sábado, 30 de marzo de 2013

Años después



La volví a ver años después. Pasó tanto tiempo que ya casi no la recordaba, ya era un punto negro minúsculo incrustado en alguna parte recóndita de mi cuerpo. Ella me vio también, como con duda, como preguntándose si era yo aquella la mujer que hace mucho conoció o si realmente era todo una simple confusión.

Yo nada más la vigilaba de reojo, como para salir corriendo en el momento más oportuno. Y cuando el momento de correr llegó, mis piernas se acobardaron y se quedaron atadas dentro de un pantano inexistente. Mil ideas se agolparon en mi cabeza pero no logré transmitir ninguna.

Vi cómo comenzaba a decir algo mas mis oídos no servían. Un vacío me estaba tragando. Colocó una mano blanca y regordeta en mi hombro y desperté:

— ¿Qué decías? —murmuré arrastrando las dos palabras.

— Que si eres… —cuando oí que decía mi nombre, un nuevo abismo se abrió bajo mis pies, mostrando toda su temible oscuridad.

— Sí, ¿de dónde nos conocemos? —proferí con curiosidad, tratando de deshacer cualquier relación con esa mujer.

— Soy… —y pronunció su nombre tal y como lo recordaba, el mismo que llevaba calamidades a todas partes.

— Ah, hola, ¿cómo has estado?

Admito que quería ponerme a llorar. Tal vez era por el miedo que experimentaba, por el vacío o por la sensación de haber perdido algo para siempre. Lo que sé es que no lloré porque a ella le hubiera complacido y, desde que descubrí su traición, me hice prometer que nunca iba a actuar como ella quisiera. Por eso nunca la busqué ni pensé en ella más que para vengarme.

Me contó que se había divorciado hacía poco. Se había casado con su novia de siempre pero esa relación nunca había funcionado y recién se habían dado cuenta. Yo prefería no contarle nada, decirle que era un placer haberla visto aunque en realidad hubiera sido una puñalada en no sé dónde y marcharme.

Sin embargo, como siempre, en lugar de todo eso, mi boca empezó a expulsar palabras sin sentido. Así le dije que no me había casado y que salía con chicas de vez en cuando, sólo como amantes, pero omití que desde que terminé con ella no pude rehacer mi vida.

Cuando terminé de hablar, se rió con esa inconformidad que yo había conocido a fondo y me preguntó si podía ser mi amante por una noche, sólo una noche más. Me pareció que todo era como antes. Estaba a punto de decir que no pero me besó y reviví el tiempo que estuvimos juntas.

jueves, 28 de marzo de 2013

El cáncer de Amanda



Amanda vivió con cáncer más tiempo del que Irene podía recordar. Porque aunque había perdido los ovarios y la matriz, el cáncer no se había desvanecido del todo.

Irene aceptó el amor de Amanda después de la operación para extirparle varios órganos. Cuando la fue a ver al hospital, vio a una Amanda demacrada: su rostro estaba extremadamente pálido, con enormes ojeras bajo los ojos; sus labios eran más delgados y estaban partidos. Además, había bajado de peso.

A pesar de que Amanda parecía más muerta que viva, tuvo la fuerza de sonreír y de decirle que la amaba. Ese día, Irene lloró como hacía años no lo hacía. Y lloró por Amanda, por ella y por la maldita lluvia que no dejaba de deprimirla.

Desde entonces, la visitó todos los días, mientras estuvo en el hospital y mientras estuvo en casa. Y entonces se pudo dedicar a ella completamente porque se mudaron a vivir juntas.

Un día, Amanda se curó. Claro que eso fue después de muchos meses, quimioterapias, medicamentos y sufrimientos. Cuando Irene volteó hacia Amanda, en el consultorio del doctor, se dio cuenta de por qué se había enamorado de ella: lucía radiante.

Amanda ya no tenía cabello, su piel se había maltratado mucho por las terapias, su cuerpo era un vestigio de lo que había sido antaño… pero quería vivir y todo era por Irene.

