lunes, 30 de noviembre de 2015

Locura



― Tuve un sueño y en el sueño te tenía miedo.

― ¿Era yo mala?

― No lo sé, creo que no, pero de todas maneras te tenía miedo. Me mirabas con esos ojitos que pones cuando te despierto temprano para pedirte que me traigas un vaso con agua, esos ojos casi asesinos, pero esta vez no era en juego, era de verdad.

― ¿Y cómo sabes tú que era verdad?

― Porque lo sentía. El peligro, la aprehensión, la necesidad de salir huyendo. Temía que en cualquier momento me fueras a golpear...

― Sabes que no lo haría.

― …

― Lo sabes, ¿no?

― Mhm, tal vez.

― ¿Tal vez? ¿Me crees capaz de hacerte daño?

― El otro día me aplastaste el dedo con la puerta del baño y me dejaste un hueco en la mitad de la uña…

― ¡Pero eso fue un accidente! No me di cuenta de que estabas allí parada con la mano en el marco de la puerta y es lógico que quiera privacidad cuando voy al baño.

― Sí, es cierto, pero me hiciste daño y tu pregunta era si te creía capaz de hacerlo.

― Odio cuando haces esas cosas.

― ¿Soñar contigo? ¿O decir la verdad?

― Las dos cosas. Ya, no me hables. Mejor voy a leer un rato o a trabajar en el proyecto que tengo atascado desde hace dos días.

― ¿No me vas a dar un beso?

― No, yo te hago daño.

― Sí, pero quiero un beso.

― Toma, besito, besito, muac. ¿Feliz?

― Un poco... ¿Sabes? En mi sueño no me besabas. Yo te lo pedía pero no me besabas. Me dabas una bofetada y sentía el sabor de la sangre en la boca. Entonces me daba más miedo, comenzaba a llorar y a gritar y me dabas otro golpe, pero esta vez de verdad me lastimabas y me caía al suelo. Recuerdo la sensación del suelo bajo mi cabeza, de lo sólido pero a la vez tan blando que era.

― ¿Vas a seguir con eso?

― ¿Con qué?

― Con el asunto de tu sueño y del daño que te hago.

― No lo dije así. Y te estoy contando cosas, no te deberías quejar tanto. Antes insistías en que jamás hablaba de nada, que era yo muy callada, pero ahora que vivimos juntas dices que no puedo dejar de parlotear. Con nada te conformas. Y yo que tanto te quiero.

― ¿Eso qué tiene que ver?

― ¿Qué cosa?

― Lo de que me quieres.

― Pues nada, mujer, sólo reforzaba mis sentimientos por ti.

― Ah, claro.

― No te enojes.

― ¿Cómo no me voy a enojar si me he perdido 20 minutos del único programa que veo en la televisión sólo para escucharte decir que te lastimo? 20 minutos, Rosa, 20.

― Te pones sensible cuando ves la televisión.

― Me pongo sensible cuando estoy en mis días.

― Ah, eso también. Pero está bien, ve tu programa y al rato, cuando esté el mío, te sigo hablando de mi sueño y de lo mala y aterradora que eras.

― Mala y aterradora. No sé cómo logras hacerme reír tanto.

― Es porque me amas con locura.

― Sí, tal vez sea eso.

― Ya lo sabía.

― Oh, ya cállate. Te pones demasiado romántica.

― Y tú demasiado tonta.

― Te amo.

― Y yo te amo a ti.

sábado, 14 de noviembre de 2015

[Eucalipto] Imposible decir adiós



 Para Kuropin y Manú




Se acerca a la cama y la observa largo rato. Está dormida pero parece muerta. No se mueve y apenas puede distinguir cómo sube y baja su pecho. Es un movimiento lento y pausado que le hace pensar que en cualquier momento dejarán de funcionar sus pulmones. Es parte de la enfermedad, ¿no? Pero no quiere verla morir, no así por lo menos, no llena de dolor, no luchando por respirar y sintiendo como poco a poco, segundo a segundo, se le va la vida. Prefiere que muera de forma tranquila. Tranquila y digna.

Le ha dado por aferrarse a la dignidad para justificar sus acciones. Se dice todos los días que nadie merece estar sintiéndose mal, en cama, sin ganas ni fuerzas para vivir pero obligado a hacerlo porque su organismo aún aguanta. Nadie lo merece y mucho menos ella, el amor de su vida, la mujer con la que ha compartido unos años que parecen eternidades. No le pesa. Ha disfrutado estar a su lado en cada momento porque la ama. La ama profundamente. Incluso la ama cuando está así, más muerta que viva.

Una de sus manos recorre lentamente sus cabellos oscuros, largos y maltratados. La enfermedad ha carcomido su cuerpo. Ahora tiene el vientre hinchado, lleno de un líquido que se debería drenar cada semana pero que ha dejado acumularse allí durante el último mes. Es que no puede soportar sus llantos y gritos de dolor cuando la aguja penetra la piel. Entiende su dolor y lo siente. Lo siente como si le ocurriera a ella, como si la aguja se le clavara en el corazón y sin anestésico.

