jueves, 31 de enero de 2013

Amarillo demencial: VII



Por donde Janet caminaba todo era amarillo. Ya no recordaba cuánto tiempo llevaba buscando una salida, sólo sabía que había pasado seguramente más de una hora. Encontró un árbol de tronco ancho y con espinas, lo rodeó. Se dio cuenta de que caminaba entre una densa neblina amarillezca. Del otro lado del árbol tampoco vio nada conocido.
           
            No tenía ni la más mínima idea de cómo había llegado a tan extraño lugar. Cuando había abierto los ojos esa mañana —o en medio de la noche—, se había descubierto recostada sobre un montoncito de hojas amarillas casi cafés. Luego había comenzado a vagar como espíritu en pena, insegura incluso de sus recuerdos, los mismos que había creído conocer al pie de la letra antes de irse a dormir.

            Increíblemente, no tenía frío. Se sorprendió y maravilló pues ¿acaso no se siente frío cuando hay neblina y se lleva sólo una blusa sin mangas? Ella, al parecer, no. No se cuestionó mucho al respecto, no tenía caso, a esa conclusión había llegado. Al principio, cuando recién empezaba a caminar, se preguntaba todo, a tal punto que formuló la indebida y nunca respondida cuestión: ¿dónde estoy y por qué todo es amarillo?

            Se cayó. Al levantarse e inspeccionar que todo estuviera en su lugar, notó una pequeña herida en la palma de la mano derecha, cerca del pulgar. No le dolía pero manaba sangre amarilla, aunque no el amarillo de los objetos o el de la neblina, ése era más bien un amarillo diluido. Por curiosidad, se chupó esa parte de la palma: salado. Todo le indicaba que era el sabor normal de la sangre.

            Dejó de preocuparse por los detalles que en nada le ayudarían a salir de esa situación. Siguió caminando. No veía la gran cosa al frente, o a lados, y por miedo y superstición prefería ahorrarse ver hacia atrás. Pisó algo fangoso y le dio asco. Bajó la mirada sorprendida de distinguir lo que había: lodo. Éste tenía una apariencia muy cercana a la que conocía, o sea, nada demasiado apegado a lo amarillo.

            Temió encontrarse con arenas movedizas así que lentamente dio un paso a la izquierda y pisó al frente. Aún había lodo. Repitió el mismo proceso aproximadamente cien veces. Por fin, halló un punto sin fango y siguió su recorrido, tratando de caminar en línea recta. Giró el rostro hacia el cielo para saber si era de día o de noche y no encontró más que un cielo amarillo brillante. Se dijo que era de día.

            Aproximadamente quinientos metros más adelante, la neblina desapareció, lo cual dio paso a un paisaje que podía contemplarse libremente. Era un bosque con árboles altos, muy altos y frondosos, muy frondosos, aunque no muy juntos; atrás, lo que había parecido un pantano era en realidad un lago de un hermoso amarillo fosforescente; en un extremo lejano del lago, había unas ranas, amarillas también.

            A Janet todo eso se le hizo conocido, algo proveniente de una vida lejana, del mismo lugar en el que había dormido la noche anterior. Pero cada vez se hacía más borroso aquel recuerdo, el de haber existido en otro lugar o en otro tiempo antes de pertenecer al eterno amarillo del entorno. Del bolsillo trasero del pantalón extrajo un espejo circular y se contempló: una mujer amarilla clara con los ojos anaranjados.

            Tenía la vaga inquietud de saberse diferente a lo que veía pero nada avalaba dicho malestar. No se podría imaginar de otro modo aunque lo quisiera. ¿Cómo podría ser, una mujer de piel café o anaranjada? Casi sintió deseos de echar a reír pero se contuvo llamada por una lejana nostalgia. Posiblemente su parte primitiva e inconsciente sabía algo que ella no.

            Se echó a correr hacia el lago y se zambulló en el      agua, impulsándose hacia el fondo. Cuando alcanzó la mayor profundidad de la que fue capaz, abrió los ojos, explorando. Había un tono amarillo parduzco, claro, casi inexistente. No le impresionó no sentir asfixia, seguir respirando a pesar de estar allá abajo. Y nadó. El lago era más grande de lo que desde la superficie parecía.

