domingo, 5 de mayo de 2013

Las galletas de Melody

Ésa era la primera vez que lo hacía aunque, desde luego, no sería la última. Ni siquiera sabía cómo le había llegado el impulso de decirle a esa pequeña que le compraría todas las galletas si... bueno, si le hacía unos pequeños favores. Y no eran nada relacionado con tirar la basura por las noches, cortar el césped del jardín frontal o quitar la nieve de la entrada cuando hubiese. Nada de eso.

Le daba incluso culpa, remordimiento. Por eso casi no podía concentrarse en lo que la niña le decía en esos momentos. Era algo sobre que quería vender las galletas para ganar la bicicleta. Recordó que cuando era pequeña, su mamá se había negado rotundamente a dejarla participar en tal estupidez tan norteamericana.

— ¿Cuántos años me dijiste que tenías? —le preguntó sin importarle haber cortado su narración acerca de lo magnífico que sería para ella pasear por las calles montada en la bici rosa y lo genial que sería ver las lágrimas en los ojos de Samantha Robertson y, aún mejor, de Kathy Schwarz.

— Siete —dijo en un murmullo casi ofendido.

Contrario a todo lo que esperaba Sandra, Melody no siguió hablando de sus compañeritas de clase. Le pareció que el ambiente se tornaba tenso. ¿Era acaso el momento ideal para comenzar a cobrar las galletas? Observó a la niña, notó que llevaba un vestido azul con flores amarillas y zapatitos negros, que su cabello estaba recogido en una cola de caballo y que sus ojos eran verdes.

Suspiró. Se sentía sucia por lo que iba a hacer. Le gustaba. La diferencia de edad era enorme, más de 20 años. Recordaba haber repudiado a los padrastros que violaban a sus nuevos hijos entrando furtivamente a sus habitaciones, aprovechándose. De cierta forma, ella estaba haciendo lo mismo, y lo que más le causaba pena era que ya lo estaba disfrutando.

— Melody, ¿recuerdas lo que te dije de las galletas? —esperó a que asintiera— Bien, pues son muy buenas, eh. ¿Recuerdas también lo que dijiste que harías a cambio de que te comprara todas las galletas que trajeras? —de nuevo, la niña asintió— Pues es momento de… que me ayudes.

Se levantó del sofá, dirigiéndose hacia el sillón de enfrente, tomó a la niña de la mano y la hizo subir a la habitación de visitas. No pensaba hacerlo en la suya, se sentiría mal por años. Una vez arriba, se concentró en el plan mental ya trazado con ansiedad durante las dos noches anteriores.

— Quítate el vestido, Melody.

La niña obedeció con la mirada baja. Lo hizo lentamente, permitiéndole a Sandra disfrutar el momento. Quedó sólo en unos calzoncitos rosas que tenían un patito amarillo en el frente. Como era de esperarse, aún no tenía desarrollados los senos y, por algo que Sandra no pudo explicarse de momento, eso le agradó mucho, tanto que incluso sintió una incómoda humedad entre sus piernas.

— Ahora la ropa interior, amor.

Creyó que Melody se sonrojaría pero no fue así. Al parecer, se había trazado una meta establecida y nada le haría retroceder. Sandra recordaba perfectamente esa sensación de perseverancia y tenacidad. Como cuando a los ocho años entró al jardín de Miss Rogers, en la noche, para buscar una muñeca que su hermana había tirado; tenía un miedo atroz pero se repitió infinitas veces que era su muñeca favorita y que por nada del mundo la perdería.

El pubis de la niña que ahora estaba prisionera en su casa era como lo que recordaba de ella misma: liso y terso, como comprobó poco después al tocarla. No notó el momento en el cual se había acercado, sólo tuvo la sensación en sus dedos y la hermosa, hermosísima seguridad, de que iba a romper el himen de ese espécimen. Todo pensamiento de culpa o vergüenza desapareció. También desapareció el rostro de la niña, con los ojos cerrados y la boca apretada.

Sandra se concentró en tocar las tetillas de la niña, una y otra vez. Después bajó nuevamente a la zona pélvica. Sin esfuerzo, la acostó sobre la cama con las piernas colgando para una mejor visión y porque, según un libro sobre la desfloración, ésa era la posición más cómoda al quitar una virginidad. Sus dedos abrieron los pequeños labios de la niña y aspiró un olor que le recordó las frutas verdes.

Decidió que eso de los preparativos no tendría sentido pues estaba satisfaciendo un mero deseo carnal y no haciendo el amor, además de que la niña no lubricaría. Entonces, mientras con una mano abría lo más que podía los labios, un dedo de la otra mano se colaba no tan disimuladamente por el orificio vaginal. La penetración ocurrió tan rápido que el obstáculo mínimo del himen quedó cubierto en cuestión de segundos.

Con placer, extrajo el dedo del orificio ajeno. Observó el instrumento de desfloramiento: tenía una leve tintura de sangre. Lo lamió. Luego se detuvo a ver a Melody, que lloraba levemente, apretando mucho los ojos y las manos. Sandra sonrió.

— Vamos, no llores. Te enseñaré un juego.

Tuvo que esperar más de 10 minutos a que la pequeña se calmara. Cuando lo hizo, Sandra se quitó el pantalón, la ropa interior, y le enseñó a Melody a chuparle la vagina. Parecía una maestra de nivel básico enseñando a un niño a atarse los cordones. Al final, lo que le provocó un intenso orgasmo fue el hecho de tener a alguien tan joven en medio de sus piernas y la sensación de poder inherente a la situación.

Aturdida aún por el caudal de goce, comenzó a vestir a su ayudante. No le había quitado los zapatos, así que fue una tarea sencilla. Incluso volvió a amarrarle la cola de caballo. Sadra también se puso la ropa que le faltaba. Bajaron a la sala nuevamente. La niña se forzaba a no llorar y eso le agradaba a la mayor pues volvía a sentir remordimiento aunque con una intensidad considerablemente menor. Calculó que para el día siguiente ya no sentiría nada.

— Entonces vienes mañana, ¿no? —Melody movió la cabeza afirmativamente— De acuerdo, trae cuantas galletas gustes.

La llevó a la puerta de su casa y la observó irse caminando por la acera sobre la cual unos perros salían de paseo con sus dueños.

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