miércoles, 29 de mayo de 2013

El instinto de supervivencia

Adela era joven cuando se volvió vampiro. En edad física, tenía 15 años. Había tenido la oportunidad de desarrollar senos pequeños y un trasero respingado, de convertir su expresión infantil en una de adolescente y de probar el amor humano una vez. Sin embargo, nunca se había enterado de lo que era tener sexo.

A pesar de que la curiosidad la había abrumado por aproximadamente cien años, nunca había logrado intimar con nadie. Por una parte, porque su cuerpo ya no era capaz de empujarla hacia esas pasiones y, por otra, porque en todo su tiempo de vida no había confiado lo suficiente en nadie, ya fuese humano o vampiro.

Durante una temporada incluso seducía sexualmente a sus víctimas. Mas cuando se encontraban en el hotel, su deseo de alimentarse era más poderoso. Así que concluyó que beber sangre era el equivalente del sexo humano. Cuando lo hacía, todos sus músculos se contraían, víctimas de un placer indescriptible, como seguramente le ocurría a una mujer durante un intenso orgasmo.

Pero cuando esa necedad —como la llamaba años después— pasó, no volvió a sentir nada más. Adela por eso nunca se había enamorado, ni siquiera de esa manera etérea y entregada que acostumbran los vampiros. Tampoco había convertido a nadie para vencer la soledad, ni se había atrevido a acercarse demasiado a cualquier ser vivo.

Entonces llegó Cristina. Durante su inmortalidad, no había tenido la oportunidad de acercarse a los licántropos. Ambas razas mantenían sus distancias, así que era muy raro que se encontraran. Pero esa noche salió a una zona de la ciudad que no le pertenecía a nadie, arriesgándose a un ataque. Y la sintió. Porque eso no fue ver, fue percibir esa complejidad de ser.

Fue ponerse alerta para que no la descubriera, evitar cada movimiento involuntario que pudiera alertar el agudo oído de la licántropo. Fue espiarla mientras ella comía, no completamente convertida, a una mujer. Fue sentirse fascinada por la soltura, la facilidad con la que desgarraba la carne… y se dijo que eso debía ser su máximo placer.

Estuvo así, parada en la oscuridad observando hasta que la loba terminó su cena, dejando la cabeza intacta, varios huesos y una mezcla de carne con sangre. Adela incluso sintió deseo, ganas de tener a esa mujer lobo que ya era, de nuevo, casi humana. Estando así de concentrada, no notó que se le acercaba peligrosamente, alerta, con las orejas en alto y la cola tensa.

Sólo tomó consciencia del acto cuando estuvieron de frente, lo suficientemente cerca como para que la vampiresa pudiese sentir el aroma de la sangre e inquietarse. Y en medio de su inquietud también notó que ese ser le atraía más que todo lo que había conocido con anterioridad, que no le daba miedo, que le parecía interesante.

— ¿Qué haces ahí? ¿Vienes por pelea? —más que preguntas, parecieron reclamos. Aun así su voz era relajada, suave, tal vez por el efecto de la comida. No había tenido la delicadeza de limpiarse y sus manos y rostro estaban manchados de sangre.

Adela se quedó callada, aprisionada por la fascinación, sin haber siquiera terminado de procesar las preguntas, fijándose principalmente en su modulación, en su voz grave y profunda. Por fin, cuando la otra dio un paso más, su instinto de supervivencia, entrenado por siglos, hizo gala de aparición:

— No. Paseaba —su voz era fría, serena, sin inquietudes, sin ninguna entonación particular.

— Me parece que estabas demasiado concentrada en mí. Pude oírte cuando llegaste pero… preferí la merienda, o se enfriaría —comenzó a lamer sus dedos, limpiándolos. Sus orejas, aún atentas, se movían con rapidez. Su cola parecía haberse relajado.

La vampiresa no supo qué responder. No estuvo segura de si sus palabras eran amenazas, provocaciones, comentarios al aire. Así que se quedó callada, mirando cómo se acicalaba, pensando lo bien que se veía. No le calculaba más de veinte años.

— ¿Tienes hambre? Aún queda sangre —declaró de repente, echando una rápida mirada a los restos de su víctima.

— No como sobras, gracias.

— Te ves muy joven, ¿hace mucho que eres un vampiro?

Adela sintió que a ella podría contarle incluso cómo matarla. Así que, sin poder evitarlo, le dijo todo lo que recordaba de su vida, desde su niñez hasta la actualidad. Para cuando terminó, la noche ya casi llegaba a su fin. Increíblemente, el “debo irme” no llegó a su mente. No le dio miedo morir si podía ver a esa mujer por unos minutos más.

— Yo soy Cristina, y no es momento de contarte nada. Sólo te diré que eres mucho más vieja que yo, sin ofender —rió levemente, observándola desde todos los ángulos posibles—. Vete, vete porque va a salir el sol y porque mis compañeros ya vienen. Ellos no son como yo, ¿sabes?

La vampiresa parecía haber agotado su voluntad. Se sentó allí mismo, sobre el pasto frío de la madrugada, esperando, cansada. Cristina se acercó con rapidez, convirtiendo algunas partes de su cuerpo para ello, y le dio un zarpazo en el estómago. El instinto de Adela de nuevo apareció. Se levantó, propinándole un golpe a la loba, quien cayó al suelo herida, con un sollozo.

Luego se fue lo más rápido que le fue posible, poniendo sus manos en la herida. Sanaría, sí, y no tardaría mucho en hacerlo, pero estaba enojada. Llegó a sus aposentos cuando el sol estaba demasiado cerca de salir. Dormía sobre una cama, en un sótano cuya existencia nadie conocía. Así que se recostó, sumergida en la oscuridad y cerró los ojos, aún pensando en las formas de Cristina.

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