Sus labios sabían amargos. No estaba segura de
si era sólo esa vez o si siempre habían sabido así. El caso es que eran
amargos, amargos como algunas plantas no comestibles, amargos como el dolor que
sentía en el fondo del corazón, amargos como ciertas partes de su existencia.
Se volteó y salió del lugar. La mujer con
lencería barata pero provocativa la dejó marcharse sin hacer preguntas ni poner
objeciones. Pagó. Amargos, tantos minutos de sexo y en ese momento se le
ocurría que sus labios fueran amargos. ¿Los de ella eran amargos también?
Salió al viento gélido de una calle oscura.
Esa amargura persistía en su boca. Una silueta se cruzó en su camino, una mujer
le sonrió provocativamente. “No quiero más putas”, pensó un poco cansada de ese
juego. La mujer de labios rojos se acercó a ella, le tocó la entrepierna sobre
el pantalón ajustado y la besó.
No, esos labios no eran
amargos, lo que era amargo era el sabor de la derrota, el metal del cuchillo,
el olor sin gracia de la sangre, la boca llena…
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