domingo, 21 de abril de 2013

La pecera azul: III

También había comprado plantas, de las especiales para peces de agua dulce, no cualquier planta. A pesar de tener mala mano para cualquier cosa verde y fotosintética, éstas seguían vivas y de buena gana, así se lo hizo saber a Helena mientras tomaban limonada y té de canela en un pequeño restaurante cercano al trabajo de de la veterinaria.

Helena escuchaba su charla animadamente, sonriendo cada que la oportunidad se lo permitía. Por alguna extraña razón, quería mostrar sus perfectos dientes, obra de una costosa y dolorosa ortodoncia de cinco años. También parecía querer mostrar su nuevo labial de Revlon, comprado en preventa exclusiva y que justificaba su precio con un curioso color durazno. Hacía rato que los panecillos, tipo rollos de canela, que habían pedido yacían sobre la mesa, dentro de una canasta, mirándolas con enfado por no darles sus fin ultimo. Sí, ¿qué se creían esas dos, mirándose como perritos con ganas de jugar? ¿Eran tan buenas como para no comerlos?

Sin querer, dejaron de hablar de peces y centraron su conversación en temas más personales. Samanta contó que tenía 28 años, un piso en la colonia Roma comprado a base de carencias, un trabajo en una editorial y ningún novio. A escuchar esto último, Helena rió un poco.

— ¿No tienes novio a tu edad?

La pregunta era casi una burla. Parecía estar llamándola vieja.

— ¿Pues cuantos años tienes?

— Veintiséis, genio.

Helena comenzó a hablar. A sus 26 años, tenía ya una plaza en la UNAM, sí, en C. U., en la facultad de veterinaria, una casa construida con su esfuerzo cerca del pedregal, un par de gatos y cuatro perros.

— ¿Y tu novio? —preguntó Samanta, aún ligeramente ofendida.

—Ya me aburrí de esas cosas —respondió tomando un poco de su té de canela.

— Ah. ¿Y sí has tenido muchos?

— La verdad es que no, ¿quién quería andar conmigo? Digo, las gordas no tenemos sex appeal.

Samanta la observó con detenimiento. No era precisamente gorda, le sobraban unos dos o tres kilos. Si se veía pasada de peso era por su estatura, no más de un metro cincuenta y cinco centímetros. Su rostro era atractivo, bastante: facciones finas, labios besables, ojos pequeños y almendrados, nariz sin imperfecciones. Y su cabello se ondulaba naturalmente…

— ¿Tu ondulado es natural?

Helena la observó un rato antes de procesar la pregunta. “Mi ondulado es natural”, repitió mentalmente llevándose una mano al cabello, sin notarlo.

— Sí —murmuró por fin, después de un esfuerzo mental.

Samanta volvió a retomar sus cavilaciones. Su cabello se ondulaba naturalmente a media espalda con un tono negro azabache, tal vez teñido. Esta vez, reprimió su impulso y se quedó callada. Mientras tanto, Helena se preguntaba qué pasaba por la mente de esa mujer.

— Eres bonita —sentenció Samanta—. Mucho. Deberías tener más éxito. Pero no es tu culpa, es de los hombres, que son tontos.

Helena no pudo evitar sentirse halagada. Ojalá pudiera hablar así con un hombre.

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