miércoles, 7 de mayo de 2014

Sin arrepentimientos

Había dejado de hacer frío. Sin embargo, seguía corriendo viento, aunque ahora era cálido. A lo lejos aún se escuchaba el sonido del agua y, más lejos aún, risas juveniles, probablemente de mujeres. Atardecía. Los ruidos se hacían más intensos en algunos momentos y prácticamente desaparecían en otros, por lo menos esa impresión le daría a alguien que no tuviera un oído con tanta percepción.

Eligió un árbol casi al azar y se sentó debajo de él. La protegía de los débiles y rojizos rayos del sol que aún hacían acto de presencia. Bostezó, mitad cansada y mitad aburrida. Movió los dedos de las manos con nerviosismo, preguntándose cuánto tiempo tendría que esperarla y respondiéndose un instante después que probablemente hasta que el sol se hubiera ocultado por completo y una o dos estrellas aparecieran en su lugar.

Le sudaban las manos conforme la hora del encuentro se acercaba. No era la primera vez ni sería la última que tenía una cita... La recorrió un escalofrío al pensar en la palabra. Se incorporó para estirarse y arreglarse la ropa. Estaba sacudiéndose el short y revisando que a las medias no se les hubiera atorado nada cuando sintió el aroma de la vampiresa. Entonces apareció frente a ella, como si se hubiera materializado sin mayor explicación.

Cristina la observó, parpadeando repetidas veces. Nunca antes había hecho eso y era tan... extraño que la dejaba sin palabras. Fingió que observaba el vestido oscuro, corto y con encajes que llevaba Adela y su cabello recogido. Olfateó el aire para asegurarse de que nadie la había seguido y se tiró sobre ella, como si fuese una presa más.

Adela no se movió. Presa de la costumbre e ignorando por completo su instinto, abrió los brazos para recibir a la mujer lobo con un gran abrazo. Se estrecharon, mezclando sus fragancias, tanto las que emanaba su cuerpo como las artificiales que usaban por vanidad. Luego, sin ponerse de acuerdo, se dieron un torpe beso en los labios, siempre con cuidado de no rozar los dientes ajenos.

— Qué bueno que viniste —soltó Cristina con verdadera emoción que se reflejaba en su voz. Se dio cuenta de su tono, de la felicidad que la llenaba, y se sorprendió. Sonrió, mostrando sin querer los colmillos que tenían un vago parecido a los de una bestia.

— No podía faltar —su tono frío, altanero, inhumano se había borrado. Quedaba sólo una voz tranquila, transparente, ni aguda ni grave—. Tenía ganas de verte —confesó y fingió que no notaba las mejillas rojas de Cristina.

Se volvieron a besar, como adolescentes que recién descubren la calidez del amor. Lo hicieron una y otra vez, hasta que a ambas les llegó el pensamiento de que era demasiado bueno. Con la lógica de un enamorado, alejaron esa idea negativa y siguieron entregándose a los besos, que ahora llevaban una buena dosis de caricias.

Entonces se separaron, se miraron a los ojos (¡qué diferentes eran!) y se juraron que prolongarían el momento el mayor tiempo posible. Esa noche y otras dos mil si eran capaces. Así, cuando el fin llegara, no se arrepentirían de nada.

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