martes, 27 de octubre de 2015

De nada sirve

Era una tonta. Le dio por pensar que sacarme una tarde a pasear al parque compensaba los tres días seguidos que me dejaba encerrada sin siquiera permitir que entrara el sol, con la puerta principal del departamento cerrada con llave y la televisión irremediablemente descompuesta. Sola, aburrida y a veces incluso con hambre, porque se le ocurría vedar el paso a la cocina y me daba sólo algunas galletas para aguantar toda la mañana y parte de la tarde hasta que regresara del trabajo, franqueara los mil candados que me custodiaban y me ofreciera un plato ya frío de comida china.

De seguro también yo era una tonta. Yo, que me quedaba sentada en el piso durante varias horas mirando hacia la pared blanca y sin adornos que llegué a atesorar como el lienzo de mis desgracias. Yo, que ponía todas mis energías en escuchar a través de las paredes para oír una voz humana, aunque fuera la de la pareja de jóvenes que vivían en el departamento de a lado y que peleaban por lo menos tres veces por día. Yo, tan desesperada por salir a desperdiciar la vida en un lugar lejos de aquella habitación oscura y polvorienta, del baño más bien sucio, de la sala pequeñita, del encierro en que me había sumido la loca con la que me había ido a vivir una mañana de abril en la que me sentí con la edad suficiente para tomar mis propias decisiones. Yo, que jamás me atreví a intentar abrir la puerta.

Tal vez si lo hubiera hecho podría haber huido de alguna manera, corrido hasta llegar a un lugar donde Pamela no pudiera encontrarme. Pero disfrutaba la comodidad que implicaba tirarme en el sillón y jugar a que se me había escapado la vida, desenredarme el cabello una y otra vez, rascarme por todas partes hasta hacerme sangrar, golpearme contra la pared y esperar eternamente el mismo plato de comida china.

Más bien lo que pasaba es que las dos éramos unas tontas. Tontas que esperaban que se ocultara el sol para besarse y tocarse como si entre ellas no hubiera una evidente reacción de síndrome de Estocolmo. Tontas que se miraban como si su relación no fuera un charco de lodo sin salida, un pantano de inseguridades y mentiras. Tontas que se gritaban y se reclamaban pequeñeces y se abrazaban al mismo tiempo, que se odiaban pero se amaban en una espiral que se internaba en un mundo oscuro, tétrico, enfermo y peligroso.

Pero de nada vale darme cuenta de estas cosas ahora que estoy sentada frente a la misma pared que ya no es blanca sino rojiza, con el cuerpo de Pamela hecho un revoltijo de entrañas y extremidades, temblorosa y ensangrentada, tranquila y sosegada, como si no tuviera miedo de los espíritus que me rodean y me amenazan con alejarme de este mundo.

De nada sirve ahora que tuve que clavarle cien veces el cuchillo que hurté de la cocina en una de las pocas ocasiones que Pamela me permitió entrar a ella, en uno de sus descuidos. Pobre tonta y pobre tonta yo porque ella sólo quería sacarme al parque a pasear y no volver a encerrarme. Pobre yo porque ella por fin había entendido que hacía mal dejándome aquí todos los días en condiciones precarias. Pero de verdad pobre ella, que no sabía cuán nublada tenía la mente a base de tanta oscuridad y no se esperaba que reaccionara como un animal enfurecido, me le tirara encima y la matara con tanta violencia.

Al final fue más tonta ella. De todas maneras yo estoy acostumbrada a esperar y estoy segura de que alguien se dará cuenta del olor y de que ya nadie sale ni entra del departamento. Entonces vendrán y me encontrarán y me darán el plato de comida que tanto empiezo a echar de menos. Sólo espero que vengan antes de que me lleven los espíritus.

martes, 20 de octubre de 2015

Un abrazo húmedo

Tiene los ojos rojos y preocupados, cansados de tanto llorar. Y mira incesantemente a la mujer que se acuesta a su lado desnuda, con la espalda hacia ella, indiferente a su sufrimiento. Suspira, se arma de valor y recorre su cuello con sus dedos fríos. Las uñas se le han puesto moradas después de pasar las últimas tres horas fuera de los incómodos y extraños cobertores de una cama de hotel y siente que por fin llega sangre a ellas.

La otra mujer se mueve incómoda debido al roce casi imperceptible que se ha producido fuera de las horas de servicio establecidas. Intenta no abrir los ojos, no voltear a ver a su amante ocasional, no interrumpir el contacto de una manera poco elegante. Aprieta los ojos y se enfoca en repetir el nombre de la mujer con la que ha decidido atormentarse. Elisa.

Elisa ha cambiado de táctica. En lugar de tocarle el cuello, la abraza y sus manos se deslizan por sus pechos generosos y redondos, ligeramente caídos. Aprieta un poco los pezones y siente que se ponen erectos. Siente el triunfo en su interior, una pequeña muestra de su poder. Le da un beso en la parte de la espalda que le queda frente a la boca y sonríe. Está cansada y adolorida. Quiere empezar a gritar sus motivos para haber accedido a pasar esa noche con Ana cuando se había jurado que no volvería a pasar. Sus dedos ya no aprietan los pezones ajenos, su boca ya no besa la espalda que no le pertenece, sus ojos se humectan con lágrimas propias.

Ana siente la humedad en la espalda y se maldice. Sabe que debería hacer algo, abrazarla, decirle palabras bonitas, mentirle, pero se siente poco dispuesta a cualquier acto. Sólo lo deja pasar, alejarse de ella, no involucrarse. Deja de contener la respiración cuando Elisa afloja el abrazo. El familiar sonido de los resortes de la cama le indica que se ha levantado y el ruido de un cierre subiéndose que se ha vestido. Se incorpora, cubriendo su desnudez como si Elisa fuera una desconocida.

Elisa la mira y Ana le sostiene la mirada.

― Lo siento mucho ―murmura Ana.

Elisa azota la puerta al salir de la habitación y Ana empieza a llorar. Es un alivio que el televisor del cuarto de a lado ayude a encubrir sus sollozos.