Salió de ese relato sin saber víctima de qué hechizo era. Lo primero
que vio fue a una mujer joven, guapa, con ropa oscura y larga, con un sombrero
puntiagudo y maquillaje cobrizo. La observó con cautela, con cierta precaución
y dudó en subir a su mano, como ella se lo indicaba, pero lo hizo.
-- Mi pequeña --le susurró la mujer--, ahora te convertiré en alguien
como yo.
Ella cerró los ojos muy fuerte porque tuvo miedo. ¡Ser tan grande!
Dejaría de caber en la palma de esa mano suave y morena. Lentamente, como res
hacia el matadero, se dejó colocar en una plataforma de metal sobre el piso. Se
mordió el labio cuando sintió que una poderosa energía la cubría y cuando miró
hacia todos lados los objetos ya no le parecieron enormes.
-- Ahora ya no eres mi pequeña --dijo la mujer de sombrero
puntiagudo--. Desde este momento, serás mi compañera. Necesitas un nombre.
¿Cómo te llamabas en tu relato?
Ella reflexionó unos segundos. La mujer era mucho más guapa viéndola
de frente, de tan cerca. ¿Cuál era su nombre?
-- Gema --respondió ella con tranquilidad.
-- Pues Gema te llamaré porque yo soy Esmeralda.
Gema contempló el libro que estaba en el piso: relatos de una noche
con joyas. Vaya, ahora lo recordaba: ella era sólo una piedra preciosa, una
gema, en ese libro. Su vida se consumía poco a poco, pasaba de unas manos o
otras, se desgastaba.
Gema levantó la vista y se vio en el espejo: joven, morena, alta,
esbelta, no tan guapa como la otra mujer pero con cierto atractivo escondido.
Después miró a Esmeralda, le gustaba.
-- Entonces seamos compañeras --emitió por fin sorprendida al no
reconocer su propia voz.
Esmeralda se acercó y besó sus labios.
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