miércoles, 1 de mayo de 2013

La pecera azul: VII

A Raquel la había contratado la doctora Helena. Seguramente algo le había atraído de su persona independientemente del físico, pues ese día no se arregló demasiado para la entrevista. Llevaba ya varias semanas buscando empleo para salir del bache con sus estudios: salir de prácticas consumía dinero. Sin embargo, no había tenido mucho éxito.

Se arregló mucho cuando se presentó a trabajar el primer día. Le gustaba el ambiente que manejaba la doctora. Ella se lo explicaba como algo relacionado con su amable personalidad. Además, había comprado unos cotorros muy simpáticos que ella trataba de acariciar todas las tardes para que no se hicieran ariscos y sus futuros dueños estuvieran contentos.

Los que no le daban confianza eran los peces. Se sentía observada por muchos pares de ojos. A los que más vigilaba eran a las carpas. Su tamaño la desconcertaba y le daba deseos de aliñarlas para luego freírlas. Claro, si hacía eso, no se las comería; primero, porque no habría mucho de dónde agarrar y segundo porque le repudiaba la idea.

A veces, cuando salía temprano de la universidad, llegaba temprano para estar unos minutos más con la doctora. Ella le hablaba de lo bonito que era estudiar veterinaria, de cómo había sufrido al ver a los animales sufrir y de lo mucho que agradecía poder hacer algo por el mundo. Raquel la escuchaba con devoción: era su modelo a seguir.

Desgraciadamente, ahí estaba Samanta. La conoció un día que la doctora había salido a comprar el equipo de estética canina. No recordaba qué le había dicho pero no parecía muy feliz. Después se había ido corriendo. La vio aparecer en repetidas ocasiones, siempre del lado de los peces. Por lo general iba cuando estaba la doctora pero de vez en cuando llegaba cuando ya se había ido.

Entre ellas dos había algo especial. Ella, con su intuición de mujer y de lesbiana, lo presentía. Pero Samanta le mandaba señales confusas, así que dudaba un poco de la verdadera situación. Por eso, para asegurarse de que nada raro pasara, llegaba hasta con una hora de anticipación.

La doctora era tan buena y amable que le pagaba el tiempo que llegaba temprano. Asimismo, cuando se quedaba más tarde de lo normal porque la doctora salía tarde de su clase, le pagaba más. Eso no sólo alegraba a Raquel y le hacía confiar en la bondad del mundo, sino que aliviaba sus gastos diarios.

— Usted me gusta, doctora —pensó decirle cuando aclaró sus ideas, tres semanas después de estar trabajando en la tienda. Luego lo reflexionó y notó que no funcionaría porque seguramente la doctora preferiría a una mujer con experiencia y un buen trabajo.

Pospuso el plan de la confesión pero adelantó el siguiente paso. Un día, cuando llegó cuarenta minutos antes, se le acercó para darle el reglamentario beso de saludo y rozó sus labios discretamente, lo suficiente para que la doctora lo notara pero muy poco para que lo tomara como algo intencional.

Después corrió, sonriendo a adelantar sus tareas pues esa vez tenía mucho qué hacer de la escuela.

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