Tiene miedo. El miedo le
sube por la garganta y hace que sea casi imposible respirar. También le duele
el pecho y le arden los ojos. Nota que está llorando. Las lágrimas le escurren
por las mejillas, le caen en las rodillas y se deslizan hasta el suelo. Las
lágrimas se pierden en la alfombra.
Se abraza más fuerte las
piernas, presiona la cabeza contra las rodillas y se obliga a dejar de llorar.
Se ha escondido en su estudio, debajo de su mesa de trabajo, a lado de un par
de cajas llenas de dibujos sin terminar y cerca, demasiado cerca, de una araña
de patas largas. El miedo que siempre les ha tenido a las arañas parece
minúsculo en ese momento. Hay otras cosas de qué preocuparse.
Escucha que la manija de
la puerta se mueve. La cerró con llave pero olvidó que en la casa había otra
copia. Reúne valor, sale de debajo del escritorio y uno de sus brazos roza a la
araña, que parece poco complacida por el contacto. Dejó apagada la luz y se
arrepiente. El miedo se acumula en su estómago y siente ganas de vomitar. Le
sudan las manos, le da vuelta la cabeza. Tal vez todo sería más fácil si se
desmayara y nunca pudiera volver a abrir los ojos.
Se abre la puerta. Se
pone justo enfrente, como si estuviera obstruyendo el paso. Distingue la
silueta de Marta y se le comprime el corazón. El sudor le cae en gotas grandes
desde la barbilla y su andar es inestable, como si estuviera muy enferma y le
costara incluso moverse. Respira hondo, se acerca a ella despacio.
― ¿Estás bien? ―pregunta
justo antes de rozar su brazo izquierdo. Su blusa de flores está manchada de
sangre pero parece que la hemorragia se ha detenido.
― Mmm...
― Ven, siéntate.
La conduce hacia la única
silla de la habitación y la ayuda a acomodarse en ella. Se ve mal. Sabe que va
a morir en cualquier momento y que entonces irá tras ella. Se siente
responsable y la culpa le hace cosquillas en los dedos de los pies. Debió
bloquear la puerta con su cuerpo para no dejar que Marta abandonara la
seguridad de la casa, debió haber salido a buscarla después... Por lo menos
debió haber corrido a salvarla cuando escuchó su primer grito.
En cambio sólo fue capaz
de volver a cerrar la puerta inmediatamente después de que Marta saliera y de
echarse a llorar mientras espiaba por una de las ventanas. Ni siquiera pudo
terminar con su sufrimiento cuando regresó corriendo, asustada y con una
horrible mordida en el hombro. Le abrió la puerta, le limpió la herida, la dejó
en la sala y corrió a esconderse en su estudio. Un fracaso total.
― Marta… ¿quieres agua?
No responde. Se arrodilla
frente a ella, olvidando por un momento el terror que siente. La abraza. Tal
vez sería la última vez que lo podría hacer. También le da un beso en la boca,
despacio, sin pasión ni deseo, con las ganas aplacadas por el miedo de tener la
muerte tan cerca.
― Aún te amo ―susurra.
Marta abre los ojos
lentamente y esboza una sonrisa torcida. Por un momento de verdad cree que le
dirá que la ama, que estirará los brazos para abrazarla como siempre lo ha hecho; en cambio estira los brazos y sus uñas
largas y cuidadas se clavan en la piel desnuda de sus brazos. No puede evitar
gritar, luchar por deshacerse del contacto. Pero Marta ya se ha levantado de la
silla y su cara, que ya no parece la cara de la Marta que ha amado durante los
últimos seis años, se acerca a su cuello. Tiene la boca abierta y el aire se
escapa de sus pulmones creando una especie de quejido apagado.
Respira hondo. Desearía
desmayarse de miedo, evitarse el dolor que sabe que le causará la mordida.
Marta está cerca, lo suficientemente cerca para sentir que no está respirando,
tan cerca que le invade el recuerdo desdibujado de su primer beso. Deja de
luchar, se da cuenta de que no puede hacer nada por evitar lo que sigue.
El
tiempo se vuelve lento, el rostro de Marta de desdibuja, pero su boca sigue
ahí. Aprieta los dientes, deja escapar las lágrimas y escucha la mordida con la
que se le empieza a ir la vida. Ojalá hubiera sido menos cobarde.