sábado, 19 de octubre de 2013

El rubor en las mejillas: II



Esa noche tampoco murió. La mujer que la había secuestrado se limitó a sentarse en la silla de siempre y a mostrar esa sonrisa amplia a la que ya se había acostumbrado. Le dio miedo pero no trató de ocultarlo porque estuvo segura de que era lo que la mujer pretendía. La última vez que quiso hacerse la valiente había perdido dos uñas de la mano derecha y el meñique de la mano izquierda. Era algo bastante enfermizo, pero casi sintió que su secuestradora había tenido razón.

Una lágrima le bajó por la mejilla. Los dientes de la otra mujer se hicieron aún más visibles; estaban torcidos y uno de los incisivos mostraba una mancha de sarro que en otra ocasión le habría incomodado, pero de todas formas fue una sonrisa amable, amable y escalofriante. Sintió un cosquilleo en los dedos que no tenían uñas y bajó la vista lentamente para apreciar la curación, una gasa sencilla que debajo escondía una crema para evitar infecciones. En ese momento la crema le causó escozor y comezón, así que cerró los ojos e intentó desviar sus pensamientos.

Llegó a la noche en que la mujer sonriente la tomó como rehén. Iba saliendo de un bar, sola por primera vez en meses. Había ido después del trabajo a ver si encontraba alguna mujer con quien pasar la noche, pero sus intentos resultaron infructíferos. El destino la encontró ebria y le asestó un buen golpe en la cabeza, desde arriba, como si le hubiese caído un rayo. Lo último que vio fue una sonrisa flotando, vacía y oscura. Cuando despertó estaba aturdida, sangrante y con un dolor de cabeza del tamaño de Júpiter. No le resultó nada divertido haber encontrado una mujer.

Abrió los ojos. La mujer se había ido. Sabía que regresaría. Esa vez llevaría unas pinzas y le quitaría más uñas, o un dedo del pie, o un pezón. Estaba loca y no le cabía la menor duda de que si no la mataba de hambre, la mataría haciéndola sangrar.

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