejor maquillados, me estaba robando a mi novia y que yo sólo podía quedarme ahí sentada, hecha un ovillo, como idiota.

La besó antes de llegar frente a su casa y fue como si me hubieran golpeado. Era un beso diferente a los que me daba a mí, lleno de algo que en ese momento llamé “amor”. A mí me besaba con prisa, con un poco de fastidio, como si fuera una obligación y no algo que deseara hacer. Lloré porque eso es lo que la gente con el corazón roto hace en situaciones adversas y decidí no moverme de ahí.

Entonces me miró, me vio y me observó. Y yo miré a su amante tratando de encontrarle hasta el más mínimo defecto. ¡Y claro que los había! La nariz un poco demasiado grande para su cara, los senos muy pequeños y el rubor muy brillante. Pude apreciar en cámara lenta cómo mi novia le soltaba la mano y corría hacia mí con una expresión que denotaba vergüenza, culpa y una pizca de arrepentimiento.

Me pidió perdón mientras la otra mujer se negaba a moverse del lugar donde mi novia la había dejado. Me empeñé en seguir llorando, en escucharla pero rechazarla, en levantarme con pesadez y lentitud. Noté que mi hasta entonces novia seguía hablando, pero dejé de entender lo que me decía y, en realidad, también dejó de importarme. Me encaminé hacia donde estaba la otra mujer y la pasé de largo. Nadie intentó seguirme ni hacerme entrar en razón. Simplemente se había acabado.

Y es curioso, pero para mí la eternidad dejó de existir en ese momento.

martes, 16 de junio de 2015

Desnudez

El día que por fin la vio desnuda marcó su vida de una manera que aún le resultaba difícil de comprender. Tal vez se debiera a que había esperado que ese momento ocurriera varios años antes, cuando tenían por costumbre tomarse de las manos y darse besos en la boca por mera diversión. O un par de años después, cuando se dieron cuenta de que ser más que amigas no era tan mala idea y salieron durante veintisiete fatídicos días.

Pero definitivamente jamás imaginó que se encontraría en esa situación llena de alcohol y después de no haberla visto durante cuatro años, cuando no le quedaba ni la confianza ni la habilidad motriz para emprender la difícil tarea de desabrochar un sostén ajeno ni de meterse entre las piernas de la amiga de toda la vida que en realidad jamás quiso darle más que promesas.

Por eso se detuvo en seco justo un segundo después de que su amiga le hubiera ayudado con el trabajo del sostén y, de paso, con las bragas. Se aseguró de mirar con atención todos los rincones de ese cuerpo que venía deseando durante la mitad de su vida y se armó de valor y determinación para apartar la vista y negarse a cooperar.

―¿Qué cambió? ―preguntó intentando pronunciar todas las letras para evitar que se escuchara cuán borracha estaba.

―¿Por qué tiene que haber cambiado algo? ―respondió la otra, sonriente, amable, mientras se le acercaba y le ofrecía los labios.

―Porque nuestra relación siempre ha tenido motivos ―dijo, sincera, dolida, rechazándola quizá por primera vez en su vida―. Y sé que no estabas muy interesada en esto la última vez que te vi.

―No lo creo así ―afirmó. Se acercó aún más, tomó su mano derecha y le lamió dos dedos.

―Oh… ―murmuró incapaz de pensar en algo más.

La duda quiso seguir estorbando pero su amiga, experta en temas de amor y en otros asuntos igual de importantes en la vida, le dio un beso con una pasión de la que jamás la había considerado capaz. Y ella, mujer con necesidades al fin y al cabo, sólo se dejó llevar...

viernes, 23 de enero de 2015

Amargo como el chocolate: 12

12. Borrar para siempre

Sentía que debía deprimirse, llorar un poco, retorcerse y maldecir a Paulina por creerse con el derecho de abandonarla definitivamente. Algo así. Pero se sentía tranquila, aliviada, como si de repente y por obra de la buena suerte se hubiera desecho de un gran peso. ¿Eso era lo que representaba Paulina para ella en esos momentos? Tal vez sí. Porque a Abigail le gustaba la chica que vivía en la casa de enfrente y Paulina era un obstáculo. Le dolió un poco el pensamiento. La habían pasado tan bien...

El alivió se diluyó y se mezcló con la amargura, creando una sensación poco grata que  evocaba buenos recuerdos... recuerdos que, aunque le pertenecieran, era necesario guardar en una caja cerrada herméticamente para que conservaran la frescura y le evitaran ataques de tristeza.

Notó que aún tenía el teléfono en la mano. Lo puso en su lugar. Le sudaban las manos y se le empezaba a formar un nudo en la garganta que, posiblemente, no tardaría en explotar. Se dirigió a su computadora de escritorio, la que utilizaba para cubrir todas sus necesidades, y la encendió. Había tomado la drástica decisión de borrar todas las fotografías de Paulina y de ella... Si no lo hacía en ese momento, dudaría más tarde y la vida le había enseñado que se tenía que romper la conexión con el pasado para... ¿enfrentar el presente?

Por suerte, había ordenado las fotografías, lo que le evitaría tener que mirarlas y la pena de arrepentirse de todo. Seleccionó la carpeta principal y eligió la opción “borrar”. A la computadora siempre se le ocurrían preguntas tontas, así que le preguntó si estaba segura. Eligió “sí” y las fotos se fueron para siempre.