            Su mano hizo contacto con otra mano —mucho más tersa— y esa otra mano la agarró. Su rostro quedó frente al de otra mujer como ella, la única diferencia era lo bella que le parecía, casi perfecta y etérea. La mujer sin nombre conocido la besó en los labios, le acarició el rostro y la abrazó como si fueran viejas amantes.

            —Te dije que te encontraría. Te dije que de cualquier forma nos volveríamos a ver —afirmó la mujer sin necesidad de abrir los labios.

            Janet de pronto recordó que se llamaba Janet y que la hermosa mujer que le había hablado se llamaba Mirna. No estaba segura de que esos fueran sus nombres en ese momento pero así le llamaría mientras lo averiguaba.

            —Mirna. La reencarnación existe —fue lo único que se le ocurrió, tampoco movió los labios. Ahora fue ella quien besó mientras daba un rápido reconocimiento al cuerpo ajeno: todo en su lugar.

            Se abrazaron y así se quedaron un rato, hasta que olvidaron cómo se habían llamado y dónde habían vivido. Sólo recordaban que estaban ahí la una para la otra.

            —Eterno amarillo —murmuró la que ya no se llamaba Mirna—. Mi regalo para ti, princesa.

            La mujer cuyo nombre ya no era Janet sonrió y evocó un cuadro que hacía mucho no veía. No encontró la relación y no le importó.

            —Gracias —dijo antes de llevar de la mano a la otra hacia la superficie y seguir viviendo.

miércoles, 30 de enero de 2013

Amarillo demencial: VI



Yo no quería empezar de golpe todo este asunto del amor. No sé si me entiendas. Aunque no lo aparente, sufrí una violación y la peor parte es que lo hizo alguien que tenía toda mi confianza. Por eso no pude dejar que Janet me tocara demasiado. Según yo, ya me lo tenía bien superadito pero debí saber que no era cierto pues ni siquiera fui a las terapias que me recomendaron por internet —en los foros ya que a nadie que me conociera se lo dije—.

            —Hay que empezar por partes —se me ocurrió decirle cuando acabé de llorar. Es que de verdad fue muy difícil verme ahí con los senos al descubierto y sus manos encima… Sí, me acordé del sucio imbécil. Fue una simple reacción, un condicionamiento al puro estilo de Pavlov.

            Janet, amablemente, me dijo que estaba bien y no lo intentó de nuevo. Como a mí también me daba miedo tocarla, mantuve mis manos lejos de su cuerpo. Nos limitábamos a los besos. Por un tiempo fue suficiente, supongo. Luego ya no. Yo creo que uno llega a cierta edad en la cual tener sexo se vuelve imperativo y uno no puede vivir sin él. Es como una regla de la vida que viene con el hecho de madurar.

El caso es que poco después Janet se buscó un trabajo y ya no estaba en las mañanas para encargarse del departamento. Tampoco estaba cuando me tocaban días libres en la clínica. Así que me la pasaba a solas muchas veces pensando en lo bonito que sería poder entregarme en cuerpo y alma —últimamente más en cuerpo— a esa mujer. No podía lastimarme, no había problema, o eso me decía a cada minuto.

Uno de esos días llegó muy misteriosa, muy sonriente también. Rápidamente sacó de su bolso una bolsita negra con un moño azul y me la dio. Era un regalo. ¡Qué buen detalle! Al abrir la dichosa bolsa vi el objeto más curioso que hasta la fecha había tenido en mis manos: un patito rosa. Se parecía mucho a los que se usan en la bañera pero claramente leí: aparato de masaje.

—Dime que no es lo que pienso —le dije cuando acabé de procesar la información que, por cierto, era cuantiosa.

—No seas ingenua.

Sí, lo que me temía. Era un aparato de masaje para el clítoris. Según el instructivo anexo, se colocaba cerca o sobre el clítoris, se ajustaba con una correa incluida y se ponía a vibrar. Para la comodidad del usuario, tenía ocho velocidades, siendo la octava la más rápida e incómoda. Suspiré pensando en la probabilidad de usar aquello.

Puede parecer increíble lo que voy a decirte pero tampoco me había masturbado mucho. Lo había intentado un par de veces pero siempre regresaba a mi mente la imagen del cabronazo aquél. No sé, el asunto de la violación puede ser más traumático de lo que se cree, en serio. Cuando lo intentaba, ponía mi mano sobre la zona del clítoris y la movía. Nada. Una vez traté de meterme un dedo pero me dio mucho miedo y un poco de asco. Desistí.

Esa noche, acepté usar el aparato. Me tumbé en la cama boca arriba desnuda, abrí las piernas lo más grande que pude, me cubrí el rostro y esperé a que Janet hiciera lo suyo. Me daba mucha pena estar así pero no había otro remedio. Ella me ajustó el aparatito y lo puso a vibrar, primero en el nivel más bajo. La vibración era levemente molesta pero después de un rato uno se llegaba a acostumbrar, o al menos así me pasó.

—Le voy a subir el nivel, ¿vale? —el “vale” era puramente retórico pues yo aún no había asentido cuando Janet le había subido a por lo menos el nivel cuatro.

—Carajo… —tuve tiempo de musitar. Después sentí placer, primero allá lejos y luego aquí cerquita. Después se me calentó la entrepierna y una sensación cálida me recorrió todo el cuerpo, especialmente la parte involucrada.

Había experimentado el primer orgasmo de mi vida. Por dios, si ya estaba yo muy mayor cuando eso pasó. Mi mente se fue lejos de mi cuerpo, lo juro, porque cuando regresé y me enteré de lo que estaba pasando, Janet me estaba abrazando —o se restregaba contra mis pechos— y tenía un dedo dentro de mi vagina. La misma sensación, sólo que esta vez más intensa me invadió.

Cuando volví a abrir los ojos —o tal vez ya los tenía abiertos—, la alarma del reloj de pulsera de Janet sonaba y sonaba. Nos miré: ambas estábamos desnudas. Como te decía, yo no quería empezar ese asunto del amor de golpe, de buenas a primeras, por eso lo empecé con un patito rosa.

martes, 29 de enero de 2013

Amarillo demencial: V



La pintura del departamento era ahora amarilla, un amarillo fuerte que casi brillaba en la oscuridad y a veces incluso cuando el sol iluminaba demasiado. Habían ido juntas a una tienda de pinturas y habían revisado todos los colores. Ambas estaban de acuerdo en que el amarillo era el color ideal porque proporcionaba la ilusión de un espacio mayor y porque también combinaba con el cuadro de la habitación.

Mirna le había dado un nombre al cuadro: eterno amarillo. En realidad estaba en su derecho pues ella lo había pintado. Le había contado a Janet que cuando iba en la secundaria pintaba bastante; incluso fue a los concursos de pintura y llegó una vez a la fase nacional, aunque no se llevó ningún lugar. La obra que decoraba el cuarto databa del último año de preparatoria. Desde esa fecha, no había vuelto a pintar.

Janet le había preguntado la razón de su deserción pero no había necesitado una respuesta, sus ojos habían reflejado la tristeza que aún le provocaba el incidente que había sufrido con aquel hombre. Por lo mismo Janet no sentía la confianza necesaria para pedirle que hicieran algo más que besarse y tocarse por encima de la ropa.

—Mirna, ¿podemos… ver una película? —al final, tuvo que morderse la lengua y pensar más rápido de lo habitual.

Mirna no le respondió. Comenzó a besarle el cuello despacito. La respiración de Janet se aceleró perceptiblemente. Ya hacía mucho que nadie le daba besitos, ni abrazos, ni… Lloraba. Últimamente, le pasaba muy a menudo. Estaba sensible porque era la primera ocasión en la cual experimentaba amor sincero.

Como ocurría cada vez que lloraba sin motivo aparente, Mirna la abrazaba como si se le fuera la vida en cada lágrima. Le daba pequeños besos en la cabeza y le contaba historias divertidas que había leído en las revistas de chismes. A ella también se le veía feliz de verdad y a pesar de que casi nunca lloraba, mostraba señales de tristeza momentánea.

—¿Crees que ya estamos listas, Janet? —le susurró al oído cuando la aludida estaba cerca del sueño.

—¿Para qué?

—¿No es obvio?

Hacía mucho que Mirna no tenía sexo. Ni siquiera había accedido a abrir las piernas en su relación anterior, la que había entablado con una chica dos años mayor que ella. Así que en total sólo había sufrido una penetración. Y la verdad es que le daba un poco de miedo. Quizá sí tenía un trauma.

—Yo creo que ya estoy lista —dijo Mirna con las manos frías y sudorosas.

