El dos es nuestro número de la suerte.
Fueron los besos que me diste aquella terrible madrugada y las bofetadas que te
devolví el día que se te hizo divertido fingir que te marchabas.
Incluso empezamos nuestro malentendido
que luego definimos como relación llamándonos dos veces cada día y diciéndonos
dos “te quiero” cada dos minutos. Y la primera vez que me enfermé de gripe
tuviste que preparar el caldo de pollo en una segunda ocasión porque en el
primer intento se quemó.
Igual decidimos llevarnos a casa a los
dos gatitos negros, hambrientos, mojados, pequeñitos y desprotegidos que
encontramos un día tirados en la calle. Los dos mismos gatitos que se volvieron
gatos gordos y maleducados pero que aun así tenían la cortesía de esperarnos en
la repisa de la ventana cuando regresábamos de trabajar.
Y varios años después de eso, los
domingos por las tardes nos dio por ver la misma película dos veces para
corroborar si nos parecía buena o si nos habíamos reído la primera vez sólo a
causa de la novedad.
También es la exacta cantidad de
lágrimas que derramé cuando el médico me dijo que nos habías abandonado. Dos y
ni una más.
Porque en nuestra vida todo lo hacíamos
al doble, todo repetía el mismo patrón. Tú, mujer práctica, lo atribuías a la
casualidad y yo, mujer supersticiosa, pensaba que se debía a la suerte, a
nuestra suerte ligada indiscutiblemente al número dos.
Tú y yo éramos dos. Éramos porque ya no
somos. Fuimos porque tú ya no estás. Y ahora que sólo soy una y que no hay
besos ni abrazos ni “te quiero” ni gatos negros, gordos y maleducados, ni
películas las tardes de los domingos ni caldos de pollo quemados ni ganas de
ser uno, me dispongo a que mejor formemos un cero.
Sin ti no se puede ser dos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario