Para Kuropin y Manú
Se acerca a la cama y la
observa largo rato. Está dormida pero parece muerta. No se mueve y apenas puede
distinguir cómo sube y baja su pecho. Es un movimiento lento y pausado que le
hace pensar que en cualquier momento dejarán de funcionar sus pulmones. Es
parte de la enfermedad, ¿no? Pero no quiere verla morir, no así por lo menos,
no llena de dolor, no luchando por respirar y sintiendo como poco a poco,
segundo a segundo, se le va la vida. Prefiere que muera de forma tranquila.
Tranquila y digna.
Le ha dado por aferrarse
a la dignidad para justificar sus acciones. Se dice todos los días que nadie
merece estar sintiéndose mal, en cama, sin ganas ni fuerzas para vivir pero
obligado a hacerlo porque su organismo aún
aguanta. Nadie lo merece y mucho menos ella, el amor de su vida, la mujer con
la que ha compartido unos años que parecen eternidades. No le pesa. Ha
disfrutado estar a su lado en cada momento porque la ama. La ama profundamente.
Incluso la ama cuando está así, más muerta que viva.
Una de sus manos recorre
lentamente sus cabellos oscuros, largos y maltratados. La enfermedad ha
carcomido su cuerpo. Ahora tiene el vientre hinchado, lleno de un líquido que
se debería drenar cada semana pero que ha dejado acumularse allí durante el
último mes. Es que no puede soportar sus llantos y gritos de dolor cuando la
aguja penetra la piel. Entiende su dolor y lo siente. Lo siente como si le
ocurriera a ella, como si la aguja se le clavara en el corazón y sin
anestésico.
Abre los ojos e intenta
regalarle una sonrisa. Su boca se deforma y sus labios forman dos palabras.
Sabe que ella también la ama y agradece, de verdad lo hace, que quiera
decírselo aunque ni siquiera pueda hablar. Le responde con la voz más tranquila
que tiene. Todo va a estar bien, piensa, ya pronto pasará el dolor. Entonces la
abraza, con firmeza pero sin lastimarla. Le explica en voz baja, muy baja, que
la va a extrañar mucho. Y ella entiende, ella sabe, porque siente el vientre
demasiado hinchado y el corazón a punto de fallar.
Nota que no llora, sólo
usa sus últimas fuerzas para aferrarse al abrazo. Sabe que su dolor se está
diluyendo despacio, tomándose su tiempo para desaparecer para siempre. Cierra
los ojos y cuando los vuelve a abrir se da cuenta de que ya no respira. La
suelta, la acomoda en la cama, la tapa bien y se deja llevar por el sufrimiento
de su pérdida.
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