jueves, 27 de junio de 2013

La lápida

Las cicatrices en efecto nunca se borraron. Permanecieron ahí para recordarle que la habían dejado libre y ella se había ido, más por su propio dolor que por las ganas. En retrospectiva, era obvio que debía separarse de la mujer que amó por años, o que quiso, o algo así, pero en el momento la decisión la lastimó casi demasiado.

Cuando se desnudaba, tocaba las cicatrices que la hoja de papel, los años de golpes, los días de heridas y los rayos del sol habían dejado grabadas en su piel. Conforme el tiempo pasaba, su tamaño disminuía mas no ardían en deseos de irse. Lo supo y lo seguiría sabiendo hasta que la eternidad se hiciese cargo de llevársela a donde el cielo era amarillo y el sol verde.

Frente a la tumba de su antigua esposa sonrió. Se acercó al piso y besó la lápida, el pedazo de piedra, sabiendo que no sentiría nada más que el frío y la tierra en sus labios.

-- Tú lo quisiste así --murmuró llorando por el recuerdo de lo perdido.

Se alejó del lugar y decidió que en muchos años no volvería a aparecerse por ahí, ni siquiera para reprocharle lo que ya no podía escuchar. Tal vez en un siglo se despediría, tal vez ya estaría muerta, tal vez la volvería a ver, porque las cenizas se van con el viento pero el alma se queda cautiva. No lo sabía, pero tenía muchas ganas de vivir aunque en realidad estuviese muerta.

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