domingo, 21 de febrero de 2016

Diferente




Se siente culpable de ser feliz. No siempre, sólo cuando se encuentra con Angélica en el mercado y la ve tan delgada y cansada. La saluda y trata de platicar con ella, de enfocarse en lo que le cuenta de su marido y sus hijos en lugar de observar su vientre y rezar por que no esté embarazada una vez más.

Nunca se lo ha dicho a nadie pero cada embarazo de Angélica es un puñal que se le clava cada vez más profundo en el corazón. Es una muestra de la vida que con ella jamás podría tener.

Justo en ese momento le escuecen los ojos y la culpa le hace casi imposible respirar. Se ha topado con Angélica en la fila del banco y le está contando que va a tener otro hijo. Va a ser madre de nuevo. Intenta calmarse repitiéndose las palabras de consuelo que guarda para esas ocasiones.

― ¿Recuerdas aquella vez que me besaste? ―pregunta Angélica. Sus ojos se han quedado mirando un punto fijo cerca de las cajas.

Traga saliva ruidosamente, se atraganta un poco y sale del paso asintiendo con la cabeza.

― Te di un buen golpe. Pero es que me asustaste ―ríe y su risa conserva la misma fragancia juvenil que tenía hace más de 15 años.

Sonríe porque aquella vez estaba ligeramente ebria y no pudo aguantarse las ganas de besarla. Sabía que no lo volvería  a hacer, así que se le echó encima con toda la fuerza que fue capaz de reunir y llegó a rozar su lengua. Después de los segundos de incredulidad, vacilación y duda, Angélica la echó lejos con un certero golpe en la cabeza. Le salió una protuberancia extraña y la atesoró en secreto hasta que desapareció.

― Eso fue antes de que empezaras a salir con Marco ―suelta de repente. No esperaba decir eso. Es la primera vez que ha dicho su nombre y sabe que no podrá vivir con ese sabor amargo en la lengua.

Angélica la mira, indecisa. Parpadea varias veces seguidas y simplemente se queda callada.

― ¿Dije algo malo? ―dice porque no espera que mencionar a Marco sea algo malo para Angélica. Para ella sí, desde luego, pero Angélica lo eligió como esposo y padre de sus hijos.

― Es sólo… ―se frota el vientre. Todas las mujeres embarazadas hacen eso, incluso si su bebé es demasiado pequeño para ser considerado persona―. Tomé una mala decisión, ¿vale? ―suena enojada y probablemente está aguantándose el llanto―. No era lo que quería de la vida.

Claro que no lo era. Recuerda la sensación que le partió el corazón el día que la invitó a su casita en una colonia pintoresca. No era sólo la pobreza de los muebles, lo pequeño del espacio, lo sucios que estaban sus hijos... también era la sensación de que Angélica no pertenecía allí. No podía explicarlo, simplemente sabía que estaba mal.

No respondió. Llegó el turno de Angélica, llegó su turno. Se vieron fuera del banco y Angélica, tímida, se despidió de ella con un beso demasiado cerca de la boca.

― Pudo haber sido diferente ―le dijo antes de que se separaran.

― Sí, pudo haberlo sido ―estuvo de acuerdo Angélica―. Lástima que es así.

Se dio la vuelta y empezó a caminar a paso lento, tocándose el vientre con suavidad. Ella se fue por el lado contrario.

domingo, 14 de febrero de 2016

Perdón vacío





Hay días que me cuesta mirarla a los ojos y enfrentarme al vacío que ahora parece llenarlos. Como si estuviera perdida en la parte más lejana de sus pensamientos, vedados para todos, principalmente para mí.

Le hablo a ratos, con frases cortas que sólo responde horas después, cuando ya no recuerdo muy bien a qué se refiere. Entonces busco en mi memoria, rescato las pocas cosas que le dije y entiendo. Sonrío en esos momentos, me gusta creer que aún hay una parte de ella que se aferra a mi mundo. Por lo general está tan lejos…

El doctor dice que nunca se podrá bien, que la impresión fue tan grande y el dolor tan profundo que recibió un daño permanente. Al principio me parecía ridículo, una forma más de castigarme por una traición a medias cometida, pero ahora la veo sentada todo el día junto a la ventana que a da a nuestro pequeño jardín y me arrepiento de demasiadas cosas.

Para empezar de haberla traicionado, de haberme enamorado de ese ser ajeno que jamás habría podido contener en mis fronteras. Todo habría sido más fácil si no me hubiera enamorado de su cabello corto y ondulado y de la postura relajada de sus brazos al escribir en la computadora.

― ¿Cómo te sientes hoy? ―le pregunto delicadamente, sin tocarla jamás. No soporta mi contacto y prefiero no provocarle un ataque de pánico que nos dejaría a las dos agotadas y llorosas, demasiado cerca de la desesperación definitiva.

No responde, pero esa tarde parece que ha viajado menos lejos, más cerca de mi alcance. Aun así no intento ir por ella. Me da miedo. El vacío, el frío, los reproches. Esconde demasiadas cosas en sus ojos. Sé que me odia pero no tiene otra opción más que estar conmigo, permitir que le dé de comer en la boca con la misma cuchara de plástico a la que lleva aferrada meses.

Chasquea la lengua. Por primera vez en tres años no entiendo. No sé si necesita algo o si trata de comunicarse. Lo dejo pasar. Con el tiempo he aprendido a dejar pasar la mayoría de las cosas, incluso el dolor que me quema el pecho cuando me hago un ovillo en el sofá cama de la sala para intentar conciliar el sueño.

