martes, 24 de septiembre de 2013

El hombre del abrigo amarillo

El hombre del abrigo amarillo entró a la habitación de golpe. Las dos mujeres que se encontraban dentro respiraron pesadamente, sin tiempo alguno para tartamudear alguna excusa no tan patética y ridículamente decente para explicar su desnudez sobre la cama matrimonial que, al parecer, el hombre y una de las mujeres compartían la mayoría de las noches.

— No es lo que parece —dijo la esposa culpable. La otra pensó que no se le podía haber ocurrido peor cliché para tales situaciones bochornosas.

— Sí lo es, Samanta, no mientas —habló el hombre. La amante de la esposa pensó, casi inconscientemente, que lo misterioso de su actitud explicaba por qué Samanta se había casado con él. No había otra explicación.

— No… lo es —dudó demasiado. Le había dado la razón al hombre con esa pausa de dos segundos adicionales y la entonación no tan convincente.

El hombre se tapó la cara, dolido. La amante vio cómo le escurrían algunas lágrimas y la manera en que, estratégicamente, evitaba la pregunta cliché de ese tipo de momentos preciados. Deberían tomar una fotografía y mandarla al álbum familiar.

— Amo a tu esposa —habló por fin la amante. Le pareció que interrumpía la escena de dolor del hombre del espantoso abrigo y no le importó. Era para bien—. Por eso me quedaré con ella. Te pido que no lo tomes personal.

Con la facilidad de esas palabras, la mujer se vistió, alentó a Samanta a vestirse y, cuando ésta lo hubo hecho, la tomó de la mano. Salieron de la habitación, dejando al hombre traicionado detrás. El hombre no volteó, ellas tampoco. En pocos días llegarían los papeles del divorcio. No tenían hijos, así que la vida parecía sonreírles a todos... bueno, no al hombre del abrigo amarillo.

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