jueves, 17 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: I



Se sentó el la silla sin respaldo para observar a la mujer que estaba frente a ella. Tenía los ojos cerrados, los labios ligeramente abiertos, las mejillas sonrojadas y un hilo de sangre brillante que bajaba desde la frente y le recorría una buena parte de la nariz y del mentón. No pudo evitar sonreír al visualizar lo que le pasaría a ese cuerpo, cómo le daría placer...

Se pasó la lengua por los labios. Ya no podía contenerse. Sentía unos deseos irrefrenables de poseerla, de hacerla suya, de golpearla, hacerla sangrar. La parte más fácil había sido dejarla inconsciente; sólo había necesitado un buen golpe con una varilla que había escogido con total premeditación. Llevarla hasta el sótano de su casa, en cambio, ya no fue tan sencillo. Tuvo que esconderse hasta de las sombras mismas.

Pero el pasado no importaba. Lo importante era que estaba allí, con las manos amarradas hacia atrás, con fuerza. Los pies también estaban amarrados y había perdido un zapato de camino a ese lugar. ¡Qué más daba! Cuando la noche llegara a su fin, perdería más que un miserable zapato. Volvió a sonreír. Le pareció que su sonrisa tenía un deje de maldad y se sintió complacida.

Entonces la otra abrió los ojos. El miedo se reflejaba claramente en ellos. Y gritó, gritó como si en ello se le fuera la vida sin saber que, pronto, de verdad se le iría.

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