sábado, 11 de mayo de 2013

La pecera azul: IX

Desde pequeña, le habían diagnosticado un déficit de atención severo. Decir que a sus padres le había preocupado sería mentir. La siguieron mandando a la misma escuela y nunca asistió a terapia.

Milagrosamente, su problema no le afectó en las calificaciones. Aunque en clase nunca sabía de qué se hablaba, tenía la capacidad de estudiar por su cuenta y le iba bien porque su cerebro mandaba al sótano lo que ya no ocupaba.

Por eso se hizo de una carrera en letras hispanas y luego una en letras inglesas. En su opinión, eran las más fáciles pues sólo requerían horas de dedicación. Gracias a esos estudios, consiguió un trabajo decente en una editorial, justamente como editora. Muchas veces pensó en ser escritora pero, viendo a sus “clientes” se le quitaban las ganas.

Recordaba haber tenido, hace no tanto, a una chica bajo su jurisdicción. La editorial había puesto la mira en ella porque era la ganadora nacional del concurso de escritura de preparatorias. Era de Querétaro, así que tuvo que transportarse. Le sorprendió mucho encontrarse con una niña de dieciséis años.

— ¿Y qué escribes? —le había preguntado cuando comenzaron a hablar del asunto, de los precios y de los compromisos.

— Historias entre mujeres.

Samanta había parpadeado varias veces. No dijo “historias de mujeres”, como en el caso de Mastretta, ni “historias con mujeres”, como en muchos otros casos. No, era “entre” y esa preposición la inquietaba mucho.

— ¿Puedo ver algo de que escribes? —dijo por fin.

La jovencita le extendió unas hojas de libreta escritas a lápiz. Se veían sucias pero legibles. Y comenzó a leer cada palabra del no tan breve escrito. La historia era de una joven que se enamoraba de su cuñada. Hacía todo lo posible por estar con ella y, al ver la imposibilidad de la situación, tomaba muchas píldoras para dormir con el fin de mitigar su dolor.

Nunca especificaba qué pasaba con la protagonista pero Samanta sintió deseos de llorar. Era la situación la que la ponía en ese estado. Se imaginaba un amor no correspondido pero sin la más mínima resignación.

— Tengo historias más alegres, con finales felices y todo —le comentó al ver su rostro.

Después descubrió que no era cierto. De una o de otra forma, a algún personaje le pasaba algo, aunque fuera sólo sufrimiento emocional. Se volvió adicta a coleccionar las historias. Como editora, además, le tocaba un ejemplar gratis y ella lo agradecía mucho.

También se dio cuenta de que la joven escritora se sentía atraída por ella. En ese entonces, recién cumplía los 23 años. Aun así, se sintió pedófila.

— Me siento mal haciendo esto —le expresó una vez mientras la menor le daba un beso con muchas implicaciones sexuales.

Mandaron a otra editora a Querétaro. Samanta estaba reservada para las nuevas adquisiciones y había un objetivo potencial. No se molestó en despedirse de la joven de la cual nunca había preguntado el nombre. Sólo recordaba el seudónimo, grabado con letras doradas en los ejemplares que aún guardaba.

Ése fue el primer amor lésbico de Samanta. Lo recordó un día cuando Helena le contaba la historia homosexual de Raquel y Samanta reaccionaba ante el impulso más estúpido de su vida.

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