lunes, 1 de abril de 2013

La princesa mentirosa



Desde que Tatanga la había secuestrado, estaba confundida. La mayoría de sus recuerdos  estaban esparcidos en su mente y ella tenía que hacer un gran esfuerzo de concentración para recuperarlos; con suerte, cuando encontraba algo que los despertaba, los recuerdos salían disparados sin que ella lo quisiera, como cuando estaba viendo una flor amarilla y el recuerdo del broche que le heredó su madre, ahora perdido en algún recóndito lugar del universo, se presentó ante sus ojos como si en ese momento la reina de Sarasaland se lo estuviera entregando.

Algo parecido le ocurrió cuando se le ocurrió mirar a la princesa de Toadstool, una joven de ojos color azul y cabello rubio. Sólo que en esa ocasión el recuerdo era tan antiguo que no tenía conciencia de haberlo vivido, por eso cuando pasó frente a sus ojos estuvo a punto de desmayarse.

La bebé que la miraba era rubia y tenía ojos color azul, llevaba puesto una traje color rosa con short abombado; a pesar de su corta edad, llevaba una corona dorada sobre la cabeza y la miraba con aire de superioridad. Tenía una sonaja color naranja en la mano: era su sonaja. Daisy se reconoció a sí misma como una bebé tonta y llorona, pero no reconoció el lugar.

Ahora el recuerdo de que había llorado por su sonaja le parecía ridículo, pero en el recuerdo, su yo pasado no dejaba de llorar.

— Rubia y de ojos azules —se repetía, para no volver a olvidarlo. Era un recuerdo algo bochornoso; el rostro de la bebé que se había aprovechado de su buena fe y le había robado el único juguete que recordaba… o que le habían ayudado a recordar, porque desde su regreso a Sarasaland los reyes no dejaban de contarle la historia su vida.


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— ¿Qué me hizo Tatanga? —le preguntó a su salvador, éste había mirado la punta de sus botas y se negó por un momento a contestar la pregunta. Al ver su reacción, la princesa Daisy se indignó completamente.

— No malinterpretes la pregunta tonto, quiero saber por qué no recuerdo nada en concreto. 

— No lo sé. A decir verdad, cuando te encontré, estabas igual que como estás ahora.

“No se puede esperar mucho de un plomero” pensó Daisy. Luego se arrepintió; después de todo, Mario Bros había ido a rescatarla y no se había rendido hasta lograrlo, a pesar de los peligros y de no tener una razón específica para ayudarla.

— Discúlpame, es sólo que todo esto me desespera un poco y yo de por sí no tengo mucha paciencia.

— Si no estás muy ocupada, podrías venir a una fiesta, es una fiesta de la realeza —aclaró rápidamente— en el reino de Toadstool, te servirá para distraerte.

La princesa Daisy lo miró como miraría a un pez que hubiera saltado del lago que tenían enfrente y le hubiera pedido que se casara con él.

— No conmigo —aclaró de nuevo—, vendrías con mi hermano, su nombre es Luigi.

— Claro — respondió dándose la vuelta. Malhumorada, se dijo a si misma que si hubiera sabido que el precio de ser rescatada era salir con un hombre que llevaba la letra inicial de su nombre en el sombrero que usaba, ella hubiera respondido que no y se hubiera quedado con el extraterrestre Tatanga.

— ¡Pasaremos por ti esta noche! —el plomero suspiró aliviado, Luigi le debía un favor que no alcanzaría a pagarle en toda su vida.

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Se preguntó por qué todos los castillos se parecían de forma tan obvia: muros grises, torres enormes, cilíndricas, fachadas color rojo, enormes ventanales con el escudo de la familia real. Luigi Bros le ofreció su brazo para sostenerse al bajar del carruaje; admitió que su aspecto mejoraba mucho cuando usaba traje en vez de overol.

Todo era igual al entrar: alfombras rojas, un pasillo extenso, filas y filas de escaleras y un salón enorme donde la gente se congregaba a charlar. Daisy se acercó a saludar cortésmente a los reyes de Toastool y observó a la princesa; el recuerdo de su sonaja salió disparado, se mareó un poco; la princesa Peach la miraba de una forma extraña, al principio pensó que era su imaginación pero después de dos horas de mirarla de reojo y ver la insistencia con que la observaba, comenzó a marearse de nuevo.

Salió al pasillo y esperó a que los pasos sonaran tras de ella.

— Disculpa, sé que tengo cambios de humor muy bruscos.

— ¿Te sientes bien? —la voz era de la princesa Peach y no de Luigi, como ella había esperado.

— Sí.

Un incomodo silencio las envolvió de pronto y la princesa Peach comenzó a jugar con sus guantes, como su dama de compañía le había señalado que nunca debía hacer. Miró a la princesa Daisy: el emblema que llevaba en el pecho le despertaba una extraña curiosidad; por desgracia, nadie le había dicho que la curiosidad algunas veces hacía daño. Se decidió a seguir hablando.

— Creerás que es tonto, pero siento que ya te conocía, tus rasgos me parecen familiares…

— En eso de los recuerdos estoy un poco mal ahora, pero si mencionas el lugar quizá lo recuerde.

