Estaban sentadas en una cafetería, una frente
a la otra. La del lado derecho tenía el cabello lacio, muy lacio, la piel
blanca, muy blanca y los labios pintados de rosa. La del lado izquierdo era más
bien morena, de cabello ligeramente ondulado, sin maquillaje perceptible.
Rondaban los 30 años.
Ambas tenían un americano frente a ellas, sin
azúcar, y no parecían dispuestas a probarlo aún. Se concentraban en observar
detenidamente a la otra, como queriendo grabar cada detalle de su persona. Las
sonrisas de embelesamiento estaban casi suspendidas en el tiempo.
— Mucho tiempo —susurró la morena deseando
guardar un secreto.
— Mucho —confirmó la otra—. Unos… ¿10 años? No
he llevado la cuenta muy bien.
— Doce, querida, doce. Yo me he encargado de
hacerlo por ti, para reprochártelo cuando volviéramos a vernos —su sonrisa era
ahora sarcástica, intentando ocultar alguna vieja herida.
— Oh, así que de eso se trataba. ¿Fue
coincidencia nuestro encuentro o me habías estado esperando?
— La verdad es que quise esperarte pero no
supe cómo sería, año tras año hacía la prueba y no podía viajar hasta acá. Hoy
fue coincidencia. De hecho, me pregunté qué pasaría si nos encontrábamos…
— Y ahora tienes tu respuesta.
— Aún no —lentamente, la morena tomó un popote
y lo metió en su café. Bebió un poco sin importarle lo caliente.
La cafetería estaba vacía. Su mesa estaba
junto a un gran ventanal. Fue fácil detectar el momento en que esas gotas
gigantes mancharon los vidrios y nublaron sus ojos. Las dos sintieron que un
recuerdo lejano deseaba apoderarse de su mente pero ninguna lo dejó entrar,
mejor lo dejaron salir.
— ¿Recuerdas que aquella vez llovía mucho?
—comenzó la mujer de cabello lacio.
— Sí, pero las gotas no eran tan grandes
—dirigió su mirada hacia la lluvia.
— Nos mojamos mucho y, por alguna razón que
aún no comprendo, seguimos allí por horas.
— ¿Te enfermaste?
— No.
— Ah, yo tampoco. Eran bonitos esos tiempos.
Abi, ¿por qué no…?
— Porque no.
— Ni sabes qué te voy a preguntar.
— Lo presiento.
La morena la miró intensamente porque así
había aprendido a verla. Le sonrió con un poco de melancolía y bajó la mirada
al café. Se lo acabó en unos segundos. Abi trataba de no pensar, mantener su
mente en blanco frente a esa mujer siempre le había funcionado… pero estaba cediendo.
Efectivamente, llevaban 12 años sin verse
porque ya no había sitio para dos. También porque las circunstancias las habían
acorralado y se dieron cuenta de que, juntas, nunca serían felices. Y la
felicidad estaba antes que nada, por lo menos eso había dicho Eri cuando se
despidió casi para siempre de Abi.
A Abi se le estaba partiendo el corazón. Las
lágrimas trataban de bajar a sus ojos. Algo en el fondo, muy en el fondo de su
ser, trataba se abrirse paso aunque para ello tuviera que romper algo más.
— Dime —musitó débilmente Abi, por fin.
— ¿Qué?
— Lo que querías preguntarme.
— No, es una verdadera tontería —y trató de
reír pero en lugar de eso comenzó a llorar. Su llanto era tan incontenible como
el de una niña—. Es que no entiendo nada, no sé por qué no pudimos formar una
vida juntas —era una niña que no entendía el porqué de sus propias acciones.
— Eri, yo no lo sé —tomó una de sus manos, la
llevó hasta su cara y la besó.
— Ya no puede ser. Somos muchos años más
viejas, tenemos compromisos, creo que incluso parejas y nada es justo —seguía
llorando.
— Vámonos.
Eri se levantó y salió del establecimiento.
Abi pagó. Caminaron como aquella vez, sin importarles la lluvia, el vacío de
las calles o el silencio de la tarde. Caminaron porque así podían confundir su
dolor con su cansancio.
— Sé de algo que podemos hacer —murmuró la
mujer de piel blanca, muy blanca. La morena no contestó—. Vamos a mi casa.
— ¿Vives sola?
— Algo así.
-
De repente estaban desnudas, una sobre la
otra. Sus manos ávidas se deslizaban por los parajes ocultos de dos cuerpos
voluptuosos. El maquillaje de la mujer de cabello lacio se había desvanecido
por culpa del sudor. Y sus labios se rozaban, se fundían y se dañaban para
deshacerse de los años perdidos.
Nunca hicieron el amor. Hace doce años la
oportunidad había sido nula. Ambas querían saber cómo se sentía hacerlo así,
con alguien que les gustaba mucho y de quien era muy probable que estuvieran
enamoradas sin saberlo.
Lo estaban probando en ese momento. Todo lo que
podían pensar era que se sentía bien, tan bien como…
— A-Abi —su voz se había convertido en un
delgado hilo. Sus jadeos cubrían toda huella de fuerza. Estaba sobre Abi,
pegando todo su cuerpo al de ella, con los ojos cerrados, apretando entre sus
manos la sábana.
La otra no respondió. Una mano estaba en la
entrepierna de la morena y con la otra le sujetaba las nalgas. Trataba de
mantener un ritmo constante para no acabar tan pronto. Sus ojos muy abiertos
escudriñaban con fascinación el rostro de Eri.
Cuando terminaron, se recostaron una al lado
de la otra y comenzaron a reír.
— ¿Y ahora qué? —preguntó con verdadero
interés la morena.
— No lo sé.
— ¿Qué es de tu vida?
— No lo sé —suspiró con una tristeza, nueva y
repentina.
La
morena se vistió porque sabía cómo terminaban esas historias. Le dedicó una
última sonrisa a la mujer de cabello lacio y salió corriendo. La otra se quedó
allí sintiendo cómo las lágrimas escurrían por sus mejillas y oyendo sus
propios quejidos de dolor. Nunca se volverían a ver.