Era una tonta. Le dio por pensar que sacarme
una tarde a pasear al parque compensaba los tres días seguidos que me dejaba
encerrada sin siquiera permitir que entrara el sol, con la puerta principal del
departamento cerrada con llave y la televisión irremediablemente descompuesta.
Sola, aburrida y a veces incluso con hambre, porque se le ocurría vedar el paso
a la cocina y me daba sólo algunas galletas para aguantar toda la mañana y
parte de la tarde hasta que regresara del trabajo, franqueara los mil candados
que me custodiaban y me ofreciera un plato ya frío de comida china.
De seguro también yo era una tonta. Yo, que me
quedaba sentada en el piso durante varias horas mirando hacia la pared blanca y
sin adornos que llegué a atesorar como el lienzo de mis desgracias. Yo, que
ponía todas mis energías en escuchar a través de las paredes para oír una voz
humana, aunque fuera la de la pareja de jóvenes que vivían en el departamento
de a lado y que peleaban por lo menos tres veces por día. Yo, tan desesperada por
salir a desperdiciar la vida en un lugar lejos de aquella habitación oscura y
polvorienta, del baño más bien sucio, de la sala pequeñita, del encierro en que
me había sumido la loca con la que me había ido a vivir una mañana de abril en
la que me sentí con la edad suficiente para tomar mis propias decisiones. Yo,
que jamás me atreví a intentar abrir la puerta.
Tal vez si lo hubiera hecho podría haber huido
de alguna manera, corrido hasta llegar a un lugar donde Pamela no pudiera
encontrarme. Pero disfrutaba la comodidad que implicaba tirarme en el sillón y
jugar a que se me había escapado la vida, desenredarme el cabello una y otra
vez, rascarme por todas partes hasta hacerme sangrar, golpearme contra la pared
y esperar eternamente el mismo plato de comida china.
Más bien lo que pasaba es que las dos éramos
unas tontas. Tontas que esperaban que se ocultara el sol para besarse y tocarse
como si entre ellas no hubiera una evidente reacción de síndrome de Estocolmo.
Tontas que se miraban como si su relación no fuera un charco de lodo sin
salida, un pantano de inseguridades y mentiras. Tontas que se gritaban y se
reclamaban pequeñeces y se abrazaban al mismo tiempo, que se odiaban pero se
amaban en una espiral que se internaba en un mundo oscuro, tétrico, enfermo y
peligroso.
Pero de nada vale darme cuenta de estas cosas
ahora que estoy sentada frente a la misma pared que ya no es blanca sino
rojiza, con el cuerpo de Pamela hecho un revoltijo de entrañas y extremidades,
temblorosa y ensangrentada, tranquila y sosegada, como si no tuviera miedo de
los espíritus que me rodean y me amenazan con alejarme de este mundo.
De nada sirve ahora que tuve que clavarle cien
veces el cuchillo que hurté de la cocina en una de las pocas ocasiones que
Pamela me permitió entrar a ella, en uno de sus descuidos. Pobre tonta y pobre
tonta yo porque ella sólo quería sacarme al parque a pasear y no volver a
encerrarme. Pobre yo porque ella por fin había entendido que hacía mal
dejándome aquí todos los días en condiciones precarias. Pero de verdad pobre
ella, que no sabía cuán nublada tenía la mente a base de tanta oscuridad y no
se esperaba que reaccionara como un animal enfurecido, me le tirara encima y la
matara con tanta violencia.
Al final fue más tonta
ella. De todas maneras yo estoy acostumbrada a esperar y estoy segura de que
alguien se dará cuenta del olor y de que ya nadie sale ni entra del
departamento. Entonces vendrán y me encontrarán y me darán el plato de comida
que tanto empiezo a echar de menos. Sólo espero que vengan antes de que me
lleven los espíritus.