Rasguño. Una gota de sangre, dos, una
corriente ligera. Una mano morena, como de azúcar, rozando todas sus partes.
Unos dientes blancos, grandes y un poco afilados clavándose en la fresca piel.
Unos ojos oscuros penetrando en todos los rincones del cuerpo fantasmal. Ella
era un licántropo.
La mujer de 30 años recargada en el asiento
trasero del coche se dejaba hacer. Como muchas humanas, había caído en las
manos de la chica-licántropo por deseo, porque la chica era extremadamente
bella. Además, tenía maneras seductoras, de ésas que convencen a cualquiera.
Por ello, por culpa de ese deseo, perdía cada
vez más sangre en ese momento. Cada vez más sangre pero no la consciencia, eso
era lo peor. Se daba cuenta perfectamente de lo que pasaba y se sentía como un
platillo muy ambicionado al que uno se come poco a poco para que dure más.
Otro rasguño. Un poco de piel removida. No hay
gritos de dolor ni lágrimas. Sólo se oyen leves suspiros de la
chica-licántropo. Tal vez su víctima, la mujer de 30 años, ya se desmayó. No le
importa. Es el placer lo que la guía. Sus labios rozan varias veces los de la
otra mujer pero ya está muerta. Ahora, puede comer.
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