viernes, 19 de abril de 2013

La pecera azul: II

El agua de su pecera era azul porque le habían dicho que el azul de metileno era bueno para que sus peces no se enfermaran. Tampoco era como si tuviera muchos, no, pero no había necesidad de comenzar a contar bajas. Al final, había cedido a comprar dos bettas aunque los había separado: uno a cada extremo de su gran pecera dentro de un contenedor no tan pequeño.

Aún así, se había obsesionado un poco… con los peces o con Helena, algo así. No le daba mucha importancia porque así era ella, siempre pensando todo a último momento. Iba a hacer otra visita esa semana, un miércoles para tener un poco de suerte. Se llevaría unos peces dorados y un café americano en buena compañía.

No tuvo tiempo de prestar demasiada atención a su postergada visita pues el trabajo la mantenía ocupada. Así que el miércoles, al entrar, corrió a comprar anti-cloro, más azul de metileno, diferentes marcas de alimentos y vitaminas en gota. Helena se le acercó creyéndola loca.

— ¿El fin del mundo y llevas lo necesario para tus peces?

Samanta tuvo ganas de reír pero era un asunto muy serio.

— Hace rato estuve en internet y estos animales requieren muchos cuidados, ¿sabes?

— Sí, trabajo en este lugar.

Volteó alrededor como no recordándolo. Cierto. Según la poca información que había podido obtener de Helena, era veterinaria. Se había especializado en peces pero, a grandes rasgos, sabía un poco de perros y gatos. Trabajaba allí por las mañanas como parte de un servicio auto-impuesto para compartir con el mundo algo de lo que había logrado aprender.

— Claro —murmuró por fin—. Oye, quiero más animalitos. Peces, digo —añadió con rapidez.

— Tú elige y yo te los doy —sonrió.

Conforme sus visitas se hacían más largas (aunque en realidad llevaba sólo tres), Helena le parecía más atractiva. La impresión básica persistía: bajita y regordeta. Sin embargo, los detalles empezaban a tomar forma y a grabarse en su mente: ojos oscuros, morena clara, unos cuantos putos negros en la zona T pero sin imperfecciones en el resto del cutis y poco maquillaje, sólo sombras.

Además, empezaba a cuestionar muchas cosas, como su edad. Según Samanta, tenían una parecida, unos veintiséis años, más o menos dos. Los suficientes años para vivir independientemente y tener un ingreso fijo.

— También quiero un gato aunque las caricaturas digan que no se llevan bien con los peces —se oyó decir de pronto.

— Tengo gatos. Cuando preñen a la hembra, te daré uno —le guiñó el ojo.

— Genial.

Le pareció incómodo —para Helena, no para ella— seguir allí sin elegir nada. Por ello comenzó a examinar a los animalitos que, por si eso le faltara, parecían esconderse. Finalmente se decidió: además de los peces dorados, llevaría dos carpas. Todos podrían convivir pacíficamente.

— No tendrán problemas, ¿verdad?

— Nada de eso —le aseguró.

Hábilmente, Helena los sacó de su ya antiguo hogar con una red bastante amplia, empezando por los peces dorados y avanzando después hacia la pecera de las carpas. Los colocó en bolsas separadas y se los dio a Samanta. Cuando ésta pagó, saludó con la mano a su veterinaria favorita y se encaminó a casa. Planeaba ya un regreso inesperado…

Sintió que le tocaban el hombro pero apenas y pudo girar por todo lo que llevaba (tanto peces como accesorios). Escuchó, no vio.

— Te invito a tomar algo —dijo algo cansada, como si correr dos metros hubiera sido una actividad muy difícil.

Samanta no puedo evitar sonreír. Había olvidado el café americano.

— ¿Ya mismo?

— Mi turno acaba en veinte minutos. Hoy llegaste tarde.

Rió. Sí, se había despertado unas horas después de lo habitual y había retrasado su cita con los peces.

— Sólo que deberás acompañarme a casa a dejar a estos animalitos. Voy a dejarlos al coche y paso por usted —desde luego, ese repentino “usted” correspondía a una muestra de gallardía—. ¿No trabajas también en la tarde?

— Doy clases y mis alumnos tienen hoy el día libre.

— Vaya, ojalá hubieses sido tú mi profesora —y, sin siquiera notarlo, la miró con picardía—. Ya regreso.

Mientras Samanta se encaminaba hacia su automóvil, Helena pensó que había elegido el día correcto para mandar a sus alumnos a un congreso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario