martes, 23 de junio de 2015

Amor eterno

Me juró amor eterno una tarde de diciembre en la que el frío parecía haberse tomado unas breves vacaciones. Como todos los días de aquella época, caminábamos por un parque solitario cuando salíamos de trabajar. Teníamos una preferencia muy marcada por los días lluviosos porque así la gente corría en lugar de caminar y nosotras teníamos tiempo de darnos besos fugaces y culposos debajo de algún árbol.

Desafortunadamente, ese día no llovía. Si hubiera llovido, tal vez mi cerebro habría relacionado el recuerdo con algo más triste, digno de consternación. En su lugar, sólo puedo recordar una tarde amarilla y cegadora, como si caminara en medio de un charco de luz difuso. Incluso me cuesta enfocar sus ojos oscuros, su nariz recta, sus labios pequeños a los que les habría favorecido más un tono de rosa en lugar del rojo oscuro que siempre se empeñaba en usar...

Lo que sí recuerdo claramente, sin distorsión alguna por los efectos de la memoria, es su sonrisa amplia y franca cuando me tomó de las manos justo un segundo antes de sentarnos en una banca y me pidió, como quien pide una taza de té en un restaurante, que jamás la dejara. También me gusta creer que recuerdo mi consternación y los mil parpadeos que me vi obligada a dar para evitar que las lágrimas que de repente me llenaban los ojos se derramaran.

Tal vez este sea un buen momento para decir que la amaba y que me partía el corazón que me pidiera algo así. No sé cuántas veces le repetí lo mucho que la amaba y que no la dejaría. Y fue entonces cuando lo hizo: me juró amor eterno. Fue un acto sencillo, acompañado de un beso y de las maravillosas palabras “te amaré por siempre”.

Para mi mala suerte, la eternidad llega a su fin en momentos diferentes para cada uno de nosotros. Hice ese descubrimiento un año después, cuando la costumbre de ir al parque se había visto reemplazada por la de ir a mi departamento a tener sexo. A veces incluso dormíamos juntas y caminábamos al trabajo a la mañana siguiente. Los fines de semana solíamos ir al cine o pasar un rato en su casa comiendo golosinas frente al televisor.

Y un día ella simplemente no fue a trabajar. Le llamé en cada ocasión disponible que tuve y por la tarde pasé a su casa, pero ni respondió ni parecía haber nadie en su hogar. Sin saber qué hacer, me quedé sentada frente a su puerta, esperando que algo ocurriera. Ocurrió. Se apareció por la esquina de la calle agarrando a otra mujer de la mano. Le hablaba con alegría, le sonreía con ternura y lo único que pude pensar fue que eso me pertenecía a mí. Pensé que esa otra mujer, con menos grasa abdominal que yo y ojos muchísimo mejor maquillados, me estaba robando a mi novia y que yo sólo podía quedarme ahí sentada, hecha un ovillo, como idiota.

La besó antes de llegar frente a su casa y fue como si me hubieran golpeado. Era un beso diferente a los que me daba a mí, lleno de algo que en ese momento llamé “amor”. A mí me besaba con prisa, con un poco de fastidio, como si fuera una obligación y no algo que deseara hacer. Lloré porque eso es lo que la gente con el corazón roto hace en situaciones adversas y decidí no moverme de ahí.

Entonces me miró, me vio y me observó. Y yo miré a su amante tratando de encontrarle hasta el más mínimo defecto. ¡Y claro que los había! La nariz un poco demasiado grande para su cara, los senos muy pequeños y el rubor muy brillante. Pude apreciar en cámara lenta cómo mi novia le soltaba la mano y corría hacia mí con una expresión que denotaba vergüenza, culpa y una pizca de arrepentimiento.

Me pidió perdón mientras la otra mujer se negaba a moverse del lugar donde mi novia la había dejado. Me empeñé en seguir llorando, en escucharla pero rechazarla, en levantarme con pesadez y lentitud. Noté que mi hasta entonces novia seguía hablando, pero dejé de entender lo que me decía y, en realidad, también dejó de importarme. Me encaminé hacia donde estaba la otra mujer y la pasé de largo. Nadie intentó seguirme ni hacerme entrar en razón. Simplemente se había acabado.

Y es curioso, pero para mí la eternidad dejó de existir en ese momento.

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