Abre los ojos e intenta regalarle una sonrisa. Su boca se deforma y sus labios forman dos palabras. Sabe que ella también la ama y agradece, de verdad lo hace, que quiera decírselo aunque ni siquiera pueda hablar. Le responde con la voz más tranquila que tiene. Todo va a estar bien, piensa, ya pronto pasará el dolor. Entonces la abraza, con firmeza pero sin lastimarla. Le explica en voz baja, muy baja, que la va a extrañar mucho. Y ella entiende, ella sabe, porque siente el vientre demasiado hinchado y el corazón a punto de fallar.

Nota que no llora, sólo usa sus últimas fuerzas para aferrarse al abrazo. Sabe que su dolor se está diluyendo despacio, tomándose su tiempo para desaparecer para siempre. Cierra los ojos y cuando los vuelve a abrir se da cuenta de que ya no respira. La suelta, la acomoda en la cama, la tapa bien y se deja llevar por el sufrimiento de su pérdida.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Gloria



La mira y la sonrisa que le llena el rostro le alcanza los ojos y los hace brillar. Sabe que, desde luego, Gloria no puede corresponder su sonrisa y eso no la apena. Se ha acostumbrado. Llevan más de un año yendo a la misma preparatoria y Gloria es una persona muy popular, así que un día, en primer año, determinó que sus encuentros debían reducirse a la comodidad de su casa. Agradece que sean vecinas o su amistad sería imposible.

Por eso, en ese momento, sentada en la mesa más alejada del comedor, envidia ligeramente a las tres chicas que la acompañan siempre a todas partes y al novio de turno, un jovencito alto y guapo que parece su mayordomo y que a veces la lleva a su casa. Los ha visto besarse cuando se despiden y ha notado que en ocasiones la mano del chico se desliza por debajo de su falda. Cuando eso pasa cierra los ojos, le da la vuelta a la manzana y se aparece cuando el chico se ha ido. Encuentra a Gloria acostada en el sillón, frente al televisor, esperándola para comenzar a hacer las tareas.

Helena no se ha dado cuenta pero sigue sonriendo. Ha notado a lo largo de los 4 años que llevan de ser amigas que siempre tiene esa reacción cuando ve a Gloria en todo su esplendor y últimamente el mal ha empeorado. Recuerda que la última vez que salieron de compras Gloria le tomó la mano y Helena no pudo hacer nada para calmar los latidos de su corazón. Tal vez se debiera a que era la primera persona que le tomaba la mano en público o a ese sentimiento casi siempre oculto que hacía tiempo había dejado de identificar como amistad.

Mientras mira a Gloria alejarse con su séquito piensa en que no debe ser muy normal que una tenga ganas de besar a su amiga, por lo menos no en la boca. A veces, cuando no puede dormir, se imagina tomando la estilizada mano de Gloria y entrelazando sus dedos con los de ella; luego se obliga a imaginarse dándole un beso casto e inocente en los labios. Su fantasía se sale de control cuando Gloria la empuja, la arrincona contra una pared que no debía estar allí y comienza a besarla por todos lados sin pudor alguno. Entonces se da cuenta de que se quedó dormida, de que está sudada y de que siente una humedad que ya le empieza a parecer habitual entre las piernas.

Se avergüenza recordando esas cosas en la escuela mientras se fija, tal vez demasiado, en lo bien que le queda esa falda blanca y ajustada a Gloria. Entonces toma una decisión. Se levanta con brusquedad, corre hacia Gloria y sus seguidores, se planta frente a ella a pesar de la mirada de fastidio que se pinta en su cara bonita, la toma de los hombros y le da un torpe beso en la boca. Se queda pegada a su boca hasta que Gloria reacciona y la empuja. Antes de que pueda decir algo, Helena huye. Escucha los gritos de marimacha y tortillera pero decide que no le importa.

Corre a casa y se refugia en su cama. Cuando despierta, la luz ha menguado y por su ventana alcanza a ver que los vecinos ya encendieron las luces del porche. Se levanta, se estira, baja a la sala y allí, de pie junto al sofá, está Gloria. La espera y Helena lo sabe.

― Ya no podemos ser amigas. Lo siento mucho. Lamento haberte hecho pensar esas cosas.

Helena asiente, ignorando que los ojos se le han llenado de lágrimas y la garganta se le ha secado.

― Claro, lo entiendo. Gracias por ser amable.

No sabe bien por qué lo dice pero cree que se lo debe. La mira rápidamente y nota que Gloria llora. Alarga la mano hacia ella y Gloria hace lo mismo. Sus dedos se tocan durante un segundo que para Helena equivalen a una eternidad. Entonces Gloria recapacita, quita la mano y se dirige hacia la puerta principal.

― Tal vez en otra vida, Helena.

Entonces sale. Es la mentira más grande que le han dicho. Se sienta en el sofá y llora. Llora porque no puede ni quiere ni cree que debe haber otra cosa. Gloria tiene razón, tal vez en otra vida, en una que no le pertenezca.