Oh, no. Maldita sea. Estaba pasando. Había despertado en una habitación de hotel, sola y desnuda, con una resaca enorme y terriblemente confundida. Tenía recuerdos fragmentados de la noche anterior: el bar, sus amigos, las copas que tomó, el baile con rostros desconocidos y el beso con... ¿¡una mujer!? No, no, no, imposible. A ella no le gustaban las mujeres.
Se envolvió lo mejor que pudo con la sábana, se sentó en el borde de la cama y echó un vistazo al piso. Ropa, toda de mujer. Dos sostenes, dos tangas, dos blusas de tirantes. Demonios. Se levantó, tratando de vestirse lo más rápido posible para después huir a su seguro departamento se permitiría olvidar que eso había ocurrido.
— ¿Qué pasa, princesa? ¿Tienes prisa? —la voz, tan dulce, la tomó por sorpresa. Volteó sólo para toparse con una joven morena y guapa... desnuda—. Me dices que me amas por la noche y por la mañana escapas —su tono era divertido, como si estuviera disfrutando el espectáculo.
— No dije eso, estoy segura —en realidad no lo estaba, pero debía mantenerse firme.
— Sí lo dijiste —cantó.
Se sonrojó sin saber exactamente a qué se debía. Se quitó la sábana que le servía de protección y se vistió sin preámbulos. Comprobó que llevaba dinero y se dirigió a la puerta.
— No olvides llamarme, amor -otra vez esa voz cantarina.
Echó un último vistazo al cuarto y a la mujer... La cara se le puso roja y caliente, así que regresó la mirada al frente y salió del lugar. Metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y encontró un papel. Era una nota escrita con letra adornada, llena de corazones y tenía un número de teléfono. También había un nombre: Penélope. Sonrió con más alegría de la que quería sentir. Tal vez sí le llamaría.
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