Se sentó el la silla sin respaldo para observar
a la mujer que estaba frente a ella. Tenía los ojos cerrados, los labios
ligeramente abiertos, las mejillas sonrojadas y un hilo de sangre brillante que
bajaba desde la frente y le recorría una buena parte de la nariz y del mentón. No
pudo evitar sonreír al visualizar lo que le pasaría a ese cuerpo, cómo le daría
placer...
Se pasó la lengua por los labios. Ya no podía
contenerse. Sentía unos deseos irrefrenables de poseerla, de hacerla suya, de
golpearla, hacerla sangrar. La parte más fácil había sido dejarla inconsciente;
sólo había necesitado un buen golpe con una varilla que había escogido con
total premeditación. Llevarla hasta el sótano de su casa, en cambio, ya no fue
tan sencillo. Tuvo que esconderse hasta de las sombras mismas.
Pero el pasado no importaba. Lo importante era
que estaba allí, con las manos amarradas hacia atrás, con fuerza. Los pies
también estaban amarrados y había perdido un zapato de camino a ese lugar. ¡Qué
más daba! Cuando la noche llegara a su fin, perdería más que un miserable
zapato. Volvió a sonreír. Le pareció que su sonrisa tenía un deje de maldad y
se sintió complacida.
Entonces la otra abrió los ojos. El miedo se
reflejaba claramente en ellos. Y gritó, gritó como si en ello se le fuera la
vida sin saber que, pronto, de verdad se le iría.
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