Casi todas las noches me cuesta dormir y siento que mis ojos se hunden cada vez más en mi rostro ya no tan joven. También han aparecido arrugas, pequeñas líneas que invaden los bordes de mis ojos y la frente. Otra cosa que he aprendido con el tiempo es la resignación. No puedo hacer nada para que las arrugas se vayan y parece que tampoco para ayudarme a dormir por las noches.

Tampoco puedo apaciguar el dolor. El dolor de verla así, sin reaccionar en la mayoría de las ocasiones, odiándome en silencio. Sé que lo merezco y eso es un pequeño consuelo.

Vuelve a chasquear la lengua. Ahora me mira. Me pongo nerviosa y comienzo a sudar. Se me llenan los ojos de lágrimas cuando establece contacto visual conmigo. A pesar del vacío, sigue teniendo unos ojos increíblemente cafés. Recuerdo que en algún momento quise cambiar esos ojos comunes por unos más exóticos y que nada salió bien.

― ¿Pasa algo? ―le digo, separando mucho las sílabas para que no haya confusiones. Dice el doctor que debo articular mejor, exagerar un poco.

Me sigue mirando. El miedo que me invade se vuelve culpa y la culpa muta lentamente a dolor. El dolor me invade el cuerpo como una enfermedad terminal. No puedo seguir, me voy a levantar, voy a tomar mi abrigo y voy a salir corriendo...

― Te perdono.

Su voz es la misma de siempre pero vibra con una nota de incertidumbre, como si no estuviera acostumbrada a expresar tantas cosas. Hiperventilo, me ahogo con mi propia respiración terriblemente agitada. Dios, me perdona. ¿Y ahora qué?

― Gracias.

No sé en qué momento empecé a llorar pero ya no puedo parar. Con una lentitud abrumadora, me abraza y simplemente no puedo evitar llorar más y desear que la vida se me escape con cada lágrima. Nunca le diré que ya no la amo, que el sentimiento desapareció cuando ese otro ser tan superior a mí se cruzó en mi camino y me enloqueció.

Hay tantas cosas que nunca le diré que no me alcanzan las palabras vacíos que recito para enumerarlas. Sé que debo apretar los ojos y parar de llorar. Si todo sale bien, pronto se dará cuenta de que tampoco me ama, sólo estaba demasiado confundida, apenada y sola para alejarse de mí.

Como siempre, es cuestión de esperar.

domingo, 7 de febrero de 2016

348 días



Llevan 348 días sin verse. Se supone que no debería llevar la cuenta pero simplemente es algo que no puede evitar. Tampoco puede evitar buscar la única fotografía que le tomó cuando recién comenzaban a salir y la vida era brillante y buena. Tiene una versión impresa pero prefiere ver la que guarda en el ordenador dentro de varias carpetas de nombres nada sospechosos.

En realidad debe evitar muchas cosas más, como buscar su perfil en Facebook, crear una cuenta nueva y hacerse su amiga, hablar con ella fingiendo ser otra persona. Es sólo que las cosas salen naturalmente, sin esfuerzo. Claro que no le ha dicho eso al psiquiatra que la ve cada viernes por la tarde. Sería tonto hacerlo porque va en contra de todo lo que han trabajado en los últimos 6 meses. No le importa.

Esa semana incluso ha omitido la terapia y ha preferido tumbarse en el suelo húmedo de un parque cercano al consultorio. Sabe que está mal pero ya no soporta que el psiquiatra le repita una y otra vez que está obsesionada con Elizabeth. Tampoco soporta que la mande a tirar sus cartas, sus discos y todas las cosas que se la recuerden. No puede. Significan demasiado para ella y perderlas sería perder una parte de sí misma. No quiere.

En ese momento sólo quiere entrar a su otra cuenta de Facebook y hablarle, preguntarle cómo ha estado y cómo le va con su chica. Tal vez insiste demasiado en este tema pero no le parece bien que Elizabeth haya continuado con su vida tan pronto, apenas 217 días después de su ruptura. Tampoco le parece bien seguir estancada con la misma persona. Sin embargo, no quiere cambiar. Ni las terapias ni los medicamentos ni los reproches de todos sus amigos han hecho dejar de sentir ese cosquilleo en el estómago cuando ve una foto de Elizabeth en alguna parte de la ciudad, sonriente y feliz.

Por eso a veces tiene ganas de decirle quién es en realidad y lo mucho que le cuesta respirar por las mañanas cuando despierta y la busca a su lado. Después de todos esos días, casi un año, aún no se acostumbra a no sentir su calor por las noches. Una parte de ella agradece que sólo durmieran en la misma cama una vez por semana, por lo general los sábados, porque de lo contrario le resultaría aún más difícil acostumbrarse a la ausencia.

La primera lágrima cae al suelo y se pierde en el pasto decadente. No quiere llorar. No vale la pena. Lloró mucho cuando Elizabeth le dijo que ya no quería estar con ella. También se arrodilló, le abrazó las piernas y le rogó a gritos que no la dejara. Le avergüenza pensar esas cosas pero a veces es bueno recordarse ciertas cosas. No quiere olvidar las partes fundamentales de su vida. Tampoco quiere olvidar ni un solo detalle de esa relación fallida.

La segunda lágrima se ha estancado en su ojo derecho y la tercera ni siquiera logra existir. Por primera vez en las últimas semanas no atribuye su breve felicidad a la alta dosis de antidepresivos que usa. Suspira. Puede vivir con eso. De todas maneras, pase lo que pase, mañana será el día 349.