― Tuve un sueño y en el
sueño te tenía miedo.
― ¿Era yo mala?
― No lo sé, creo que no,
pero de todas maneras te tenía miedo. Me mirabas con esos ojitos que pones
cuando te despierto temprano para pedirte que me traigas un vaso con agua, esos
ojos casi asesinos, pero esta vez no era en juego, era de verdad.
― ¿Y cómo sabes tú que
era verdad?
― Porque lo sentía. El
peligro, la aprehensión, la necesidad de salir huyendo. Temía que en cualquier
momento me fueras a golpear...
― Sabes que no lo haría.
― …
― Lo sabes, ¿no?
― Mhm, tal vez.
― ¿Tal vez? ¿Me crees
capaz de hacerte daño?
― El otro día me
aplastaste el dedo con la puerta del baño y me dejaste un hueco en la mitad de
la uña…
― ¡Pero eso fue un
accidente! No me di cuenta de que estabas allí parada con la mano en el marco
de la puerta y es lógico que quiera privacidad cuando voy al baño.
― Sí, es cierto, pero me
hiciste daño y tu pregunta era si te creía capaz de hacerlo.
― Odio cuando haces esas
cosas.
― ¿Soñar contigo? ¿O
decir la verdad?
― Las dos cosas. Ya, no
me hables. Mejor voy a leer un rato o a trabajar en el proyecto que tengo
atascado desde hace dos días.
― ¿No me vas a dar un
beso?
― No, yo te hago daño.
― Sí, pero quiero un
beso.
― Toma, besito, besito,
muac. ¿Feliz?
― Un poco... ¿Sabes? En
mi sueño no me besabas. Yo te lo pedía pero no me besabas. Me dabas una
bofetada y sentía el sabor de la sangre en la boca. Entonces me daba más miedo,
comenzaba a llorar y a gritar y me dabas otro golpe, pero esta vez de verdad me
lastimabas y me caía al suelo. Recuerdo la sensación del suelo bajo mi cabeza,
de lo sólido pero a la vez tan blando que era.
― ¿Vas a seguir con eso?
― ¿Con qué?
― Con el asunto de tu
sueño y del daño que te hago.
― No lo dije así. Y te
estoy contando cosas, no te deberías quejar tanto. Antes insistías en que jamás
hablaba de nada, que era yo muy callada, pero ahora que vivimos juntas dices que
no puedo dejar de parlotear. Con nada te conformas. Y yo que tanto te quiero.
― ¿Eso qué tiene que ver?
― ¿Qué cosa?
― Lo de que me quieres.
― Pues nada, mujer, sólo
reforzaba mis sentimientos por ti.
― Ah, claro.
― No te enojes.
― ¿Cómo no me voy a
enojar si me he perdido 20 minutos del único programa que veo en la televisión
sólo para escucharte decir que te lastimo? 20 minutos, Rosa, 20.
― Te pones sensible
cuando ves la televisión.
― Me pongo sensible
cuando estoy en mis días.
― Ah, eso también. Pero
está bien, ve tu programa y al rato, cuando esté el mío, te sigo hablando de mi
sueño y de lo mala y aterradora que eras.
― Mala y aterradora. No
sé cómo logras hacerme reír tanto.
― Es porque me amas con
locura.
― Sí, tal vez sea eso.
― Ya lo sabía.
― Oh, ya cállate. Te
pones demasiado romántica.
― Y tú demasiado tonta.
― Te amo.
― Y yo te amo a ti.