Amanda vivió con cáncer más tiempo del que
Irene podía recordar. Porque aunque había perdido los ovarios y la matriz, el
cáncer no se había desvanecido del todo.
Irene aceptó el amor de Amanda después de la
operación para extirparle varios órganos. Cuando la fue a ver al hospital, vio
a una Amanda demacrada: su rostro estaba extremadamente pálido, con enormes
ojeras bajo los ojos; sus labios eran más delgados y estaban partidos. Además,
había bajado de peso.
A pesar de que Amanda parecía más muerta que
viva, tuvo la fuerza de sonreír y de decirle que la amaba. Ese día, Irene lloró
como hacía años no lo hacía. Y lloró por Amanda, por ella y por la maldita
lluvia que no dejaba de deprimirla.
Desde entonces, la visitó todos los días,
mientras estuvo en el hospital y mientras estuvo en casa. Y entonces se pudo
dedicar a ella completamente porque se mudaron a vivir juntas.
Un día, Amanda se curó. Claro que eso fue
después de muchos meses, quimioterapias, medicamentos y sufrimientos. Cuando
Irene volteó hacia Amanda, en el consultorio del doctor, se dio cuenta de por
qué se había enamorado de ella: lucía radiante.
Amanda ya no tenía cabello, su piel se había
maltratado mucho por las terapias, su cuerpo era un vestigio de lo que había
sido antaño… pero quería vivir y todo era por Irene.
Irene
lloró por segunda vez en mucho tiempo, allí, frente al doctor y frente a la
enfermera. Y Amanda la abrazó como si el cáncer no se hubiera robado una parte
de su vida.
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