sábado, 6 de septiembre de 2014

Electricidad

No sé cuándo empecé a verla con ojos predadores. Simplemente un día me di cuenta de que ya no quería ser su amiga si no me daba la oportunidad de robarle un beso en alguna madrugada fría de finales de enero. Soñaba con tomar su mano, rozar nuestros dedos y sentir una corriente de electricidad recorrer nuestros cuerpos esperando un momento glorioso para liberarse.

Fueron días y días de angustia, de contemplaciones sin sentido, de planes para abordarla y decírselo, de leves roces casi accidentales, de besos poco inocentes en las mejillas, tal vez con demasiada saliva. Fue demasiada espera, demasiados días con cada una de sus noches. Porque cuando por fin me había armado de valor para confesar mis noches en vela, ella tuvo la primera y la última palabra.

Me lo contó sin mucha ceremonia, como si no fuera un golpe bajo. Se había acostado con el fulano que le había pedido andar con ella unos días antes, mientras me encontraba lo suficientemente perdida en mis inseguridades como para no entender lo que implicaba que ella saliera con alguien. No le respondí porque me parecía que ya no valía la pena. Le agarré la mano, la atraje hacia mí y la besé como si hubiera tenido millones de experiencias en ese ámbito.

A pesar del suspiro que salió de su boca cuando me separé de ella, me negué a hacerme más ilusiones. Había sido suficiente. Ya ni siquiera podría verla como una conocida cualquiera.


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