— No creo que sea reciente, es más, mucho más antiguo. No te recuerdo como ahora eres, eras más pequeña, eras… éramos niñas, pero tu rostro se parece mucho al de mi amiga, una amiga que tuve hace muchos años, en la guardería; no tendría este atrevimiento si no estuviera segura, pero es obvio que eras tú: cabello castaño y ojos color verde. Además, en ese entonces, tu traje ya tenía el símbolo de la margarita que ahora traes puesto, pero no sabía que era el escudo del reino de Sarasaland. ¿Me recuerdas?

— Sí —la razón y la lógica hicieron más claro su recuerdo—, sí, ya recuerdo —la princesa mentirosa que tenía enfrente le incordiaba con la forma en que jugaba quitándose y poniéndose los guantes, retorciéndolos—, pero no eras mi amiga…

La princesa rubia que tenía enfrente encajaba perfectamente en sus recuerdos. Se sorprendió de no haberlo notado horas antes, pero todo era igual: los labios rosados, los ojos, el color de cabello… su cuerpo era lo único que había cambiado, lo cual era obvio porque los bebés crecen.

— No. No eras mi amiga. ¿Sabes? Yo te recuerdo más abusiva. ¿Dime cuántos años tienes? ¿Uno o dos más que yo? Porque ya no soy una bebé y estoy algo aburrida de que se aprovechen de mí.

Peach no entendía nada de lo que la otra decía; además, su mirada malhumorada y su voz  la ponían nerviosa. Cuando Mario le aviso que la princesa de Sarasaland vendría a la fiesta, no se le ocurrió pensar que sería tan extraña.

— ¿Aún la tienes? —exigió saber.

— No sé a qué te refieres… —en qué buen lío la había metido Mario, ella debía portarse bien con él porque era lo correcto, la había rescatado del malvado Bowser y no había pedido nada a cambio, pero según ella eso no venía en el contrato.

— No me interesa dónde dejaste la sonaja, pero si me gustaría saber dónde dejaste la mirada de superioridad, bebé Peach.

Peach meneó la cabeza de un lado a otro, paralizada por la sorpresa. De pronto, todo adquirió un tono cómico, como si sus recuerdos fuesen ahora rojos y viera a una princesa Peach bebé quitándole un juguete a una princesa Daisy también bebé. Comenzó a reír despacio, con tranquilidad.

— ¿Ahora qué?

Mas no la dejó responder. Se colocó rápidamente frente a ella y le dio un beso. Posó una mano en la cintura de la princesa rubia y con la otra le sujetó ambas manos. En ese momento Peach estaba aturdida. Nunca se había imaginado besando a nadie así, ni siquiera a su salvador. Daisy introdujo su lengua en la boca de su compañera y la atrajo más hacia su cuerpo.

— Te enseñaré a no aprovecharte de los más pequeños —murmuró Daisy mientras llevaba a Peach a un cuarto más o menos solitario. Su conocimiento sobre castillos le había servido para que nadie las viera. Y, aunque alguien hubiese sido testigo, dos chicas sólo pueden estar a solas para retocarse el maquillaje, especialmente si son princesas.

Daisy tuvo tanta suerte que en el cuarto incluso había una cama. Con una pericia que en realidad no tenía, la tiró a la cama y le quitó el vestido. Peach pensó que después de eso tendría que cambiarse de ropa y, seguramente, volverse a peinar. La princesa mentirosa cerró los ojos y se dejó hacer. Después de todo, eso le enseñaría a no aprovecharse de los más pequeños.

Daisy no sabía muy bien qué hacer, así que metió su mano bajo las bragas de Peach, sin cuidado, salvajemente. Llevaba las uñas largas pero no le preocupó. Cuando notó lo que pasaba, dos de sus dedos estaban dentro de la vagina de Peach y se movían rítmicamente, entrando y saliendo. Peach suspiraba y se lamía los labios pero ningún ruido surgía de su boca.

Introdujo otro dedo. Peach abrió un ojo y estiró sus manos hacia la princesa de Sarasaland. Daisy tomó una de sus manos desnudas, Peach había perdido sus guantes. No le entretenía en lo más mínimo. Sacó sus dedos del cálido interior, se acomodó los guantes y salió de la habitación.

Peach no se levantó. Permaneció acostada con las piernas un poco abiertas, las bragas casi en su lugar. Su vestido se quedó en el suelo y no tuvo ganas de pensar en el desastre de su cabello. Veinte minutos después, era una buena anfitriona de nuevo.

— ¿Todo bien? —preguntó Luigi al ver a Daisy pensativa.

— Claro —sonrió sin pensar mucho en la persona con quien estaba hablando.

— Te traje una copa.

— Gracias —respondió tomándola. Mientras charlaba con Luigi, vio a Peach caminar elegantemente hacia Mario. Por un segundo, se descubrieron mirándose y por sus rostros sólo pasó la vaga sonrisa de un recuerdo vengado.




Fandom: El universo de Mario
Pareja: DaisyxPeach
En colaboración con una tal May.

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