Esa
noche tampoco murió. La mujer que la había secuestrado se limitó a sentarse en
la silla de siempre y a mostrar esa sonrisa amplia a la que ya se había
acostumbrado. Le dio miedo pero no trató de ocultarlo porque estuvo segura de
que era lo que la mujer pretendía. La última vez que quiso hacerse la valiente
había perdido dos uñas de la mano derecha y el meñique de la mano izquierda.
Era algo bastante enfermizo, pero casi sintió que su secuestradora había tenido
razón.
Una
lágrima le bajó por la mejilla. Los dientes de la otra mujer se hicieron aún
más visibles; estaban torcidos y uno de los incisivos mostraba una mancha de
sarro que en otra ocasión le habría incomodado, pero de todas formas fue una
sonrisa amable, amable y escalofriante. Sintió un cosquilleo en los dedos que
no tenían uñas y bajó la vista lentamente para apreciar la curación, una gasa
sencilla que debajo escondía una crema para evitar infecciones. En ese momento
la crema le causó escozor y comezón, así que cerró los ojos e intentó desviar
sus pensamientos.
Llegó a
la noche en que la mujer sonriente la tomó como rehén. Iba saliendo de un bar,
sola por primera vez en meses. Había ido después del trabajo a ver si
encontraba alguna mujer con quien pasar la noche, pero sus intentos resultaron infructíferos.
El destino la encontró ebria y le asestó un buen golpe en la cabeza, desde
arriba, como si le hubiese caído un rayo. Lo último que vio fue una sonrisa
flotando, vacía y oscura. Cuando despertó estaba aturdida, sangrante y con un
dolor de cabeza del tamaño de Júpiter. No le resultó nada divertido haber
encontrado una mujer.
Abrió
los ojos. La mujer se había ido. Sabía que regresaría. Esa vez llevaría unas
pinzas y le quitaría más uñas, o un dedo del pie, o un pezón. Estaba loca y no
le cabía la menor duda de que si no la mataba de hambre, la mataría haciéndola
sangrar.
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