Irene lloró por segunda vez en mucho tiempo, allí, frente al doctor y frente a la enfermera. Y Amanda la abrazó como si el cáncer no se hubiera robado una parte de su vida.

martes, 26 de marzo de 2013

Reencuentro



Estaban sentadas en una cafetería, una frente a la otra. La del lado derecho tenía el cabello lacio, muy lacio, la piel blanca, muy blanca y los labios pintados de rosa. La del lado izquierdo era más bien morena, de cabello ligeramente ondulado, sin maquillaje perceptible. Rondaban los 30 años.



Ambas tenían un americano frente a ellas, sin azúcar, y no parecían dispuestas a probarlo aún. Se concentraban en observar detenidamente a la otra, como queriendo grabar cada detalle de su persona. Las sonrisas de embelesamiento estaban casi suspendidas en el tiempo.



— Mucho tiempo —susurró la morena deseando guardar un secreto.



— Mucho —confirmó la otra—. Unos… ¿10 años? No he llevado la cuenta muy bien.



— Doce, querida, doce. Yo me he encargado de hacerlo por ti, para reprochártelo cuando volviéramos a vernos —su sonrisa era ahora sarcástica, intentando ocultar alguna vieja herida.



— Oh, así que de eso se trataba. ¿Fue coincidencia nuestro encuentro o me habías estado esperando?



— La verdad es que quise esperarte pero no supe cómo sería, año tras año hacía la prueba y no podía viajar hasta acá. Hoy fue coincidencia. De hecho, me pregunté qué pasaría si nos encontrábamos…



— Y ahora tienes tu respuesta.



— Aún no —lentamente, la morena tomó un popote y lo metió en su café. Bebió un poco sin importarle lo caliente.



La cafetería estaba vacía. Su mesa estaba junto a un gran ventanal. Fue fácil detectar el momento en que esas gotas gigantes mancharon los vidrios y nublaron sus ojos. Las dos sintieron que un recuerdo lejano deseaba apoderarse de su mente pero ninguna lo dejó entrar, mejor lo dejaron salir.



— ¿Recuerdas que aquella vez llovía mucho? —comenzó la mujer de cabello lacio.



— Sí, pero las gotas no eran tan grandes —dirigió su mirada hacia la lluvia.



— Nos mojamos mucho y, por alguna razón que aún no comprendo, seguimos allí por horas.

— ¿Te enfermaste?



— No.



— Ah, yo tampoco. Eran bonitos esos tiempos. Abi, ¿por qué no…?



— Porque no.



— Ni sabes qué te voy a preguntar.



— Lo presiento.



La morena la miró intensamente porque así había aprendido a verla. Le sonrió con un poco de melancolía y bajó la mirada al café. Se lo acabó en unos segundos. Abi trataba de no pensar, mantener su mente en blanco frente a esa mujer siempre le había funcionado… pero estaba cediendo.



Efectivamente, llevaban 12 años sin verse porque ya no había sitio para dos. También porque las circunstancias las habían acorralado y se dieron cuenta de que, juntas, nunca serían felices. Y la felicidad estaba antes que nada, por lo menos eso había dicho Eri cuando se despidió casi para siempre de Abi.



A Abi se le estaba partiendo el corazón. Las lágrimas trataban de bajar a sus ojos. Algo en el fondo, muy en el fondo de su ser, trataba se abrirse paso aunque para ello tuviera que romper algo más.



— Dime —musitó débilmente Abi, por fin.



— ¿Qué?



— Lo que querías preguntarme.



— No, es una verdadera tontería —y trató de reír pero en lugar de eso comenzó a llorar. Su llanto era tan incontenible como el de una niña—. Es que no entiendo nada, no sé por qué no pudimos formar una vida juntas —era una niña que no entendía el porqué de sus propias acciones.



— Eri, yo no lo sé —tomó una de sus manos, la llevó hasta su cara y la besó.



— Ya no puede ser. Somos muchos años más viejas, tenemos compromisos, creo que incluso parejas y nada es justo —seguía llorando.



— Vámonos.



Eri se levantó y salió del establecimiento. Abi pagó. Caminaron como aquella vez, sin importarles la lluvia, el vacío de las calles o el silencio de la tarde. Caminaron porque así podían confundir su dolor con su cansancio.