Janet le sonrió. Ella también estaba lista. Aunque cabía notar que nunca se había imaginado cómo hacerlo con una mujer. No es que no hubiese visto películas en las cuales dos chicas se chupaban las partes íntimas pero… simplemente no se lo imaginaba. Además, el porno era muy irreal, habría otras formas, ¿no?

De repente, sintió ansiedad. Estaban acostadas. Habían estado besándose, llorando —especialmente Janet— y acariciándose, exactamente en ese orden. Luego habían permanecido en un abrazo perpetuo mientras pensaban cómo pedirle a la otra que tuvieran relaciones sexuales.

Pensó de nuevo en las películas para adultos y en las rubias voluptuosas que se besaban obscenamente. Como era la norma, después aparecía un hombre más o menos marcado con el miembro de fuera y les daba placer a ambas. Denigrante. A ella no le gustaría que le hicieran algo así.

Mirna le metió la mano debajo de la ropa interior. Estaba fría. Janet se dejó tocar aunque la mano fuera un poco inexperta. Incluso empezó a sentir algo parecido al placer. Mirna se detuvo en seco.

—Perdóname, es que no sé cómo…

Janet no se detuvo a escuchar sus excusas. La besó con todo y lengua, la recostó colocándose encima y acarició sus pechos. Luego le alzó la blusa y el top y contempló sus pechos redondos. Eran grandes pero para nada de mal gusto. Esa vez, fue Mirna quien lloró.

jueves, 24 de enero de 2013

Amarillo demencial: IV

La reencarnación es real, aunque no sé cómo explicarlo. Uno nace en un primer momento, no necesariamente hace miles de años, con una forma; puede ser un mono, un pájaro, un gusano, una bacteria, un humano, qué sé yo. Después muere y su alma vaga por un rato hasta que la juzgan y la meten en otro ser. No es necesariamente equiparable, el intercambio no debe ser beneficioso para nadie, sólo una operación imparcial.

Posteriormente, el proceso se repite. Uno puede pasar por cientos e incluso miles de reencarnaciones y, hasta donde pienso, no existe un límite. A veces, a uno le obligan a recordar mediante la hipnosis o la sumersión en agua, en teoría para conocer el porqué de la personalidad, miedos y paranoias actuales. Y se puede vivir con eso, sabiendo que uno era un gato y que lo atropelló un coche.

En mi caso, me mandaron una vez a una clínica, justo cuando lo de mi intento de suicidio. Hasta ahora evoco el recuerdo porque parece que se estuvo escondiendo hasta encontrar el momento oportuno de salir. Éste es el momento ideal porque conocí a Mirna, la cucaracha, la mosca, la perrita, la humana… En esos tiempos yo era una gatita, una araña, un perrito enojado y ahora soy una humana. Es que no tomé todas las sesiones.

Cuando ella dijo que ya nos conocíamos, era cierto. Cuando era ella una cucaracha, yo jugué con ella hasta aburrirme y la maté, algo típico de un gato. Al ser una mosca, yo, araña, la engullí morbosamente, atrapándola primero en mi telaraña y quitándole las alas antes de que muriera. Y cuando era perrita, yo, macho enojado porque no me dejaba fornicarla, la maté a mordidas.

Espero que Mirna también se haya desquitado conmigo porque si no sería muy injusto y significaría que más tarde, tal vez en esta reencarnación o en ulteriores, ella tomaría su venganza. Porque el mundo es así, siempre tiene un contrario y siempre debe de haber un equilibrio. De lo contrario, estaríamos encaminados hacia el caos.

Eso mismo le expliqué a Mirna cuando terminamos de besarnos. Como dije, ella ya lo sabía pero muy a su manera, basándose en los años de soledad que, paradójicamente, le habían hecho compañía. Durante ese tiempo, tuvo sueños en los que no se veía nada específicamente pero se conocía absolutamente todo, al menos todo lo que la involucraba.

Y ahí mismo lo entendimos: estábamos destinadas a conocernos y, probablemente, a rezurcir el daño provocado. Era una oportunidad para querernos sin remordimientos. Incluso era una era para dejar que el amor surgiera, borrara nuestras cicatrices y evaporara las heridas.


—¿No te da miedo venir aquí? —Janet sentía aprehensión y esperaba sinceramente que Mirna no estuviese pasando por lo mismo.

—Para nada, es por una buena causa.

