II. Vergüenza
Sale de la alberca,
camina hacia las regaderas. Como cada día, se siente cansada. No recuerda dónde
dejó su bolso deportivo y hay mucha gente en el lugar para poder ver con
claridad. Es lo único que no le gusta de nadar en el horario de siete a ocho de
la noche: siempre llegan muchas personas.
Por fin ubica su bolso.
Está en la banca más alejada del pequeño vestidor, la que también queda más
lejos de la entrada al cuarto más grande donde se encuentran las veintidós
regaderas sin división alguna. Detesta bañarse frente a tantas personas (aunque
sean mujeres) pero se niega a lavarse a medias con el traje de baño puesto como
hacen varias chicas.
Llega hasta su mochila,
saca las cosas que necesita para el baño y se dispone a encontrar una regadera
que no esté ocupada. Ve a dos de sus compañeras de carril utilizando la misma
regadera y rechaza con una sonrisa su invitación. También ve a la niña que
lleva toda la semana esperándola fuera de las instalaciones y desvía la mirada.
Ya lleva la toalla puesta pero por algún motivo le da vergüenza mirarla.
Encuentra un lugar donde
bañarse y se toma su tiempo. Suspira. Cuando le preguntaron si quería entrar al
equipo de competencia submaster para participar en los 50 y 100 metros de mariposa
le pareció una gran idea. Era su estilo favorito y se había dado cuenta de que
tenía un talento natural. Sin embargo, el entrenamiento era difícil e
invariablemente la dejaba adolorida.
Además, estaba el problema
de nadar cada vez más y matarse por alcanzar un tiempo que le parecía risible.
Tal vez a los 12 o 13 años habría resultado más fácil, pero a los 22 no creía
que se pudiera mejorar tanto. Por lo menos no sin dolor.
Termina de bañarse y
rápidamente se seca y se viste. Regresa al vestidor sólo para guardar sus cosas
y salir corriendo. Echa un vistazo hacia el cristal que separa la alberca de la
recepción y puede ver a las personas que nadan a esa hora. Supone que ella
lucía así de feliz cuando nadaba sólo por gusto.
Se estira y suelta una
risita. En realidad sigue sintiéndose feliz, aunque a veces el cansancio opaca
la felicidad. Después de esos minutos de contemplación, sale del edificio y
respira el aire fresco.
―Hola ―escucha. Se
detiene para voltear hacia la voz y la vergüenza regresa. Es como si la
hubieran atrapado haciendo algo malo.
―Hola, Marisol. ¿Cómo
estás?
―Bien… ¿Y tú? ―silencio,
ligeramente incómodo.
A Erica le hace un poco
de gracia que a Marisol le cueste tanto trabajo hablarle y le hace preguntarse
por qué lo hace. ¿Se trata de curiosidad? ¿La ha visto nadar y le gusta su
técnica? Recuerda que hace dos días le preguntó en qué carril nadaba y ella le
respondió, muy apenada, que en el carril de a lado. Entonces Erica se había
sentido avergonzada porque llevaba por lo menos 6 meses nadando junto a Marisol
y jamás la había notado. No es que se fijara mucho en la gente… pero aun así le
parecía grosero.
―Bien, un poco cansada
―responde con una sonrisa. Marisol no añade nada―. ¿Nos vamos?
Marisol asiente con la
cabeza y comienzan a caminar. Recorren el sendero asfaltado que lleva a la
salida del centro deportivo y Erica mira de reojo a Marisol de vez en cuando.
No se le ocurre de qué hablar y la falta de charla no le molesta, es un silencio
más bien cómodo que le permite respirar con tranquilidad.
Cuando llegan a las rejas
principales se detiene y mira a la niña, que es incapaz de sostenerle la
mirada.
―Gracias por acompañarme,
pequeña. Nos vemos mañana.
―Gracias a ti… Nos vemos.
Se da la vuelta y levanta
la mano en señal de despedida. Luego comienza a caminar y por un momento siente
deseos de correr. No entiende bien qué pasa pero se siente feliz. Será que
después de todo la natación sí es un gran deporte.
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