— Sé de algo que podemos hacer —murmuró la mujer de piel blanca, muy blanca. La morena no contestó—. Vamos a mi casa.



— ¿Vives sola?



— Algo así.



-



De repente estaban desnudas, una sobre la otra. Sus manos ávidas se deslizaban por los parajes ocultos de dos cuerpos voluptuosos. El maquillaje de la mujer de cabello lacio se había desvanecido por culpa del sudor. Y sus labios se rozaban, se fundían y se dañaban para deshacerse de los años perdidos.



Nunca hicieron el amor. Hace doce años la oportunidad había sido nula. Ambas querían saber cómo se sentía hacerlo así, con alguien que les gustaba mucho y de quien era muy probable que estuvieran enamoradas sin saberlo.



Lo estaban probando en ese momento. Todo lo que podían pensar era que se sentía bien, tan bien como…



— A-Abi —su voz se había convertido en un delgado hilo. Sus jadeos cubrían toda huella de fuerza. Estaba sobre Abi, pegando todo su cuerpo al de ella, con los ojos cerrados, apretando entre sus manos la sábana.



La otra no respondió. Una mano estaba en la entrepierna de la morena y con la otra le sujetaba las nalgas. Trataba de mantener un ritmo constante para no acabar tan pronto. Sus ojos muy abiertos escudriñaban con fascinación el rostro de Eri.



Cuando terminaron, se recostaron una al lado de la otra y comenzaron a reír.



— ¿Y ahora qué? —preguntó con verdadero interés la morena.



— No lo sé.



— ¿Qué es de tu vida?



— No lo sé —suspiró con una tristeza, nueva y repentina.



La morena se vistió porque sabía cómo terminaban esas historias. Le dedicó una última sonrisa a la mujer de cabello lacio y salió corriendo. La otra se quedó allí sintiendo cómo las lágrimas escurrían por sus mejillas y oyendo sus propios quejidos de dolor. Nunca se volverían a ver.

domingo, 24 de marzo de 2013

Amanda e Irene



La primera vez que Amanda trató de impresionar a Irene, se rompió una pierna cayéndose de una patineta. Estuvo en el hospital una semana por los otros golpes y tuvo el yeso dos meses. Irene, en lugar de sentir algún respeto por ella, rió por lo bajo y le ayudó a levantarse cuando notó que no estaba jugando.

La segunda vez que Amanda trató de impresionar a Irene, su tarjeta de crédito, la primera que había tramitado, sufrió un sobregiro. En el centro comercial, Amanda nunca pensó que todo lo que le estaba comprando a Irene tendría que pagarse alguna vez.

La tercera y última vez que Amanda quiso impresionar a Irene, lo logró pero no fue a propósito. Le detectaron cáncer de ovarios; y no sólo perdió ambos ovarios, también la matriz y, por si eso fuera poco, se sometió a seis meses de quimioterapia. Se lo contó a Irene tratando de que en ella surgiera algo, queriendo pero sin realmente querer. E Irene se sorprendió tanto, que comenzó a tomar las propuestas de Amanda en serio y comenzaron a salir como pareja.

viernes, 22 de marzo de 2013

El día que todo cambió un poquito



Karina estaba segura de que Nancy había estado con otra mujer y eso le preocupaba. Desde que había comenzado a salir con ella como algo más que amigas —nunca habían definido del todo el estado de su relación—, sabía que Nancy seguía acostándose con uno que otro hombre que le era atractivo. Pero eso no le causaba problemas pues un hombre nunca podría igualar a una mujer.

Allí residia el problema: una mujer tenía lo mismo que ella, mejor o peor puesto. Y aunque Karina era bastante atractiva (rubia, senos y trasero prominentes, labios carnosos y ojos claros), le temía a la competencia. No sabía quién era esa otra mujer, tal vez era mayor, o una chiquilla de secundaria o, lo peor, una joven de su edad.

