domingo, 20 de julio de 2014

Maldita sea IV

Salió a buscarla aunque hacía frío y llovía. No sabía hacia dónde caminar, así que optó por ir derecho, hacia la farmacia frente a la cual se habían besado por primera vez, el puesto de hamburguesas en el que habían comido hacía dos semanas, la tienda en la que compraban el alimento de la perrita que tenían en común.

Llevaba en una mano el papelito en el que su novia había dejado dicho que se iba "a la chingada" y conforme la distancia se hacía mayor lo apretaba con más fuerza. En realidad no se le ocurría qué más hacer. Se dio cuenta demasiado tarde de que no llevaba suéter y de que estaba temblando. Se pasó las manos por los brazos, frotándose para mantener el calor.

Empezó a llorar porque al parecer últimamente se le daba muy bien hacerlo cuando estaba sola y más sola no se podía encontrar. Entonces la vio, sentada en la banqueta, hecha bolita de seguro para no protegerse del frío. Llevaba el mismo suéter negro y viejo que le había visto durante los últimos días y el mismo pantalón sucio que ya era más café que azul. Se acercó, le habló con suavidad, como si de verdad todos sus rencores hubieran desaparecido y se sentó a su lado, esperando a que la otra levantara la vista.

Pero no lo hizo. El "demasiado tarde" había pasado hacía mucho tiempo. Notó las manchas de sangre, la palidez recién adquirida de su novia, la falta de movimiento, de vida... Gritó, gritó hasta que varias personas que vivían en esa calle salieron a ver qué pasaba y se horrorizaron. Y siguió gritando cuando iba a bordo de una patrulla hacia un destino desconocido.

Incluso el día del entierro seguía gritando, aunque los gritos sólo los escuchaba ella. Vestida de negro, con las ojeras más grandes que había tenido en la vida y los ojos rojos de tanto llorar, se dijo que lo único que cambiaría sería su decisión. Maldita sea, debió haberla dejado y su historia habría tenido un final más feliz.

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