Estaban frente a la antigua casa de Janet. Habían decidido ir porque querían retar al destino y buscar las cosas de Janet, su vieja inquilina. Janet rezó y rezó aunque no tuviera una religión ni un dios para que su ex-marido no estuviera en casa o, en el peor de los casos, para que la cantidad de alcohol en su sangre fuera demasiado y le impidiera reaccionar violentamente.

Entraron con las mañas de Mirna había aprendido de la vida en tan poco tiempo y vieron la oscuridad que inundaba todo. Por suerte, no estaba el culpable. Revisaron rápidamente las tres habitaciones y no encontraron la ropa de Janet, ni sus zapatos, ni sus cosméticos, ni siquiera su cepillo de dientes. Como Janet lo había temido, todas sus cosas estaban seguramente en la basura.

Salieron tan rápido como entraron. Janet, sin notarlo, agarró la mano de Mirna y la asió. Tenía miedo de entrar oficialmente a una vida en la cual cocinaría para una mujer, lavaría para una mujer, se bañaría con una mujer, haría el amor con una mujer y, sobre todo, amaría a una mujer.

—Espera —murmuró. Iban ya a dos calles de la casa.

— ¿Qué?

Sin responderle, la besó y comenzó a llorar, ambas cosas al mismo tiempo. Cuando el beso hubo terminado, Mirna le sonrió, la apachurró —porque en realidad eso no era un abrazo— y le deshizo el peinado con la mano izquierda. Después comenzaron a caminar sin dejar de tomarse por la cintura.

miércoles, 23 de enero de 2013

Amarillo demencial: III

Mirna no le pidió a Janet que se fuera. Tampoco le exigió que pagara una renta por quedarse. Y mucho menos le aconsejó que comprara una colchoneta con el fin de no pasar incomodidades al dormir ambas en una cama individual. No, el asunto de su estancia era un tema del cual no se hablaba con facilidad.

Por otra parte, Janet no se negó a usar la ropa de Mirna aunque le quedara grande de los pechos y le apretara ligeramente del trasero. Ni siquiera se disculpó por no tener ni un peso para ayudarle con la compra ni por no trabajar momentáneamente. No, las cosas entre ambas fluían con bastante confianza y no era necesario hacer una plática sin sentido.

Sin embargo, a Janet sí le preocupaba el asunto del trabajo. Apenas llevaba cuatro días en casa de Mirna pero bien dicen que “el muerto y el arrimado a los tres días apestan”, así que debía hacer algo para no apestar demasiado.

—Mirna, ¿te parece que cocine yo durante… durante el tiempo que esté aquí?

El rostro de Mirna se turbó un poco. Luego su mirada regresó a ser clara pero reflejando ligeras señales de tristeza.

—No te preocupes. Tú has confiado en mí como hace mucho nadie lo hacía y yo te lo agradezco. Por eso no tienes por qué hacer nada.

—Pero no quiero lucir como una aprovechada.

—Oh, no te preocupes, ya te tocará tenerme en tu casa.

Janet se dirigió hacia la sala y se sentó en el sofá. Pensó en su casa y en lo que sería de su marido. Probablemente había ido a acusarla con todo el que se atravesara en su camino. Si hasta le parecía oírlo: Janet, la muy desgraciada, me abandonó; Janet, la perra malagradecida, se largó con su amante; Janet, la mujer de mi vida, ya no está. Claro, olvidaba mencionar los golpes y los insultos que ella debía soportar.

Estaba segura de que nadie habría limpiado y que los patos de madera que había comprado hacía un mes estarían llenos de polvo e incluso rotos. Tal vez su marido los habría roto para vengarse de ella, para que cuando regresara los viera ahí tirados, con sus cuellitos rotos y sus alitas despegadas del cuerpecito de madera.

También sabía que su cama estaría sin arreglar, su ropa en la basura o quemada, sus cosméticos regalados a las vecinas, sus platos de talavera y sus vasos de cristal rotos, su cepillo de dientes en la cocina para usarse como instrumento de limpieza, sus zapatos, los bajos y los de tacón, destrozados…

—¿Por qué miras así? —Mirna, siempre tan oportuna.

—Sólo estaba acordándome de mi casa —respondió con una sinceridad de la cual ya no se creía capaz.

—¿Y es bonita? Tú me pareces el tipo de gente que puede tener una casa con dos recámaras, una cocina espaciosa con campana de humo, un jardín y un perrito de los peludos. ¿Tienes mascotas?

