domingo, 31 de enero de 2016

Misma historia



Holly ya no sabía cómo hacerle entender a Abby que estaba de su lado, que no era su enemiga y que estaba dispuesta a seguir aguantando sus ataques de mal humor en público para permanecer a su lado. Así que decidió gritarle que se callara y que actuara con un poco más de sentido común porque todos querían verla caer. Todos menos las personas involucradas en la compañía, desde luego, aunque fuese por su propio bienestar y el de sus hijas.

Lo que posiblemente nadie sospechaba es que a Holly no sólo le interesaba que Nia tuviera éxito, sino también el bienestar de Abby. En opinión de las otras madres, esa era la imagen que Melissa debía proyectar para seguir obteniendo favoritismos. Pero las otras madres no sabían nada, asumían siempre que Abby hacía lo peor para sus hijas y se quejaban demasiado. Por supuesto que Holly hacía las mismas cosas, pero era su obligación para que nadie sospechara lo que ocurría en realidad.

Por eso ese día fue incapaz de contenerse. Vio que Abby cerraba la boca después de escuchar sus palabras y, cuando volvió a hablar, su voz era más calmada, como si hubiese recapacitado. Las palabras seguían siendo ácidas y punzantes, así que Holly entendió que debía seguir el juego; las cámaras seguían grabando y no era momento de ponerse sentimentales.

― ¡Quieres deshacerte de mí! ¡Echaste a Kelly, echaste a Christi y ahora vienes tras de mí!

De nuevo Holly pudo ver vacilación. La respuesta fue rápida.

― No quiero echarte, nadie está haciendo nada contra ti, Holly.

Entonces Holly se dejó llevar porque a veces, en los momentos que compartían cada vez con más regularidad fuera del estudio, sentía que sí quería sacarla del medio, que sólo la utilizaba para algún propósito que aún no podía dilucidar. Tal vez convivir tanto con las otras madres la estaba volviendo paranoica.

― ¡Ya basta! ¡Ya basta, ya basta! ¡Ya basta!

Abby salió de la sala, pero la cámara siguió grabando. Y ella, terriblemente avergonzada, siguió gritando, persiguiéndola con su voz. No era propio de ella comportarse así, pero nada le garantizada que Abby no se fuera a deshacer de ella, de sus manos rozándose cuando tomaban una copa lejos de todo el mundo, de uno que otro beso reprimido y superficial, temeroso, de las palabras de afecto dichas al azar. Si le había pasado a Melissa, podría pasarle a ella también.

Se calmó, se calló y regresó a la sala donde estaban las madres y las niñas. Nia se le acercó y la abrazó. A veces Holly creía que Nia sabía cosas, muchas cosas de las que no debería enterarse. Correspondió el abrazo, sonrió y le aseguró que todo estaba bien. Decidió en ese instante que esa tarde no le llamaría a Abby. Después de esas discusiones siempre era Holly quien cedía y esa vez esperaba que fuera diferente. Definitivamente, no le pasaría lo mismo que a Melissa.

miércoles, 20 de enero de 2016

Falta


Se sentía rota, como el jarrón de porcelana fina que una vez dejó caer del esquinero de casa de su abuela. Hecha pedacitos que requerirían demasiado pegamento y esfuerzo, demasiada inversión para juntarlos. Y en esos momentos no estaba dispuesta a invertir, era tedioso, cansado e inútil. Inútil porque de todas maneras jamás volvería a quedar igual. Esa fue una de las primeras lecciones que aprendió de la vida cuando, una semana después, llevaron el jarrón reparado y su abuela lo conservó por amor al recuerdo. Había dejado de ser bello.

Y ella sentía que había dejado de ser bella. Todos los recuerdos de su rutina estaban contaminados por la presencia, ahora ausencia, de una mujer que había sido su amante. Desde salir a correr por las mañanas, con ella, jugando a encontrar canciones que contuvieran una palabra dicha al azar, hasta la hora de la cena, por lo general en un restaurante cercano a la oficina, mirándose sin parar. Toda la esencia de su existencia, la persona alrededor de la cual había construido su vida, había dejado de existir varios meses atrás.

Recordaba el momento y sabía que lo recordaba porque le dolía. El dolor le oprimía el pecho por las noches y la hacía sollozar en la oscuridad, a solas, abrazada a la almohada para sentirse un poquito menos mal. Le dolía igual que se hubiera llevado todas sus cosas, incluso al periquito australiano que habían comprado para darle un poco de vida al departamento que, desde luego, rentaban juntas.

El momento aún le parecía algo difícil de asimilar. La noche anterior le había dicho que la amaba mientras hacían amor y la mañana siguiente se encontraba haciendo su maleta y pidiendo un taxi para salir de una vez por todas del departamento. Simplemente la había dejado anonadada, sorprendida y con lágrimas corriendo libres por su cara.

― ¿Pero por qué? ¿Qué cambió de anoche a ahora? ¿Qué pasó en menos de 10 horas? ―le había preguntado, por una parte porque le encantaba sufrir y por otra porque en serio, de verdad, no entendía el motivo de la caída de su mundo.

― Sólo decidí que lo nuestro tiene que terminar, hay que darnos un tiempo. Ya sabes, no eres tú, soy yo ―había respondido mirándola brevemente, justo un segundo antes de comenzar a sacar su ropa interior de los cajones.

Y a ella le había dolido la burla, el tono de condescendencia en el “no eres tú, soy yo”. Si algo entendía del asunto es que era ella. No tenía ni la menor idea del error, de ese algo que había hecho tan mal como para obligarla a marcharse sin más, pero estaba segura de que era su culpa.

― Puedo cambiar. Dime qué hice mal y te juro que haré algo para arreglarlo.

Meses después se había odiado por rogar, por prácticamente arrodillarse frente a ella y ofrecerle más de lo que tenía. Pero en ese momento le había parecido la decisión adecuada porque necesitaba que se quedara, seguir con ella, mantenerla a su lado.

― No lo entiendes, no funciona así. No puedo quedarme, lo siento ―había llenado tres maletas grandes que no le conocía y las sacó del departamento poco a poco. Cuando hubo terminado con eso, tomó al periquito, volteó hacia a ella y le hizo un gesto de despedida con la mano―. Nos vamos. Cuídate.

Y se fue. Salió por la misma puerta que ella se vio obligada a atravesar una y otra vez para rememorar el momento, lo rápido de la despedida, el último beso jamás dado.

Le marcó muchas veces en los días posteriores pero ella nunca respondió. Luego el número dejó de estar habilitado y ya no tuvo manera de siquiera intentar comunicarse con ella. Supo que era lo mejor, pero eso no impidió que siguiera abrazando a la almohada cada noche y deseando aunque sea comprender qué había pasado.

Así que estaba rota, más rota aún que ese dichoso jarrón. Ese día la abuela le había pegado, pero a ella no le había importado mucho; sabía que lo merecía. Y en ese momento se dio cuenta de lo que necesitaba, lo que aliviaría un poco su dolor. Corrió a la cocina, tomó un cuchillo, se bajó el pantalón e hizo una herida larga pero poco profunda en su pierna derecha. Suspiró. El dolor menguaba. Eso era todo lo que hacía falta.