La estaba espiando. Sabía todo de ella. Sabía
dónde trabajaba, dónde vivía, dónde comía de tres a cuatro de la tarde y dónde
iba cuando se sentía sola. La conocía a la perfección, mejor que a la palma de
su mano. Había visto todos sus detalles. Siempre la había observado, desde que
la vio parada en la estación de metro. Lo que siguió después fue una aventura
de investigación, nada más que eso.
Por eso la estaba espiando en ese momento,
porque extrañaba hacerlo. Lo decidió cuando se dio cuenta que lo suyo había
terminado, que no podría volver a descubrir secretos clasificados y documentos
de amor. Era el reto lo que la llamaba. Así que decidió planearlo, todo
minuciosamente, con gráficas y tablas, y mapas que ilustraban a la perfección
los lugares y las ubicaciones. Era un agente secreto.
Fue tras de ella como un perro hambriento tras
la comida. Su único objetivo era repetir lo que hacía mucho había terminado
pero con resultados magistrales, de esos que nunca lograba porque aquélla
vencía al agente con sus dotes profesionales de mujer fatal. Esta vez iba a
ganar, iba a ser la victoria que conmemoraría todas las derrotas, que las
vengaría.
Ahora eran las tres y media, estaba en el
restaurante donde aquélla acostumbraba a comer. Se escondía detrás de una carta,
de la comida, de los meseros y los clientes. Nada. Todo marchaba a la
perfección, la espiada no parecía darse cuenta de la presencia. Y ese agente
estaba feliz, más feliz que nunca en su vida.
— Tú tenías que ser —dijo la voz clara a sus
espaldas. ¡Habían descubierto al agente!
— Creí que tardarías más —se apresuró a decir
la espía para que su derrota no fuera tan humillante, tan obvia, tan como
siempre.
— ¿Pero qué te creíste?
— Que te habías olvidado de mi existencia.
— Si esto es un truco para que volvamos a
estar juntas, te aviso que no va a funcionar.
La maravillosa pero descubierta espía dejó la
cuenta sin pagar y se marchó del lugar. No era un truco, no lo era. Era sólo un
pasatiempo, estaba aburrida, extrañaba estar con alguien, la presencia de un
ser vivo que la amara. ¿No tenía derecho a eso?... ¡No era un truco! No quería
volver con nadie, menos con esa arpía que le arruinó sus mejores años.
— Perra —dijo en voz muy bajita por temor a
que esa perra la estuviera escuchando.
Los agentes nunca pierden y, si lo hacen, no
se dan por vencidos y lo vuelven a intentar. Así es como volvemos a que la
estaba espiando… de nuevo. Otro día, otro mes, otro año y otra estación. Otros
ánimos, otras arrugas y otros cansancios. Pero su juego aún no concluía. No
pensaba soltar a la presa. Por eso esperó tanto, para que ella no sospechara
nada y así pudiera sorprenderla.
Otros llantos. La misma voz partida que no se
explicaba a sí misma. No sabía no siquiera por qué o cómo, sólo sabía que ahí
estaba esa maldita voz. Y las mismas manos blancas, con cicatrices de un
espejo, con años acumulados y con pasiones contenidas. Y es que todo estaba
allí, todo permanecía, todo era. Las cosas iban y venían y ella se quedaba
estancada.
Ya no. Ahora era un agente y tenía que volver
a enfocarse en su papel, como buen actor. Respiró profundo y se concentró de
nuevo en su objetivo. Había desaparecido. Odiaba su habilidad de
teletransportación, siempre le había dado problemas. Miró hacia todos lados
desde su posición estratégica y no la encontró. Bajó veinte pares de escaleras
y se encontró con miles de personas en la calle. Pero ninguna de esas personas
era ella.
Corrió, la buscó entre la gente… ¿Por qué no
la encontraba? Aquello no era parte del jueguito. Se lo había arruinado de
nuevo, de nuevo como en aquella otra vida, cuando se amaban y compartían la
casa y todo lo que podían. Esos días ya eran muy lejanos. ¿Por qué se habían
separado? ¿Por qué tuvo que pasar?
Se sentó en la banqueta y comenzó a
recordarlo. Sí, la agente siempre había sido una agente, una espía perfecta. Y
la espiada siempre había sido la buena mujer. No había cartas de amor para
otras mujeres ni citas con hombres misteriosos. Todo era perfecto en su
estabilidad. Pero, como en todas las historias de la gente conocida y de la
desconocida, algo rompió el balance. Sólo faltaba recordar qué fue, qué pasó,
qué las dañó.
Fue él, ¿no es cierto? No era uno de esos
hombres de traje, era de esos que ni siquiera pueden comprarse una camisa de
vestir, aunque sea de las baratas. Pero no fue culpa de la espiada, fue culpa
de la espía. La agente había salido con el dichoso hombre y el maldito
dichoso la había emborrachado y metido a su cama, toda contra su fuerte
voluntad de mujer secreta.
— ¿Eso no es violación? —le había preguntado
su mujer.
Y la maravillosa espía se había rehusado a
responder. Así que su mujer se fue un día, muy temprano, con su traje de viaje
puesto y su maleta color vino. Como toda la vida se había dedicado a espiarla,
no le costó ni un poquito encontrarla. Pero siempre la descubría… ella sólo
quería explicarle que sí había sido una violación, que se quería morir, que
nada era su culpa, no era culpa más que del bastardo violador.
Sentada en la banqueta descubrió lo mucho que
aún la amaba. Se levantó. Se dirigió hacia una vitrina y se tocó el rostro con
desesperación. ¿Cuántos años tenía? ¿Cincuenta o sesenta? El tiempo se le había
escurrido de entre las manos como la arena del reloj o la de la playa. Ya no le
quedaba nada y por eso comenzó a llorar.
Sintió el calor de unos brazos en su cintura y
pensó que aunque su mujer se hubiera marchado, ya podía regresar y estaban
listas para ya no culparse más.
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