—No. Hace mucho tuve un gatito pero me lo envenenaron. Ya ves cómo es la gente —a Janet le pareció que empezaba a hablar como Mirna—. Ah, y mi casa no era bonita. La compartía con mi marido; de hecho, creo que era más suya que mía.

Mirna la miró por un rato, enterándose de información confidencial por mera casualidad. Janet no se veía muy feliz pero tampoco se notaba nostálgica. Lo que transmitía era algo parecido al alivio.

—¿Estás casada?

—Por desgracia. Aunque yo creo que el matrimonio se invalida por maltrato. ¿Sabes? Me casé con él porque me embaracé o me embarazó, no sé ya. Según yo, él se había puesto el condón, pero los hombres son tramposos. Y no se mostró muy sorprendido cuando se lo dije. Igual de nada sirvió porque aborté, tal vez no tan accidentalmente como a él le hubiera gustado.

—¿Abortaste? —Mirna no pudo evitar recordar su propia historia trágica y sentirse acompañada.

—Pues no yendo a una clínica. Me quería morir, más por estar con él arruinando mi vida que por estar embarazada. Así que quise suicidarme intoxicándome con aspirinas y tirándome luego por la escalera. Dicen que las mujeres embarazadas son más resistentes y en mi caso fue cierto: sólo se fue el bebé. Hasta la fecha no he logrado que me dé tristeza —sonrió.

—Me pasó algo también —comenzó Mirna—. Hace muchos años tuve un novio. Yo aún no era mayor de edad y él ya tenía unos treinta. Siempre me dejaba acariciar porque era mi… responsabilidad. Y un día él me violó, como si yo fuera una niña pequeña. No pude defenderme y mi sueño de perder la virginidad con el amor de mi vida se fue al caño —suspiró, consternada—. Me siento identificada contigo porque de cierta forma las dos sufrimos un ultraje, ¿no crees?

Janet asintió y observó a la mujer casi bonita que estaba sentada en la alfombra, justo frente a ella.

—Si nos hubiéramos conocido antes, nada nos hubiera ocurrido —le dijo a Mirna, completamente convencida de tal frase.

—Siempre nos hemos conocido, sólo que no como ahora.

Janet juró que aquello era cierto. Se sentó en la alfombra junto a Mirna. Se recargó en su pecho. El sol entró incómoda e inoportunamente por una de las ventanas y su color amarillento-anaranjado lo inundó todo, incluso el paisaje detrás de sus ojos cerrados y delante de sus labios rozándose.

martes, 15 de enero de 2013

Amarillo demencial: II




Estaban en la sala de un departamento pequeño pero bonito y, por ello, acogedor. 

—No, va en serio, soy un demonio. No te lo dije antes para no asustarte. Perdóname —Mirna daba su discurso con una expresión muy seria.

—Ya déjate de idioteces —musitó Janet, exasperada en parte por el horrible dolor de cabeza que la aquejaba. Estaba más cerca de la enfermedad de lo que podía predecir.

—No es una idiotez. ¿Por qué no me crees? Mira, así conseguí mi departamento. Cuando a uno lo mandan a la tierra, le dan preferencias, por decirlo de alguna forma, entonces nada más es cuestión de decir “soy demonio, haz válidas mis facilidades de pago” —sonrió sutilmente.

Janet comenzaba a preguntarse en qué problema se había metido. Seguramente esa joven tenía algún tipo de problema psiquiátrico y, probablemente, jamás había acudido al médico. ¿De dónde sacaba eso del demonio? Comenzó a observar la sala: un librero con muchos títulos de literatura sobrenatural —lo notaba por el color de las portadas y las sugerentes letras en las cuales estaba impreso el nombre del autor—, una televisión de pantalla plana…

—… ¿o no, Janet?

—¿Qué?

—Nunca escuchas, mujer. Decía que mi televisión es preciosa, ¿acaso no?

Asintió. Seguramente diría que la tramitó con el crédito que su jefe demonio le otorgaba, o al menos algo así había entendido. Se sorprendió mirando a Mirna más del tiempo necesario. Por fin, distinguió que era una mujer casi bonita, su único defecto notable era la nariz. Pero la nariz era siempre el problema.

Janet saltó de su lugar cuando vio que Mirna se reía con demasiada convicción. ¿Tenía su rostro algo gracioso? Oh, no, había leído su mente y notado el comentario sobre la nariz y seguramente había profundizado en su conciencia para saber que odiaba su nariz, herencia de su padre mitad judío aunque no tan grande.