Ese día estaba decidida a encarar a Nancy para que de una vez por todas le dijera la verdad y tal vez, después y con un poco de libertad, podrían hacer un trío y Karina tal vez encontraría el porqué de esa traición que, pensándolo bien, no podía llamarse del todo así porque lo suyo era muy abierto y, aunque Karina había dejado de acostarse con otras personas, no le había pedido nada a Nancy.

Y el mejor lugar para pedir cuentas y limar asperezas era el baño de la escuela. A la 1:20pm, cuando nadie se preocupaba por lo que pasaba con los compañeros ya que faltaban sólo 10 minutos para irse a la bendita casa, Karina le mandó una notita a Nancy citándola en el baño. En menos de dos minutos, Karina ya la había encerrado en un cubículo y tomaba la iniciativa en los besos, reviertiendo los papeles usuales.

Nancy se sonrojó cuando sintió las manos de Karina en sus senos y después bajo su falda. Por puro instinto, o tal vez costumbre, detuvo un poco a la bella rubia tomándola por los hombros. Notaba algo... diferente en ella.

— ¿Qué pasa?

— Sé que te acostaste con otra mujer y que lo disfrutaste.

Nancy reprimió el instinto de reír a carcajadas y de llorar de tanta diversión.

— Me acosté con otra mujer pero no lo disfruté... tanto como contigo.

La sinceridad de Nancy exasperaba a Karina y, por el conjunto de todas las emociones, comenzó a sollozar porque ni siquiera tenías fuerzas para llorar.

— No llores, tú me gustas más.

— O sea que a pesar de todo te gusta —susurró acabada.

Nancy no supo qué decir. Era una pregunta muy difícil de responder. Ella siempre había sido así: si alguien le gustaba, se iba a la cama. Así la había conocido Karina e incluso eran compañeras en los tríos. Luego algo más había surgido y Nancy, claro, pensó en dejar esa vida pero aún no se animaba.

— No vayas a llorar —dijo por fin y le dio un beso en la frente.

Karina no lloró. Pero, desde ese día, todo cambió un poquito. 

miércoles, 20 de marzo de 2013

El castillo de Peach



No tenía ni la más mínima idea de por qué estaba allí. Eran sus vacaciones y debía estar en su propio reino, no en el de Peach. Sintió que un peso enorme le oprimió el corazón y la cabeza cuando traspasó el umbral del castillo y sintió el conocido aroma de Peach en cada rincón.

Indecisa, entró por la primera puerta que vio. Descubrió una especie de sala y se sentó en un sofá. Ahora quedaba sólo esperar. Para no aburrirse, observó las fotos que colgaban de las paredes: Peach con uniforme de fútbol, de tenis… y traje de baño.

— ¿Estás a gusto? —preguntó una voz suave de tono elevado.

Daisy giró la cabeza hacia la puerta. Peach.

— Sí. Tu castillo es bonito.

— Pero si no has visto nada —rió.

Daisy sonrió un poco apenada. La relación entre ella y Peach había tenido ciertas dificultades. Vivir en una academia era de por sí duro y además debían convivir casi todo el día pues hasta habitación compartían. Pero Daisy sentía que había algo más, un lazo casi invisible que la obligaba a pasar sus vacaciones con ella.

Sí, tal vez fuera que le gustaba… algo de ella. Y no era su vestido rosa, ni su corona amarilla, ni las gemas. Eran sus labios delgados, sus ojos azules, su cabello rubio. Eran sus modos refinados, su coquetería absurda, su altivez. Y a pesar de todo lo que había sucedido, no le había dicho que le gustaba.

Cuando notó que el mundo seguía girando a pesar de ella, encontró a Peach sonriendo y extendiendo la mano hacia a ella para ayudarle a incorporarse. Y también, cuando se dio cuenta de que ya no estaba en su poder controlar sus palabras o movimientos, sujetó la mano de Peach con fuerza.

— Tú me gustas —declaró.

Peach la miró con extrañeza, incluso con un poco de desconfianza. Luego le besó la mano.

— Tú a mí también.

Daisy se conformó con eso. Le apretó más la mano y se dispuso a tomar el recorrido por el castillo.




