Por donde Janet caminaba todo era amarillo. Ya
no recordaba cuánto tiempo llevaba buscando una salida, sólo sabía que había
pasado seguramente más de una hora. Encontró un árbol de tronco ancho y con
espinas, lo rodeó. Se dio cuenta de que caminaba entre una densa neblina
amarillezca. Del otro lado del árbol tampoco vio nada conocido.
No
tenía ni la más mínima idea de cómo había llegado a tan extraño lugar. Cuando
había abierto los ojos esa mañana —o en medio de la noche—, se había
descubierto recostada sobre un montoncito de hojas amarillas casi cafés. Luego
había comenzado a vagar como espíritu en pena, insegura incluso de sus
recuerdos, los mismos que había creído conocer al pie de la letra antes de irse
a dormir.
Increíblemente,
no tenía frío. Se sorprendió y maravilló pues ¿acaso no se siente frío cuando
hay neblina y se lleva sólo una blusa sin mangas? Ella, al parecer, no. No se
cuestionó mucho al respecto, no tenía caso, a esa conclusión había llegado. Al
principio, cuando recién empezaba a caminar, se preguntaba todo, a tal punto
que formuló la indebida y nunca respondida cuestión: ¿dónde estoy y por qué
todo es amarillo?
Se
cayó. Al levantarse e inspeccionar que todo estuviera en su lugar, notó una
pequeña herida en la palma de la mano derecha, cerca del pulgar. No le dolía
pero manaba sangre amarilla, aunque no el amarillo de los objetos o el de la
neblina, ése era más bien un amarillo diluido. Por curiosidad, se chupó esa
parte de la palma: salado. Todo le indicaba que era el sabor normal de la
sangre.
Dejó
de preocuparse por los detalles que en nada le ayudarían a salir de esa
situación. Siguió caminando. No veía la gran cosa al frente, o a lados, y por
miedo y superstición prefería ahorrarse ver hacia atrás. Pisó algo fangoso y le
dio asco. Bajó la mirada sorprendida de distinguir lo que había: lodo. Éste
tenía una apariencia muy cercana a la que conocía, o sea, nada demasiado
apegado a lo amarillo.
Temió
encontrarse con arenas movedizas así que lentamente dio un paso a la izquierda
y pisó al frente. Aún había lodo. Repitió el mismo proceso aproximadamente cien
veces. Por fin, halló un punto sin fango y siguió su recorrido, tratando de
caminar en línea recta. Giró el rostro hacia el cielo para saber si era de día o
de noche y no encontró más que un cielo amarillo brillante. Se dijo que era de
día.
Aproximadamente
quinientos metros más adelante, la neblina desapareció, lo cual dio paso a un
paisaje que podía contemplarse libremente. Era un bosque con árboles altos, muy
altos y frondosos, muy frondosos, aunque no muy juntos; atrás, lo que había
parecido un pantano era en realidad un lago de un hermoso amarillo
fosforescente; en un extremo lejano del lago, había unas ranas, amarillas
también.
A
Janet todo eso se le hizo conocido, algo proveniente de una vida lejana, del
mismo lugar en el que había dormido la noche anterior. Pero cada vez se hacía
más borroso aquel recuerdo, el de haber existido en otro lugar o en otro tiempo
antes de pertenecer al eterno amarillo del entorno. Del bolsillo trasero del
pantalón extrajo un espejo circular y se contempló: una mujer amarilla clara
con los ojos anaranjados.
Tenía
la vaga inquietud de saberse diferente a lo que veía pero nada avalaba dicho
malestar. No se podría imaginar de otro modo aunque lo quisiera. ¿Cómo podría
ser, una mujer de piel café o anaranjada? Casi sintió deseos de echar a reír
pero se contuvo llamada por una lejana nostalgia. Posiblemente su parte
primitiva e inconsciente sabía algo que ella no.
Se
echó a correr hacia el lago y se zambulló en el agua, impulsándose hacia el fondo. Cuando alcanzó la mayor
profundidad de la que fue capaz, abrió los ojos, explorando. Había un tono
amarillo parduzco, claro, casi inexistente. No le impresionó no sentir asfixia,
seguir respirando a pesar de estar allá abajo. Y nadó. El lago era más grande
de lo que desde la superficie parecía.
Su
mano hizo contacto con otra mano —mucho más tersa— y esa otra mano la agarró.
Su rostro quedó frente al de otra mujer como ella, la única diferencia era lo
bella que le parecía, casi perfecta y etérea. La mujer sin nombre conocido la
besó en los labios, le acarició el rostro y la abrazó como si fueran viejas
amantes.
—Te
dije que te encontraría. Te dije que de cualquier forma nos volveríamos a ver
—afirmó la mujer sin necesidad de abrir los labios.
Janet
de pronto recordó que se llamaba Janet y que la hermosa mujer que le había
hablado se llamaba Mirna. No estaba segura de que esos fueran sus nombres en
ese momento pero así le llamaría mientras lo averiguaba.
—Mirna.
La reencarnación existe —fue lo único que se le ocurrió, tampoco movió los
labios. Ahora fue ella quien besó mientras daba un rápido reconocimiento al
cuerpo ajeno: todo en su lugar.
Se
abrazaron y así se quedaron un rato, hasta que olvidaron cómo se habían llamado
y dónde habían vivido. Sólo recordaban que estaban ahí la una para la otra.
—Eterno
amarillo —murmuró la que ya no se llamaba Mirna—. Mi regalo para ti, princesa.
La
mujer cuyo nombre ya no era Janet sonrió y evocó un cuadro que hacía mucho no
veía. No encontró la relación y no le importó.
—Gracias
—dijo antes de llevar de la mano a la otra hacia la superficie y seguir
viviendo.