—¿Ahora qué? —dijo por fin.

—Veo que te estás pensando lo del demonio. No, no estoy loca, es sólo una broma para ver qué tan amigables son mis invitados. Por eso no tengo muchos amigos.

De la nada, la tristeza inundó a Janet. Los ojos se le llenaron de lágrimas y éstas resbalaron por sus mejillas con bastante velocidad, como si las que fueran detrás las empujaran. Las lágrimas llegaron hasta su cuello y se mezclaron en su ropa, seca por cierto porque Mirna le había prestado un pijama.

Lo siguiente que experimentó fue el abrazo de una mujer. Y el maldito abrazo era tan cálido que pronto supo que así le habrían gustado todas las muestras de amor de su vida anterior. Tuvo unos segundos de confusión en los cuales deseó un beso apasionado como los que hacía mucho no le daba su marido.

—Janet, no te duermas aquí, ven levántate. En realidad no tengo otra cama pero puedes quedarte en la mía —suspiró—. Ay, no sé ni por qué te digo esto, ya no me escuchas.

Mirna se las ingenió para colocar a Janet en su espalda y llevarla a la habitación, decorada sólo por una pintura en la cual se observaba un cielo amarillo, unos árboles amarillos, un lago amarillo y unas ranas también amarillas; todos los tonos de amarillo variaban ligeramente.

Colocó a Janet en la cama y la tapó. Era increíble pero seguía lloviendo. A Mirna le gustaba aunque desde su departamento no se escuchaba el sonido en el techo, sólo cuando las gotas de lluvia golpeaban los cristales de las ventanas. Se acercó a la única ventana de la habitación, que no tenía cortina, y contempló a una pareja que todavía iba camino a casa. Conocía a ambos muchachos porque eran sus vecinos.

Recordó lo que había sido de su vida en los años pasados. Había tenido un novio hacía cinco años y luego una novia hacía dos. Ya llevaba cuatro meses sin acción de ningún tipo… Y extrañaba tener a alguien. Se dirigió hacia la cama, se acostó a lado de Janet y se tapó con otro cobertor. Era algo incómodo, cierto, pero reconfortante en el fondo.

—Oye, Mirna —susurró Janet un poco dormida. Ni siquiera esperó a que la otra dijera algo—. Eres quien siempre quise que llegara a mi vida.

Mirna guardó silencio y apretó los ojos casi escondiéndose. Incluso contuvo la respiración para no arruinar el momento. Sin darse cuenta de cómo ocurría se durmió. Los sueños de esa noche se resumían en dos cosas: necesitaba urgentemente a una novia y había visto a Janet antes.

Cuando abrió los ojos, tuvo la certeza de que se había convertido en un fantasma, de que sabía que en su vida pasada había sido una cucaracha y de que Janet la había matado varias veces seguidas. Tal vez eso que decían algunos libros de que uno siempre se topa con las mismas personas sin importar la reencarnación era cierto. Tan cierto como que Janet seguía acostada.

—Princesa, despierta ya —murmuró con desenfado mientras le tocaba el brazo izquierdo a su compañera de departamento.

Janet abrió un solo ojo y vio el rostro de Mirna más feliz de lo usual.

miércoles, 9 de enero de 2013

Amarillo demencial: I

Llovía y Janet caminaba debajo de las gotas de agua. Llevaba ya veinte minutos así e incluso su ropa interior se había mojado. No lloraba pues no había una verdadera razón. Sólo caminaba sin saber a dónde llegaría. Estaba segura de que había pasado más de treinta calles y de que se había salido de su rango conocido. Y comenzaba a hacer frío.

De pronto, se sintió como una indigente. Volvió a observar la ropa que llevaba: unos jeans rotos en las rodillas y en una parte de las pantorrillas, una playera blanca que ya dejaba ver sus pezones, un suéter muy delgado y nada elegante abierto y un par de tenis viejos, los más cómodos que tenía.

En poco tiempo se detendría, se sentaría en el suelo, se acurrucaría y, lo peor, alguien le tiraría una moneda. Aunque, pensándolo bien, la moneda no le vendría nada mal ya que había gastado sus últimas reservas —diez pesos— en un agua pequeña y un pan. También comenzaba a tener hambre mas no sed, lo cual sería irónico con tanta agua alrededor.

