5. Malvaviscos
Había de color rosa y azul y
simplemente no podía decidir. ¿Por qué la vida tenía que se tan complicada?
Empezó a hacer el juego de quitarle los pétalos a una flor pero sin flor, así
que no podía contar los pétalos. Tal vez lo mejor era seguir su instinto,
dejarse llevar, fingir que no le importaba tener que elegir. Suspiró y
desistió. Volteó hacia Abigail, que la observaba radiante y sonriente.
Claro, ella no tenía que tomar
ninguna decisión difícil. Todo le resultaba tan fácil. Estuvo a nada de
lamentarse haber propuesto ir al parque de diversiones. Debió haber imaginado
que jamás podría decidirse entre tanta comida (tanto dulce, hay que decir la
verdad). Abigail alzó una ceja y parecía decirle que ya se estaba tardando
mucho.
— Pues quiero de los dos —confesó
Paulina, apenada por ser tan golosa.
— Que sean los dos entonces —le
dio un beso en la mejilla y un instante después de dirigió al amable señor que
atendía el puesto de algodones de azúcar. Pidió dos, uno rosa y uno azul, y se
los entregó en cuanto tuvo oportunidad—. Mi tributo, princesa del reino de la
diabetes —soltó y empezó a reír.
A Paulina también le parecía
gracioso el asunto pero si se reía aceptaría la burla y... Cedió. La risa de
Abigail era contagiosa. Se le acercó, le pasó un brazo por los hombros y
comenzó a darle besitos en la cara. Luego, gustosamente, compartió sus
algodones de azúcar.
— Gracias por aceptar la...
— ¿Invitación? Por nada. Ya
sabes, soy todo un galán —contuvo la risita y en su lugar le dio un golpecito
en el brazo. Abigail debía aprender a respetarla—. Auch, sí duele, ¿sabías?
— De eso se trata, tonta —y se
echó a correr, aún con medio algodón azul en la mano, hacia la fila de la
montaña rusa.
Volteó para corroborar que
Abigail la seguía y continuó en su carrera hacia la fila. Si la felicidad se
pudiera envasar, estaba segura de que no encontraría dónde meter toda la que
sentía. Rió cada vez más fuerte y sólo se detuvo ni cuando Abigail la abrazó
por detrás con ternura.
— Te quiero —le susurró.
— Y yo a ti —lo decía en serio.
La quería y tal vez la amaba pero eso no lo iba a soltar con tanta facilidad—.
Gracias. Recuerda que después debes llevarme por malvaviscos.
— Por lo que quieras, amor
—afirmó sin soltarla.
Ojalá la felicidad se pudiera
convertir en malvaviscos. Tendría millones de ellos.
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