miércoles, 3 de julio de 2013

Lágrimas derretidas



Sé que duele porque el vapor de las lágrimas derretidas se desliza por las ventanas de mis mejillas. De otra forma no me daría cuenta, ni aunque sintiera el agujero en los pedazos tullidos de mi corazón infame, olvidado, colgado de las ramas de los árboles frescos pero ya sin hojas. Tampoco quiero percatarme demasiado, hundirme en el dolor, perderme en los abismos profundos de un cuerpo sensual que amanece junto al mío cada mañana, siempre con un perfume distinto.

Ella tampoco sabe que duele, que sufro, porque mis caderas amplias y mis manos suaves le permiten olvidarlo, porque el roce de mi vientre femenino con su piel blanca hace que no se cuestione nada. No sabe que el líquido que constituye mis gemidos se vacía en su cuerpo cada viernes, ni que la tortura de tener sangre en las venas y sentimientos en el alma la hacen prisionera. Cree que no hace daño, que de todo río, que por todo gozo, pero no ve que por dentro muero a paso acompasado.

Y cuando nos encontramos en el parque, bajo la lluvia, junto a los árboles, dentro de las miles de gotitas que no se contentan con caer sino que también quieren penetrar y que se introducen en el estanque amarillento, ella me toma de la mano, nos dejamos llevar. Entonces siento que la amo, que me ama, que el abrazo que nos damos podría ser eterno y que el beso sublime y sutil podría sustituir los ciento dos deseos que me invaden.

— Te quiero —le susurro recostada en la tierra húmeda, con la ropa regada, sin que me importe si hay personas o animales alrededor, mientras siento su aliento en mi cuello, su voz delgada en mi interior y su calor encima.

Ella no responde, porque piensa que bromeo, que el juego que he declarado de verdad tiene reglas específicas y que las estoy siguiendo. Me observa, me toca con delicadeza, una delicadeza que me confunde y a veces me desespera. Sus dedos dan un paseo por mi espalda, desobedeciendo toda señal, negándose a arañarme, a hacerme sangrar. Me parece que me hace el amor en la madrugada de tibia de septiembre.

Seguimos con el juego hasta que olvidamos dónde estamos. Volví a sentir que dolía, pero esta vez el vapor de las lágrimas derretidas bajó hacia mis labios y me obligó a callar el próximo "te amo".

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