Desde las ocho de la mañana se había convertido en una parte más de las calles. Eran las cuatro de la tarde y seguía en la misma condición. Tenía un apartamento olvidado y no usado pero las llaves estaban en la otra casa, en el mismo cajón en el cual había dejado su cartera con las dos tarjetas de débito.

Cansada de la caminata y del frío, se sentó debajo de un arbolito. No tenía ni la menor idea de si esa zona era segura pero no le importó. Vaya, cómo daba vueltas la vida. A los diecisiete años, se casó con el consentimiento de sus padres porque quedó embarazada. Mejor no hubiera cometido el error de atarse legalmente a ese hombre pues perdió al bebé.

Sintió una punzada en el lado derecho de la cabeza. Sus recuerdos se trasladaron a los veintiún años, cuando trató de divorciarse y su marido la golpeó tanto que le dislocó un hombro. En ese entonces, sus padres ya habían pasado a mejor vida, no sin antes comprarle un departamento para que se fuera a vivir sola.

Ya había abandonado la ilusión del divorcio pero había albergado la del escape. De preferencia quería morirse, que un coche la atropellara en pleno Insurgentes, tirarse de un puente peatonal en Periférico o, mejor, aventarse a las vías del metro Hidalgo en hora pico. Ni siquiera le alcanzaba para el boleto. Y aunque le alcanzara, no sabría cómo regresar.

La punzada se convirtió en dolor de cabeza. Intentó incorporarse pero le ganó el dolor. Esta vez sí, si alguien se dignaba a pasar por esas calles con todo y lluvia, recibiría una moneda como recompensa por su lamentable y patético estado. Se insultó y de nada sirvió porque seguía sin llorar. Vamos, no es tan difícil, se dijo sin regañarse demasiado.

Quería llorar para desahogarse y permitirse vivir libre de rencores. Cuando uno contiene el llanto, sólo logra aparecer frente al mundo con los ojos llorosos, la voz quebrada y los labios descompuestos en una mueca bastante extraña. Aun sabiendo todo eso, no podía obligarse siquiera a lagrimar.

Estornudó. Lo que le faltaba era enfermarse. Tocó su frente y le pareció tener fiebre. Desmayarse sería lo más cercano a estar muerta que le pasaría en ese día. No estaba del todo mal. Si es que sólo hay que verle el lado bueno a las cosas.

— ¿Te sientes mal? —dijo una voz bajita que parecía de hombre. Trató de observar a la persona pero sólo diferenció una gorra Converse y un rostro muy ambiguo.

— No realmente. Gracias —quiso añadir: vete de aquí.

— Te he estado observando durante los últimos… —consultó su reloj— diez minutos y creo que cada vez te pones peor. Hace ratito te vi hablando sola. Imagino que es el frío porque aunque cargo esta chamarra —Janet se fijó y era de ésas que no dejan pasar el agua— yo lo siento, entonces tú con ese suetercito y luego todo mojado, no sé, me dio pena por ti. Además eres joven.

Sí, lo que necesitaba ese hombre, esa mujer, o lo que fuera era guardar silencio. La estaba mareando un poco.

— Entonces, ¿tienes a dónde ir? De todas formas vivo sola y tú no te ves mala persona. Digo, por si pensabas que invito a cualquiera a casa. No, no, es que tú aparte me caíste bien. ¿Cuántos años tienes?

— Veintitrés.

— Qué bien, somos casi de la misma edad, yo voy a cumplirlos en dos días. Y ya me siento algo vieja. Pero, como te decía, ¿vienes?

Janet acabó asintiendo. Después de todo era mujer y vivía sola. ¿No eso había dicho? Se levantó con la ayuda de su salvadora.

— ¿Cómo te llamas? —preguntó Janet usando la segunda frase más larga del día.

— Mirna. ¿Y tú?

— Janet.

— Bien, bien, ya nos iremos conociendo mejor cuando lleguemos a casa, eh.

Empezó a caminar a su lado. Reflexionando un poco, no había visto a nadie pasar por ahí durante el tiempo que había estado sentada y tampoco había nadie cuando llegó, de eso se había asegurado. Descartó cualquier posibilidad extraña puesto que comenzaba a sentirse asustada y pensó que Mirna era un nombre demasiado clásico para un fantasma.