domingo, 28 de septiembre de 2014

Ciudad sin nombre

Retrasó el momento lo más que pudo. No sentía ningún deseo de dejarla ir y estaba segura de que ella tampoco quería irse. Acarició una vez más uno de sus senos, abultado, de color claro, fragante. La caricia fue lenta, suave, relajada, como si estuviera a punto de declarar que harían el amor de nuevo. No esa noche. Ya no esa noche. El momento se les había escurrido de entre los dedos y no había más remedio que vestirse y enfrentar la realidad.

Primero se levantó la otra, Josefina, su elegante amante. La señora de más de 40 años que se había enamorado de ella, de una muchacha sin aspiraciones en la vida. La observó mientras se metía en el vestido negro que le recordaba la ropa que se puede usar en los casinos. Estaba casada y ese viejo conocimiento hizo que le doliera el corazón. Casada, sin hijos, rica, bella... No entendía qué había visto en ella.

 ¿Cuándo te volveré a ver? preguntó aún desde la cama, sin dar la menor muestra de querer salir de ella.

Josefina volteó. No tenía arrugas alrededor de sus ojos del color del ébano.

 Mañana debo asistir a una cena de negocios. Pero pasado mañana está bien se acercó a la cama, sonriendo sin malicia, con ternura, incluso con amor. ¿Me vas a extrañar?

Asintió. Era cierto. Siempre la extrañaba y esa sensación empezaba a asustarla.

 Bien -le dio un beso en los labios. Entonces me voy -tomó su gigantesco bolso. Cuídate mucho, Perla. Te quiero.

Ahí estaban esas palabras de nuevo. Se le secó la boca, se le infló el pecho y cuando pudo reaccionar, Josefina ya había salido del cuarto. "La próxima vez se lo diré", se prometió. Entonces sí se levantó y se vistió para después salir al frío otoño de una ciudad sin nombre que la hacía sentir feliz.

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