Fandom: Mario World
Pareja: PeachxDaisy.

lunes, 18 de marzo de 2013

De vez en cuando



Vanessa veía a Candace y a Ferb de vez en cuando. Y la verdad es que se entendía muy bien con ambos, en especial con Candace. Después de todo, tenían el mismo objetivo: descubrir a alguien ante su madre. Candace a Phineas y Ferb; Vanessa a su padre.

Sin embargo, ese día Vanessa notó que tantas semejanzas se reflejaban en cierto gusto por Candace. Y, como ella supo más adelante, era un gusto muy físico que iba desde su tono pelirrojo hasta su atuendo colorido. Justo por eso, Vanessa comenzó a centrarse más en su novio gótico…

Mas, ese mismo día, cuando escuchó la bella mezcla de sus voces, reprimió por primera vez el deseo de acercarse a ella y decirle algo más que “hola”. Tiempo después, reprimiría deseos más potentes, como el de un beso o el de tomar su mano cuando caminaban por la calle.

Mientras tanto, en el limbo en el que se encontraba, se limitaba a observarla y a encontrarse con ella de vez en cuando, igual que con Ferb o con Perry, el némesis de su padre. Tal vez llegara el día en que no sólo la viera de vez en cuando.



Fandom: Phineas y Ferb
Pareja: CandacexVanessa

sábado, 16 de marzo de 2013

Volver a dormir



Abrió las piernas para acomodarse. Pero entre tanto alcohol y hierba, no recordaba que había olvidado usar bragas. Por lo menos diez personas se fijaron en sus movimientos y, minutos después, ocho de ellas, hombres, estaban a su alrededor como moscas.

-- ¡Que se vayan! --decía ella riendo porque no podía evitarlo.

Sentía cómo los hombres la tocaban. Una mano en un seno, otra apretando un pezón, una más entre sus nalgas... incluso unos dedos acariciaban vulgarmente su vulva. No lo soportaba. Ella era lesbiana y se sentía profanada por unas manos tan toscas. Le daba asco pero, en su estado, nada podía hacer.

Ni siquiera podía recordar con quién había ido a ese lugar. Su vida no podía empeorar ya. O eso esperaba... esperaba de verdad.

-- ¿No la oyeron? --se escuchó decir de una voz de mujer--. ¡¡Que se vayan!!

Ella se sintió libre de todas esas manos. Se sintió libre y ya no tan sola. La mujer que tan amablemente la había rescatado, la tomó por el brazo y la subió a su coche. La aguantó el resto de la noche, a pesar de que sólo decía estupideces.

Y, cuando despertó al medio día, se encontró desnuda entre sábanas rosas y aterciopeladas y descubrió a su lado a la mujer más bella que había visto. Cerró los ojos y volvió a dormir.

jueves, 14 de marzo de 2013

Sentada



Cuando la vio con los ojos cerrados y la sonrisa congelada, pensó que estaba allí para ella. Primero se paró frente a su nuevo descubrimiento y lo contempló por largo rato. Belleza en su totalidad. Después tocó su rostro terso lentamente. Todo suavidad. Finalmente, se sentó en el piso durante mucho tiempo y vio cómo el cuerpo de la que había sido legalmente su esposa se podría poco a poco. Permaneció sentada hasta que, de tanto estar así, murió de tristeza.

martes, 12 de marzo de 2013

El primer rescate de Peach



Mario se acercó a Peach como si por salvarla se mereciera más que las gracias. Le hablaba de sus grandes hazañas y de cómo había vencido a Bowser. Incluso osó decir que, de no ser por él, Peach habría sido la sirviente, y tal vez algo más, de ese malvado villano. Claro, él era el héroe, él y no Daisy.

El colmo fue que Luigi se acercara a ella como si por ser princesa y estar sentada en una banca del castillo completamente sola, tuviera derecho a algo más que una mirada de desprecio. Luigi intentó hacerle la plática pero ella sólo se concentraba en el feliz plomero de rojo y la amable princesa Peach.

Mas eso era lo normal. Era de esperarse porque para eso las entrenaban en la Academia: para ser princesas en apuros. Lo que fallaba en toda esa escena era que quien las rescataba debía ser, si no príncipe, sí un apuesto caballero. Y Mario era sólo un plomero inmigrante con bigote mal recortado.

