jueves, 16 de julio de 2015

Reloj

No llega. La espera es infinita. Quedaron de verse hace media hora y simplemente no llega. Le llama pero no responde el teléfono. “Debe ir en el metro”, se dice. “Ahí no hay señal”.

Suspira tres veces seguidas y decide que no es suficiente, así que lo hace dos veces más. Mejor. No, peor. El tiempo sigue corriendo. Varias personas entran a la cafetería de enfrente. Una pareja se besa en público. “¿No pueden irse a otra parte?”

Consulta el reloj por quinta vez en ese minuto. Lleva treinta y ocho minutos de retraso. Treinta y nueve. Qué suerte que se le ocurrió comprar un reloj nuevo justo una semana antes o no tendría manera de impacientarse con tanta precisión. Chasquea la lengua, truena los dedos, se sienta, se levanta, salta un par de veces.

Empieza a sudar. Ansiedad, miedo. Los mil escenarios que pasan por su cabeza. Un accidente seguramente, esas cosas pasan con mucha frecuencia. O se quedó dormida. Nunca había sido tan impuntual, aunque es posible que su memoria la esté engañando. Tampoco es que como si hubieran salido tantas veces. Esta es la quinta vez.

Sigue sin llegar. Se desespera. Es una lástima que le guste tanto porque, si no, ya se habría ido y que se jodiera. Por impuntual. Pero no puede evitar sentirse atraída hacia la idea de compartir un café frío, unos besos y una buena noche de cama. Sobre todo la noche de cama. Le hace falta.

Sonríe. Se acostaron desde la primera cita, que en realidad no era una cita. Se encontraron en una zona de videojuegos y le gustó cómo movía los dedos mientras jugaba Guitar Hero. Le habló, la invitó a comer. Y como una cosa lleva a la otra, terminaron en su casa tocándose por todas partes.

Fue un día divertido. Consulta el reloj por error, por costumbre. Han pasado cuarenta y cuatro minutos. Le vuelve a llamar y por fin responde. “¿Dónde estás?”, pregunta de inmediato con una leve nota de molestia. Está en su derecho, ¿no? Pero la voz que contesta no es la voz que conoce, no es la voz que quiere oír. “¿Quién habla?”, le dicen del otro lado de la línea.

No responde. No sabe qué responder. Ni qué pensar. Maldice ordenadamente a todos los dioses que puede recordar. “¿Erica?”, sale de su garganta. Nota que le falta el aliento, que le sudan las manos, que se le cierra la garganta y que ha empezado a llorar. Imperdonable, irremediable. “Está en el baño”.

Cuelga. No quiere saber más. Se seca las lágrimas. Trata de pensar positivo. El hecho de que otra mujer haya respondido el teléfono de su ¿novia? no quiere decir que... ¡Pero no hay otra explicación! Se enoja, contiene un grito, se muerde la mano y vuelve a llorar.

Y justo cuando está meditando si la venganza es una buena opción, suena su teléfono. “¿Querías hablas conmigo?” Esa vez sí es la voz que necesitaba escuchar. No sabe qué decir, así que decide que es mejor no decir nada. “¿Qué hora es?”, pregunta la otra voz. No puede contenerse. Grita. “¡¿Cómo que qué hora es?! ¡Una hora tarde, Erica, una!” y vuelve a llorar.

Algún día considerará seriamente dejar de llorar en esas situaciones. La desgasta mucho, le deja los ojos rojos e hinchados y la hace parecer una estúpida. Pero mientras tanto pone todas sus energías en no derramar demasiadas lágrimas, en parecer discreta para que la gente que pasea por los alrededores no note que está haciendo una escena.

“¿No habías dicho que a la 1? Apenas son las 12. Iba de salida”. La noticia le cae mal. Revisa el reloj de nuevo y pone muchísima atención para no equivocarse: 2:11. “El reloj no dice lo mismo”, responde con voz trémula, insegura, casi en un murmullo. Algo debe estar mal en el mundo si no se puede confiar en el reloj. “Ya. ¿Y le ajustaste la hora?” Se queda en blanco. Se le ha olvidado cómo se habla, cómo se respira y, al parecer, cómo se ajustan las horas de los relojes.

No puede evitar pestañear varias veces. Se quita el teléfono de la oreja y se fija en la parte de hasta arriba. 12:15. Mierda. “¿Sigues ahí?” Y ahí sigue, de nuevo con el teléfono donde debe ir en una llamada. Es sólo que no puede con la vergüenza.

“Dijo mi hermana que llamaste y le colgaste, así que mejor me aseguro de que todo sigue en pie” Asiente. Claro, todo encaja. “Aquí te espero”, responde por fin, intentando trasmitir la seguridad que no tiene y emitiendo una risita tonta. “Vale, te veo en un rato”.

La llamada termina y ella se vuelve a sentar cerca de la cafetería. En serio se empezará a plantear poner más atención a la vida… Mientras llega ese momento, sólo queda seguir esperando.

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