domingo, 19 de mayo de 2013

Ardor

Cuando había invitados en la casa, Selene siempre estaba bien vestida. Era de los pocos días del mes en los cuales llevaba un vestido azul, largo y con brillos, pulseras, argollas y collares de plata, una cinta en el cabello suelto y limpio, y un par de zapatos altos del mismo color que el vestido. A veces, cuando la ocasión era realmente especial, como la elección de un nuevo comisionado, su vestido y zapatos eran rojos.

En esos momentos se sentía diferente, capaz de llevar una vida alejada del dolor y de las lágrimas, de la suciedad y de la inmundicia, de la mala comida y de la ropa vieja. Pero cuando la fiesta llegaba a su fin, todo volvía a la normalidad, aunque no antes de pasar por las formalidades: limpiar, dejar su traje de fiesta en una gran habitación con mucha ropa y regresar a un pequeño cuarto que compartía con Anastasia.

Luego venían las noches de sexo. Siempre deseaba que su turno nunca llegara, que el amo, como le decían al hombre que las esclavizaba, se cansara de fornicar o se durmiera, pero sus deseos nunca se cumplían e inevitablemente terminaba con un pene adentro. No le gustaba para nada. Había días en los que incluso le dolía y lloraba rogándole al amo que la dejara en paz. Sólo ganaba golpes en la cara.

Selene era una esclava sexual. Sus padres la habían vendido hacía cuatro años porque necesitaban dinero y las cabras aún no estaban listas. Ella lo había aceptado, así funcionaba, era una especie de ley para los pobres. Antes de pagar, la habían examinado, desnudándola primero y tocándole todo después, incluso le abrieron los labios vaginales para asegurar su virginidad. El precio por las vírgenes era mayor.

Al final, escuchó la cantidad de dinero que habían pagado por su sacrificio y rompió en llanto. No era lo que le habían dicho que pagaban por las vírgenes ni cubría todas las injurias que sufriría. Sus padres seguirían siendo pobres y pasando hambre hasta que se animaran a vender a sus otras tres hermanas y tal vez mandar a su hermano a la guerra para que el gobierno les diera una cantidad mensual.

Lo primero que vio cuando llegó a la mansión del amo fue a otras cinco mujeres, un poco mayores que ella. El lacayo que la había ido a recoger la dejó en manos de una de las mujeres y ésta la condujo a su nueva habitación: un cuarto pequeño con dos camas individuales completamente de madera. Tenía disponibles dos vestidos, uno para los quehaceres del día, algo sucio, y otro para los eventos sexuales de la noche.

La joven se presentó: era Anastasia. Sus historias eran parecidas pero la diferencia principal radicaba en que a Anastasia la había vendido su marido porque ya no le parecía lo suficientemente atractiva. Según su amiga, el dinero que le ofrecieron había sido lo menos importante, el objetivo era deshacerse de ella. Y Selene sintió que no era la única que sufría.

Esa misma noche, el amo la llamó para el primer turno. Se aseó, se colocó su vestido de noche y se dirigió hacia la habitación de su dueño. Era un hombre alto, delgado pero con una pequeña barriga, y con una máscara en la cara. Le pareció ridículo el asunto de la máscara pues ellas nunca saldrían de esa mansión, así que no podrían acusarlo con la autoridad de algún país en el cual la esclavitud estuviera abolida, si es que eso existía.

El amo no le dio tiempo de seguir analizando las ironías de la situación, se fue encima de ella como animal atraído por una hembra en celo. En un abrir y cerras de ojos, le quitó el vestido y, como no estaba permitido utilizar ropa interior, quedó a expensas del hombre. Selene no lloró, no mostró dolor en el momento de la penetración ni incomodidad cuando se movió en su interior ni siquiera asco cuando el semen la inundó.

El proceso se repitió múltiples veces, hasta que Selene, por primera vez en su joven existencia, sintió un incómodo y doloroso ardor en el interior y exterior de su sexo. Posteriormente, esa situación se haría recurrente e incluso llegaría a agradecerla pues Anastasia le brindaba cuidados reconfortantes que Selene relacionaría con el amor por el resto de su vida.

Entonces ese día pensó que era mejor reservarse la humillación. Y qué bueno que lo hizo pues lloró libremente cuando dos mujeres mayores la llevaron a un baño lleno de azulejos y le enseñaron a hacerse lavados vaginales para evitar accidentes y mantener la higiene. Lloró por el dolor que sentía, por el asco, por lo denigrante de la situación, por saberse lejos de un esposo bueno que la amara y tratara bien aunque fueran pobres…
Y lloró hasta que llegó a su cuarto y vio los ojos de Anastasia sintiéndose mejor al verla llegar; siguió llorando incluso durante la eternidad en la cual su compañera de habitación se fue a cumplir con sus deberes de esclava. Sólo se calmó cuando ella regresó, se acurrucó a su lado y le agarró la mano tan fuerte que Selene tuvo que soltarse para quitarse el calambre.

Era como un “te entiendo y te apoyo”. Era un “soy tu amiga”. Era incluso un “no llores ya, que se me parte el corazón”. Sin saber bien qué hacía, la abrazó, la abrazó con muchas ganas, queriendo un cuerpo ajeno. Ésa había sido la primera vez que le había gustado Anastasia como algo diferente y también la primera vez que su corazón había latido con verdadero entusiasmo.

Anastasia había después tocado su sexo con infinita ternura y la había besado en la boca. Luego de muchos besos, caricias y roces, Selene conoció lo que era placer. Anastasia fue la primera en todo para ella. Muchos años más tarde, cuando Anastasia era ya sólo un hermoso recuerdo en su mente, seguiría recordando la manera en que uno de sus dedos se había deshecho del ardor que tenía.

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