La sangre le hervía. Ella también había derrotado a Bowser en una o dos ocasiones. Y, cuando fue su prisionera, en su primer rescate, las cosas se habían movido a su ritmo y no al de Bowser. Si no hubiera sido princesa, se habría largado de allí inmediatamente. Pero no, tuvo que esperar a Mario.

Ya no lo soportó más. Ignorando las cámaras y a los reporteros, se acercó a donde Mario y Peach estaban. Tomó a Peach por la muñeca y se llevó a los jardines traseros del castillo, a una parte donde sólo ellas tenían acceso. La besó salvajemente e hicieron el amor.

Al día siguiente, la primera plana de los periódicos de Toadstool mostraría el rostro enojado de Daisy, el sonrojo de Peach y la sorpresa de Mario. Y los titulares dirían: “princesa Daisy celosa de atenciones de Mario para princesa Peach”. ¡Qué estupidez!



Fandom: Mario World
Pareja: PeachxDaisy.

domingo, 10 de marzo de 2013

Academia de princesas II



Cuando se dio cuenta de lo que pasaba en realidad, su vestido ya le llegaba a la cintura. En un momento de cordura repentino dentro del éxtasis del momento, trató de bajarlo y notó que los guantes que adornaban sus manos habían ya desaparecido. Sus medias blancas de encaje tampoco estaban en su lugar, ahora eran flácidos e inertes seres.

De toda esa confusión, sólo había una persona responsable. La muy desdichada estaba de rodillas, tratando de deslizar las bragas de la princesa Peach lentamente hasta sus tobillos. Cuando lo hubo logrado, sumergió su grácil rostro entre las piernas de la rubia, saboreando cada tajada de instante divino. Peach ya no se resistió y se limitó a mirar a la otra princesa, entre agradecida y enojada.

Todo el espectáculo terminó en unos 20 minutos. Daisy salió de la entrepierna de Peach con una sonrisa de confianza en sí misma y la lengua danzando por sus labios. Peach trató de acomodar su ropa mientras veía a Daisy salir de la habitación y retornar a sus tareas en la Academia de Princesas. Peach decidió que la guerra estaba declarada y se subió las bragas.


Fandom: Mario World
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viernes, 8 de marzo de 2013

Espía



La estaba espiando. Sabía todo de ella. Sabía dónde trabajaba, dónde vivía, dónde comía de tres a cuatro de la tarde y dónde iba cuando se sentía sola. La conocía a la perfección, mejor que a la palma de su mano. Había visto todos sus detalles. Siempre la había observado, desde que la vio parada en la estación de metro. Lo que siguió después fue una aventura de investigación, nada más que eso.

Por eso la estaba espiando en ese momento, porque extrañaba hacerlo. Lo decidió cuando se dio cuenta que lo suyo había terminado, que no podría volver a descubrir secretos clasificados y documentos de amor. Era el reto lo que la llamaba. Así que decidió planearlo, todo minuciosamente, con gráficas y tablas, y mapas que ilustraban a la perfección los lugares y las ubicaciones. Era un agente secreto.

Fue tras de ella como un perro hambriento tras la comida. Su único objetivo era repetir lo que hacía mucho había terminado pero con resultados magistrales, de esos que nunca lograba porque aquélla vencía al agente con sus dotes profesionales de mujer fatal. Esta vez iba a ganar, iba a ser la victoria que conmemoraría todas las derrotas, que las vengaría.

Ahora eran las tres y media, estaba en el restaurante donde aquélla acostumbraba a comer. Se escondía detrás de una carta, de la comida, de los meseros y los clientes. Nada. Todo marchaba a la perfección, la espiada no parecía darse cuenta de la presencia. Y ese agente estaba feliz, más feliz que nunca en su vida.

— Tú tenías que ser —dijo la voz clara a sus espaldas. ¡Habían descubierto al agente!
— Creí que tardarías más —se apresuró a decir la espía para que su derrota no fuera tan humillante, tan obvia, tan como siempre.
— ¿Pero qué te creíste?
— Que te habías olvidado de mi existencia.
— Si esto es un truco para que volvamos a estar juntas, te aviso que no va a funcionar.

La maravillosa pero descubierta espía dejó la cuenta sin pagar y se marchó del lugar. No era un truco, no lo era. Era sólo un pasatiempo, estaba aburrida, extrañaba estar con alguien, la presencia de un ser vivo que la amara. ¿No tenía derecho a eso?... ¡No era un truco! No quería volver con nadie, menos con esa arpía que le arruinó sus mejores años.

— Perra —dijo en voz muy bajita por temor a que esa perra la estuviera escuchando.

Los agentes nunca pierden y, si lo hacen, no se dan por vencidos y lo vuelven a intentar. Así es como volvemos a que la estaba espiando… de nuevo. Otro día, otro mes, otro año y otra estación. Otros ánimos, otras arrugas y otros cansancios. Pero su juego aún no concluía. No pensaba soltar a la presa. Por eso esperó tanto, para que ella no sospechara nada y así pudiera sorprenderla.

Otros llantos. La misma voz partida que no se explicaba a sí misma. No sabía no siquiera por qué o cómo, sólo sabía que ahí estaba esa maldita voz. Y las mismas manos blancas, con cicatrices de un espejo, con años acumulados y con pasiones contenidas. Y es que todo estaba allí, todo permanecía, todo era. Las cosas iban y venían y ella se quedaba estancada.

Ya no. Ahora era un agente y tenía que volver a enfocarse en su papel, como buen actor. Respiró profundo y se concentró de nuevo en su objetivo. Había desaparecido. Odiaba su habilidad de teletransportación, siempre le había dado problemas. Miró hacia todos lados desde su posición estratégica y no la encontró. Bajó veinte pares de escaleras y se encontró con miles de personas en la calle. Pero ninguna de esas personas era ella.

Corrió, la buscó entre la gente… ¿Por qué no la encontraba? Aquello no era parte del jueguito. Se lo había arruinado de nuevo, de nuevo como en aquella otra vida, cuando se amaban y compartían la casa y todo lo que podían. Esos días ya eran muy lejanos. ¿Por qué se habían separado? ¿Por qué tuvo que pasar?

Se sentó en la banqueta y comenzó a recordarlo. Sí, la agente siempre había sido una agente, una espía perfecta. Y la espiada siempre había sido la buena mujer. No había cartas de amor para otras mujeres ni citas con hombres misteriosos. Todo era perfecto en su estabilidad. Pero, como en todas las historias de la gente conocida y de la desconocida, algo rompió el balance. Sólo faltaba recordar qué fue, qué pasó, qué las dañó.

Fue él, ¿no es cierto? No era uno de esos hombres de traje, era de esos que ni siquiera pueden comprarse una camisa de vestir, aunque sea de las baratas. Pero no fue culpa de la espiada, fue culpa de la espía. La agente había salido con el dichoso hombre y el  maldito dichoso la había emborrachado y metido a su cama, toda contra su fuerte voluntad de mujer secreta.

— ¿Eso no es violación? —le había preguntado su mujer.

Y la maravillosa espía se había rehusado a responder. Así que su mujer se fue un día, muy temprano, con su traje de viaje puesto y su maleta color vino. Como toda la vida se había dedicado a espiarla, no le costó ni un poquito encontrarla. Pero siempre la descubría… ella sólo quería explicarle que sí había sido una violación, que se quería morir, que nada era su culpa, no era culpa más que del bastardo violador.

Sentada en la banqueta descubrió lo mucho que aún la amaba. Se levantó. Se dirigió hacia una vitrina y se tocó el rostro con desesperación. ¿Cuántos años tenía? ¿Cincuenta o sesenta? El tiempo se le había escurrido de entre las manos como la arena del reloj o la de la playa. Ya no le quedaba nada y por eso comenzó a llorar.

Sintió el calor de unos brazos en su cintura y pensó que aunque su mujer se hubiera marchado, ya podía regresar y estaban listas para ya no culparse más.